Paulino Ares Somoza – Existencia de Dios (Parte I)
CAPITULO VI
EXISTENCIA DE DIOS
Cuando se discute sobre la existencia de Dios, se tiende a dar por sentado un acuerdo general en lo que significa dicho término. Este punto de partida es, sin embargo, equivocado. Entendemos que no es correcto comenzar una conversación sobre este tema preguntando ¿puede demostrarse la existencia de Dios? Es ésta ya una velada manera de inclinar el espíritu hacía una respuesta afirmativa. Debe evitarse igualmente la posición opuesta que nos llevaría a rechazar, aun antes de escuchar ninguna argumentación, la posibilidad de su existencia. El término medio como condición equilibrada del espíritu es muy difícil de conseguir pues, de hecho, cuando se trata el tema, la mayoría de las veces se es mas o menos creyente o ateo, incluyendo entre estos últimos a toda suerte de agnósticos. Pero no está de más señalar aquí cuál debe ser la correcta postura filosófica: no establecer al comenzar la conversación el significado de la palabra Dios. Si la misma tiene algún sentido, quedará puesto en claro recién luego de considerar la serie de razones que corresponda desarrollar.
La realidad del mundo
Si observamos el mundo que nos rodea encontramos una enorme cantidad de cosas. Partimos pues del punto de vista del sentido común. Todo hombre admite como realidades en la vida cotidiana la existencia de multitud de seres: su esposa, sus hijos, MIS padres, sus amigos, sus vecinos, todos los muebles de su casa, los automotores que amenazan atropellarlo cuando sale a la calle, etcétera, y así hasta el infinito. En la vida social, aquel que niega la existencia de esta multiplicidad de realidades distintas de la propia, es encerrado en el hospicio. Va hemos visto antes los absurdos en que incurren lo» idealistas al pretender afirmar que lo único accesible es el pensamiento, es decir, nuestras ideas; sin poder llegar hasta aquellas cosas que nos circundan. Seguiremos, pues, admitiendo la actitud hombre corriente, convencido de que todas realidades pueden ser conocidas, además de sentadas. ¿Qué es lo que la mayoría de estambres reconoce, en forma más o menos con- cuando se detienen a reflexionar sobre los más importantes de su vida, como el nacimiento de un hijo, la muerte de un ser querido. etcétera? Generalmente la conclusión simple es que “algo tiene que haber más allá”; y de prolongarse la conversación agregan con seguridad “las cosas tienen que haber sido hechas por alguien, solas no pueden hacerse”. Muchos filósofos o seudo filósofos —adoptando una actitud censurable— desprecian este tipo de reflexiones considerándolas infantiles. La inteligencia del hombre es poderosa —aun en caso de no haber sido suficientemente desarrollada— y sus maneras de captar ciertas verdades no deben ser desechadas tan fácilmente. Pueden estar equivocados los que desprecian. Sabemos que si a este hombre le preguntamos en qué se basa para formular este tipo de afirmaciones no podrá, salvo rara vez, darnos más explicaciones. ¿Es su culpa? Por supuesto que no. Una persona es capaz de captar una verdad sin estar capacitada para desarrollarla, ni para poner al descubierto la fundamentación en la que se sustenta. Y es que la inteligencia humana presenta aspectos inquietantes, aún 110 debidamente reconocidos y analizados. Buena parte de esta falta de atención sobre los mismos se debe a la filosofía originada a partir del Renacimiento, que concentró su estudio sobre el aspecto puramente especulativo, pero encerrando a la inteligencia en su propio ámbito y sin considerarla en su auténtica relación con aquellos seres que la proveen de material para ejercitarse o apoyarse. Nosotros nos proponemos tomar como punto de partida estas afirmaciones que hemos encontrado en muchísimos hombres y ya citadas: “algo debe existir más allá” y “alguien debe haber hecho las cosas”. Sabemos que hay quien asevera con igual seguridad que “sólo existe esta vida y después de muertos tocio se acabó”. El lector podrá preguntarse por qué no partimos de esta otra posición. Estamos simplemente eligiendo una de las dos. Ambas configuran algo que se da en la realidad y no una posición puramente especulativa. Ahora bien, elegimos a aquélla porque encontramos que los partidarios ele esta otra toman el punto de vista de los primeros en lo relacionado con muchos aspectos prácticos importantes de la vida diaria. Recordamos siempre la frase de Dostoievsky: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Nos parece el compendio de una filosofía moral. Si todo es materia y materia ciega, evidentemente es difícil sostener la existencia de principios morales válidos para todas las épocas y todos los hombres. Si la materia es lo único que existe impera necesariamente un férreo determinismo que priva al hombre de su libertad. Sabemos que algunos filósofos —los marxistas por ejemplo— tratan ele defender la libertad humana diciendo que ésta consiste en conocer la necesidad para poder dominarla. Pero no es más que un juego de palabras En realidad, ellos experimentan la libertad en su fuero íntimo pero, como admiten al dogma de la eterna materia en evolución, tratan de sostener que el hombre es libre argumentando que el irresistible automovimiento crea la libertad. Por supuesto que esta aparente libertad no nos libra del rápido determinismo de la evolución. No vemos que quede lugar para la libertad. Se contradicen. Muchos son los individuos honestos, correctos y generosos que piensan sin embargo que luego de esta vida todo acaba para siempre. ¿Por qué son honestos? ¿Por estoicismo? No. Eso queda para la gente muy cultivada. El hombre corriente reúne todas esas cualidades porque su corazón está naturalmente inclinado al bien. Por eso elegimos la primera postura ante la vida: porque nos parece más lógica que la otra y porque ésta se pliega a ella en muchos aspectos importantes, aunque la niegue en sus razonamientos filosóficos.
¿Tiene algún fundamento de orden filosófico la actitud de quienes creen que algo existe más allá y que alguien hace todas las cosas? Y en caso afirmativo, ¿cómo es posible que lo conozcan y estén en poder de la verdad? Para contestar estas preguntas hay que tener presente que la inteligencia puede captar ciertas verdades, en forma extraña poique actúa un poco independientemente del control del hombre. Cuando se intenta comprender una demostración matemática, generalmente el alumno da vueltas en la cabeza el problema, hasta que de pronto advierte que lo ha entendido. No puede explicarse en verdad en qué consiste ese proceso tan íntimo y escondido mediante el cual capta de pronto la solución, la inteligibilidad del problema. Y más extraño aún resulta que puedan aprenderse verdades que llevarían tras de sí razonamientos muchísimo más complicados. Creemos que puede fundamentarse esta actitud, pero para mayor claridad vamos a ponemos en camino desde el comienzo. Quien mejor formulara las llamadas vías hacia la demostración de la existencia de Dios fue Santo Tomás de Aquino, y a él nos remitimos. No se nos acuse de haber resuelto el problema por anticipado. Si tratamos de averiguar el sentido de esa afirmación espontánea del hombre corriente, es porque ya estamos entregados a la reflexión. Y es Santo Tomás el mejor indicado para enseñarnos cómo debemos proceder para guardar nuestro equilibrio de espíritu logrando no caer en ninguna solución hecha de antemano. Tomás de Aquino es un filósofo realista por excelencia, en cuanto es de pura estirpe aristotélica. Sabemos que para este último las cosas existen fuera del ser humano que las piensa. Partiendo de éstas y no del ser propio, es como Tomás de Aquino va a tratar de demostrar si Dios existe. Se ha acusado repetidas veces a los creyentes de adorar un producto de su imaginación. Vamos a exponer las pruebas tomistas a efectos de poder establecer si está debidamente fundamentada aquella postura y si la gente creyente —sépalo o no— se adora a sí misma (como creía Feuerbach).
La METAFÍSICA
Para explicar y desarrollar un pensamiento es necesario contar con el método apropiado. El utilizado por Tomás de Aquino es el metafísico, palabra que despierta de inmediato la idea de encontrarse en un círculo vicioso. Si las pruebas de Tomás de Aquino son metafísicas, es mejor dejar la lectura. Ya sabemos lo que es la metafísica para muchos: un puro juego verbal (idea proveniente de la época de Kant). ¿Cuánto» la conocen verdaderamente entre los que la desprecian? Para salvar al espíritu humano del escepticismo a que los había llevado Hume —quien coronó la corriente psicologista descendiente de Descartes-, Kant decidió sacrificar el conocimiento metafísico a efectos de salvar por lo menos la certeza del conocimiento científico. Pero para ello debió aceptar sólo la validez de la intuición sensible y el método propio de la física. Descartó a priori que la inteligencia pudiese captar algo trascendente a lo puramente sensible. Así la metafísica era dejada a un lado y, desde entonces, se ha considerado propio de oscurantistas todo intento de restaurar el valor de la misma. Sin embargo, aquel que la rechaza, que afirma ser un espíritu abierto a la verdad y antidogmático ¿es en realidad tal como se proclama? Es dable encontrar en las obras de filósofos modernos —y podemos recordar como ejemplos la obra marxista de Konstantinov o, en un punto de vista distinto, la de Bertrand Russell— un concepto totalmente erróneo de lo que es la metafísica tomista. La consideran, o bien simple producto del idealismo, o bien un enlace de conceptos verbales. ¿Es exacta esa visión? Recorriendo la obra de Tomás de Aquino o la de sus comentadores y expositores tradicionales (Cayetano, Juan de Santo Tomás) y modernos (Cilson, Maritain, Garrigou-Lagrange, R. Jolivet y otros) encontramos algo muy distinto. En todas estas obras, sin excepción, se nos dice que el punto de partida es siempre la experiencia sensible. Ésta es la base indispensable de la auténtica metafísica y no constituye un límite o meta de la misma. Parte pues de la realidad que nos rodea. El análisis metafísico puede comenzar tomando en consideración cualquiera de los seres que encontramos en este momento a nuestro alrededor. No podemos negar la legitimidad de este modo de iniciar un camino, sino que, al contrario, es totalmente legal y debe ser admitido y valorado en su real significación. Si nos desconcierta un poco y nos hace dudar de la veracidad de esta afirmación, bastará acceder a las obras que citamos. Vale la pena consultarlas porque a los ojos de mucha gente surgirá un mundo nuevo, la filosofía del cristianismo presentada con un carácter de realidad tal, que transformará todos los puntos de vista hasta entonces aceptados al respecto.
La metafísica no es un simple juego de palabras o de conceptos, como pretenden los materialistas, con una extraña ceguera hacia todo lo que sea de naturaleza inteligible. El mismo J. P. Sartre, a quien no se puede considerar por cierto como simpatizante del cristianismo, ha afirmado que “la metafísica no es una discusión estéril de nociones abstractas que escapan a la experiencia, sino que es un esfuerzo vivo para abrazar desde adentro la condición humana en su totalidad”. [216] También Heidegger ha dicho que “ninguna cuestión metafísica puede ser planeada sin que el cuestionante mismo no sea comprendido en la cuestión”.
La metafísica parte de la realidad, tiene su sustento en la experiencia y esto es lo que valoriza el conocimiento que procura. Sus adversarios sin embargo no quieren reconocerlo. Pero ¿cómo pueden negarlo? La metafísica comienza con la experiencia “intraducible, inenarrable, de la propia nada que constituye nuestro ser” (Heidegger). ¿Por qué tan algo en vez de no haber nada? ¿Por qué existo yo en vez de no existir? Henos aquí con otro gran escollo que el materialismo no puede destruir: el de la existencia, de que las cosas existen. ¿Qué explicación puede darnos el hombre que niega las realidades metafísicas?
La ciencia sólo estudia los seres que como ya existentes, pero, la cuestión de porqué de su existencia, son problemas que nada puede enseñarnos. “La ciencia encuentra génesis dentro del mundo pero el génesis del mundo como un Todo es un problema que no puede resolver y, por otra parte, tampoco le interesa resolverlo para lograr sus fines, los que cumple por otros caminos. La cuestión de la existencia del mundo no podría ser ni siquiera planteada si el mundo colmase por su sola realidad toda nuestra capacidad de conocer.” [217] Decir que el mundo es un todo, una unidad en sí perfecta y que no existe motivo para plantearse la cuestión de su existencia, es cortar el nudo y no desatarlo porque se evidencia a todos y a cada uno de nosotros que el mundo existe y que debe haber alguna razón de su existir. No nos referimos a una razón de orden necesariamente intencional: simplemente establecemos la legitimidad de la pregunta.
Las dificultades que el materialismo dialéctico, si quiere presentarse como un sistema racional y no dogmático, debe analizar, son las que quedan planteadas: los principios usados por la inteligencia y que la preexisten, trascendentes a la materia pues no necesitan de ella; valen y se imponen a nuestra evidencia con entera independencia, sin que se les vincule a ninguna cosa o ser concreto; el sentido de la libertad que trae apareado el de la responsabilidad moral con la escala de valores que ésta comporta; el pensamiento, independiente de la materia en cuanto a su existir, por cuanto aquélla no puede pensarse a sí misma; el hecho innegable y sorprendente de la existencia de seres que por sí mismos nunca podrían haber existido.
Ahora bien, sería absurdo negar que la metafísica pueda ir “más allá” de la experiencia sensible, sin haber escuchado antes los argumentos que se nos brindan. Si nos colocamos en una determinada posición, por ejemplo, la matematizante (como la de los positivistas o la de Bertrand Russell), y aceptamos a priori sólo la validez universal del razonamiento matemático, es lógico rechazar lo que la metafísica pueda decirnos. Pero dicha posición no es una actitud legítima en sí misma ni implica una sana filosofía. No admitimos como tal aquella que se limita y cercena voluntariamente. Creemos que un buen filósofo debe saber escuchar a lodo aquel que sienta el imperio de los problemas fundamentales de la vida.
LA SENDA METAFÍSICA
Tomamos, pues, uno o muchos de los seres con los que nuestros sentidos nos comunican, los cuales ya están en el mundo, ya existen, ya son. Pero advertimos que no son hoy como eran ayer. O no están en el mismo lugar o han cambiado sustancialmente en forma tal que presentan un aspecto muy distinto. Nos dedicamos a observar cómo es que cambian. No vamos a discutir el problema del cambio sino simplemente analizaremos cómo y bajo qué influencia se produce. Y advertimos que siempre aparece un antecedente. El agua se calienta por el fuego, un animal crece porque se alimenta, y así, en todo ejemplo sin excepción, siempre aparece un antecedente que es otro cuerpo —o mejor dicho, agente— que influye sobre éste y lo hace cambiar bajo su acción. Si el agente a su vez es observado como tal, nos hace conocer cómo está bajo la influencia de otro cuerpo o elemento. El fuego puede provenir de la acción de un rayo o del hombre, el alimento del animal es el resultado de una serie de factores como el agua, el sol, etcétera. Si proseguimos así, partiendo de una simple brizna de hierba nos remontaremos hasta las más poderosas fuentes de la energía del universo. ¿Y cuando hayamos llegado allí? Estaremos como al principio porque tampoco habremos encontrado nada capaz de apagar la sed de nuestra inteligencia. Pero volvamos a la metafísica, a la llamada ciencia de las ciencias porque es apta para lograr la verdad por excelencia, o sea, la sabiduría. Aspira a conocer las causas últimas (fundamentales) y los primeros principios (constitutivos) de la realidad. La metafísica es definida como la ciencia del ser en cuanto ser. Esto nos lleva a una digresión, pero sin salir del campo propio de esta ciencia. Cuando nos preguntamos qué es lo primero alcanzado por nuestra inteligencia, podemos contestar: el ser. Y es verdad, pero como nuestra inteligencia humana está ligada en su ejercicio a la materia, lo primero que alcanza es el ser, pero el de las cosas sensibles. La inteligencia en cuanto tal y no como humana sino como entidad pura, tiene por objeto el ser en sí mismo desligado de toda determinación. Pero este ser de las cosas sensibles —que es el que capta en primer lugar nuestra inteligencia— nos llevará hacia aquel otro ser libre de toda determinación. ¿De qué manera? Partiendo de este ser de lo sensible. En cuanto tal, el mismo no queda en lo puramente empírico y material, se remonta por sobre ello, porque una vez que advertimos que todas las cosas “son” ya nos damos cuenta de que no todas “son” de la misma manera. Es evidente que una piedra, una planta, un animal y un ser humano “son”, pero en distinto grado. Hay mucho más ser en un hombre que en un mineral, hay una superioridad de perfección que se refleja en las diferentes propiedades de uno y otro ser. En un primer momento esta captación del ser que está en todas las cosas es confusa. Luego, mediante la separación y supresión de las particularidades individuales, llegamos a establecer el concepto de ser en general. Se consigue abstrayendo el todo de las partes; por ejemplo, el género animal se consigue dejando a un lado las diferencias que existen entre todos los componentes que entran en dicho género. León, perro y hombre son animales. Dejando a un lado sus particularidades, yendo a lo más general, llegamos al concepto de ser. Pero éste se presenta como un cuadro lógico, muy útil pero vacío y sin contenido. Esta objeción ha sido hecha siempre a los metafísicos tomistas por todos aquellos que —como los positivistas, idealistas tipo Kant y marxistas— son decididamente nominalistas y empiristas.
En consecuencia, estas tendencias no son capaces de comprender el segundo tipo de abstracción. La crítica que hacen a ese primer concepto general sería acertada, si los tomistas cifrasen en él todo su sistema para llegar a trascender lo sensible. Pero no es así: ese concepto ni siquiera es considerado metafísico. Está en el límite de serlo, pero no lo es. El segundo tipo de abstracción es el que nos introduce en su área propia. Es la llamada formal y consiste en ir de la materia a la forma o esencia de las cosas, dejando de lado todo lo puramente material. [218] Ya no busca lo que es común a toda una serie de seres sino la inteligibilidad del ser de las cosas. Este concepto de ser que se va elaborando paulatinamente representa al fin el verdadero concepto metafísico de “ser” aplicable a todo cuanto existe en el universo haciendo abstracción de los diversos aspectos con que se presenta, pero que no es, sin embargo, aplicable por igual, sino en forma proporcional. Retomando el ejemplo anterior, el ser del mineral es esencialmente distinto del vegetal, y éste del animal, y este otro del que presenta el ser humano. La diferencia es irreductible. El ser es, pues, análogo, consistiendo esta propiedad en el hecho de que constituye el fundamento de todo lo que existe en el universo, pero en forma proporcional y por tanto no igual. Por eso se dice que el ser no es unívoco, o sea, exactamente igual en cada cosa. La experiencia nos lo enseña claramente sin necesidad de razonamientos. De aquí se deduce legítimamente esa analogía del ser que acabamos de enunciar. Nadie puede negar que todas las cosas son y que son de distinta manera.
Siempre partiendo de la experiencia, podremos establecer cuáles son las propiedades o características que presenta el ser. No basta con quedarse en la posesión de este concepto. Él es la base de todo nuestro conocimiento, pero para poder progresar en el mismo es necesario saber algo más acerca del ser. Cuando estudiamos el problema de la constitución de las cosas, vimos que debe admitirse la existencia de la materia y forma. Pues bien, éstos son dos aspectos del ser. Y para explicar el cambio de las cosas, aceptamos igualmente la realidad de la potencia en las cosas así como el acto al cual pasan siendo esto o aquello, bajo la influencia de una u otra causa. Vemos también a diario que seres anteriormente no existentes aparecen sobre la superficie de la tierra: este niño, aquella planta, etcétera. Los seres de los tres reinos —pero especialmente los del vegetal y animal— presentan a la simple observación una dirección de desarrollo, crecimiento y desaparición perfectamente definidas. Todos estos procesos que observamos permitirán a Tomás de Aquino encontrar los caminos para llegar a demostrar la existencia de Dios.
Pero los que acabamos de citar no son los principales aspectos del ser. Este concepto que, extraído de las existencias que nos rodean, tiene sus leyes constitutivas distintas. Claro está que en su aseidad (intimidad) no se distinguen aunque son verdaderas propiedades que posee. En nuestro intelecto, en cambio, que conoce discursivamente, las separamos para mejor comprender su naturaleza. Lo que resulta inmediatamente es el llamado principio de identidad. El ser es lo que es. Esto significa que el Ser, en el supremo grado de existencia, el Ser en cuanto Ser, en su pureza inteligible, es uno y sin composición. Este principio es a veces enunciado como “A es A”. Esta fórmula es errónea y nada significa a no ser una mera repetición. Nada agrega a nuestro conocimiento. El alcance del principio de referencia es esencialmente existencia, como significando que todo lo que llega a la existencia es lo que la esencia indica que debe ser. Esta esencia ahora existente, es una. Otra manera de enunciarlo es el principio de no contradicción, según el cual no es posible afirmar que “lo que es, no es”, sin caer en el absurdo. [219] No es idéntica la significación de ambos principios en el sentido de que cada uno cumple una misión distinta. Pero en el fondo, y hablando en términos generales, puede considerárselos como dos enunciaciones diversas de una misma realidad. El ser, pues, se presenta como idéntico a sí mismo y de aquí surge su unidad. Otras de sus propiedades son también la verdad y la bondad, llamadas trascendentales, o sea, que se encuentran en todos los seres del universo. Estos términos de unidad, verdad y bondad al igual que el término “ser”, son análogos. Las leyes del ser son varias pero la que ahora nos interesa directamente es la de “razón de ser”, que expresa que “nada existe que no tenga en sí o en otro su razón de ser”. Formas derivadas de esta ley son los principios de causalidad y de finalidad, que gozan también de carácter análogo.
El concepto de ser, sus trascendentales y los principios, han sido extraídos de la realidad. Veremos ahora cómo los aplica Tomás de Aquino al desarrollar sus vías.
HACIA EL SER
Partimos, pues, de la experiencia pero no para quedarnos en lo puramente sensible, con lo cual quedaríamos irremisiblemente limitados a su ámbito. Partimos de lo que consideramos como lo más real: el ser que nuestra inteligencia capta basándose en lo material. Observando la realidad y los principios utilizados espontáneamente por nuestra inteligencia (identidad, no-contradicción, razón de ser, causalidad, finalidad) establecemos sus propiedades: la unidad, la verdad, la bondad. Lo curioso es que aquellos principios son en sí mismos ser, ya que todo lo que existe, es forzosamente ser. Fuera de él, nada es. Es decir que, utilizando al ser, vamos conociéndolo. Es que su riqueza es prácticamente inagotable y si a ello agregamos su analogía, entonces ya nos sumergimos en un océano de inteligibilidad tal, que jamás alcanzaríamos a sondear de no ayudarnos el propio Ser. Todos estos aspectos que el ser nos ofrece, no son establecidos a priori, sino descubiertos por nuestra inteligencia al analizar los distintos problemas que se presentan en la realidad.
La primera de las pruebas de Santo Tomás es la del movimiento, entendiendo por tal no sólo el cambio de lugar sino toda transformación. Se formula así: “Todo lo que se mueve es movido por otro”. En esta prueba —“vía”, como se las llama, en cuanto no tienen pretensión de imponerse como axiomas sino sólo la de mostrar un camino— no se hace otra cosa sino explicitar lo que se considera ya un pensamiento ganado por el hombre.
Ya sabemos que el cambio es la realidad más fácil de admitir luego de la de la existencia de las cosas. Ahora bien, hemos visto que la teoría más plausible para explicarlo es la aristotélico-tomista que nos brinda la solución de la materia prima y la forma para los sustanciales, y la del acto y la potencia para los accidentales. Si bien la potencia es capacidad de llegar a ser esto o aquello, también es pura pasividad y no es capaz por sí misma de pasar el acto. Por esa razón, ninguna cosa puede estar simultáneamente en acto y en potencia en relación con un mismo aspecto. O lo ha alcanzado o no, pero no puede ser y no ser a la vez blanco, por ejemplo. Es ésta una verdad tan evidente que no admite demostración. Ello se debe a que está basada en el principio de no contradicción que asegura que no se puede ser y no ser a un tiempo y bajo el mismo aspecto. Esto demuestra el burdo error en que incurren los marxistas al pretender que lo único existente es la materia y que contiene en sí misma toda la diversidad que luego aparecerá en el universo.
Si la materia no es aún esto o aquello es porque lo tiene en potencia. Pero si la materia es lo único que existía y estaba en potencia ¿quién la hizo pasar al acto?[220] Es importante señalar que la potencia de un cuerpo no puede pasar al acto, si no es movida a ello por un agente exterior. Si un grano de trigo evoluciona es porque tiene la potencia o capacidad He llegar a planta, pero esa potencia sólo pasa al acto (planta) merced a la influencia de las fuerzas físico-químicas que lo rodean (el sol, elementos de la tierra, etcétera). Si el grano de trigo estuviera solo en el universo ¿podría llegar a ser planta? Si nos remontamos en la serie de agentes que hacen pasar una cosa de la potencia al acto, advertiremos que cada uno de estos agentes está, a su vez, en potencia respecto al ejercicio de sus propiedades, exigiendo un agente que los mueva. Si llegamos al que puede considerarse como arquetipo de agente máximo, el sol, comprendemos que éste a su vez necesitará haber sido puesto en acto en sus propiedades caloríficas, luminosas, etcétera. Nada adelantaremos con decir que es posible que exista desde la eternidad. El sol como ser físico, o simplemente como ser, no ofrece las notas indispensables que lo hagan aparecer como dotado de razón suficiente para existir por sí mismo. Ningún ser limitado y finito —como lo son todos los seres sensibles— presenta las notas que caracterizan al Ser como tal: la unidad, la verdad, la bondad. Y podemos agregar la infinitud, la indivisibilidad, la inmovilidad, la necesidad y el orden absolutos. Además, es absurdo sostener que, de probarse que el sol es eterno, se destruiría la prueba metafísica. Simplemente se está confundiendo eternidad con creación. Santo Tomás no sostiene en ningún momento que la materia no pueda ser eterna. El hecho de la existencia del sol o del mundo puede ser admitido desde la eternidad y ello no significará que tengan en sí mismos su razón de existir. Tampoco es una solución aplicar el concepto de evolución porque ésta sólo es una descripción y, como tal, no es explicativa.
Si se intenta probar la evolución por las leyes, cuya existencia admitimos, no se hace más que aceptar el planteo de otro problema: ¿por qué existen estas leyes?, ¿por qué ellas son las que rigen la evolución y no a la inversa? El mundo evoluciona; también podría no haber evolucionado. El problema del origen u ontológico, no debe ser confundido con el cronológico. Es indistinto que la eternidad de la materia sea o no una realidad. No hay nada en ella que autorice a afirmar que se basta a sí misma. Por el contrario, de su análisis se desprende que querer probar todo por ella sola es arrojarse en el absurdo y una verdadera violación de los principios de identidad y no contradicción. Lo más no puede salir de lo menos. Los marxistas lo ven claramente y para subsanar esa falla de los viejos materialistas, dicen que la materia lleva la contradicción en su realidad. Pero esto es un juego de palabras. Si la contradicción es ininteligible, lo mismo puede afirmarse esto que lo contrario y en cualquiera de ambos casos tienen que renunciar a explicar nada. ¿Cómo me convencerán si todo es por esencia contradictorio?
Decir que cada ser que existe tiene por sí su razón de ser carece de sentido. Vemos todos los días cómo desaparecen y se destruyen seres que habíamos visto surgir sobre la tierra. Tampoco tiene valor sostener que el ser necesario será una sustancia común a todos los fenómenos porque esa sustancia estaría sujeta a toda clase de cambio. Queda aún la posición que a veces parece convincente: si bien cada ser es contingente de por sí, el todo que forman y que podemos llamar cosmos, es el verdero ser necesario. En la intimidad del mismo se combinarían todas las cosas y se producirían todos los cambios debido a la interacción de las múltiples causas y leyes en juego. Pero esta deducción es producto puro de la imaginación, tan lamentablemente utilizada a menudo en la consideración de estos problemas. La imaginación nos impide acercarnos a la captación del elemento inteligible, puro e inmaterial, que constituye la base y solución de estas cuestiones y también de la realidad. Por otra parte, no advierten que están reemplazando la hipótesis “Dios” por la hipótesis “mundo”, con la diferencia de que esta última, por estar encerrada —como lo demuestra el análisis de su definición— en la materia y sus propiedades, queda comprendida dentro de los estrechos marcos de la misma, presentando las limitaciones que ya vimos. Si cada ser de por sí es contingente, se evidencia que la colección de todos ellos no podrá dar lugar a un ser necesario. Si agrupamos a mil hombres cojos, no obtendremos un hombre que camine normalmente con las dos piernas. Al reunir a todos los seres contingentes, la imaginación nos representa una sustancia sensible única, en el seno de la cual se formarían algunas cosas, aparecerían en la superficie y luego volverían a su interior. Algo parecido a lo que sucede con una masa de hierro hirviendo, que forma pompas que revientan y desaparecen. Pero esto es engañoso. Ya vimos que es un concepto absurdo y además ininteligible. La teoría tomista está fundada en la inteligencia y en las exigencias de la inteligibilidad (comprensión) que encontramos en nosotros mismos como una consecuencia de lo que observamos en la naturaleza. La teoría marxista o positivista que considera el mundo como un todo cae en un vulgar panteísmo y no puede disolver los absurdos que éste presenta. Si lo único que existe es un todo, ¿cómo harán para explicarnos este sentimiento de individualidad tan arraigado que tenemos? ¿Cómo explicarán, si hay una sola sustancia, la indudable multiplicidad de objetos que existen en el cosmos?, ¿cómo explicarán la libertad humana? [221]
LA TRASCENDENCIA
Si nada puede pasar por sí mismo de la potencia al acto, es necesario que sea otro el que lo haga pasar. Remontándonos en la serie de seres que van haciendo pasar al acto las respectivas potencias, no llegamos a ninguna solución: la serie seguirá hasta el infinito. Entonces ¿hay que aceptar la crítica del principio de causalidad efectuada por Hume, Kant y otros, que reconocen el valor mismo sólo en el orden fenoménico? Entendemos que no. Es preciso distinguir entre la causalidad accidental y la esencial. Aquélla se refiere a la pura sucesión que percibimos en la vida diaria; esta otra, tiene alcance ontológico y hace referencia a la existencia. La causalidad accidental no nos llevará a ningún lado pues está situada en el plano directamente científico que no encuentra más que antecedentes y consecuentes. La esencial tiene relación directa con el Ser y parte de la consideración aislada de cualquiera de los seres individuales, ninguno de los cuales presenta suficiente razón de ser por sí mismo y no dependencia de otro.
El hecho de que el mundo exista o no desde la eternidad no es escollo a la afirmación de que, de todos modos, su existencia, su razón de ser, su raíz, no pueda ser el mundo mismo. Sostener que no se ve la razón de afirmar que debe haber una causa, es incurrir en una confusión. Esta posición equivocada tiene, sin embargo, una explicación. En efecto, la causalidad puede tomarse en un doble sentido: 1) “el científico” que no ve en la realidad mas que una sucesión” de los fenómenos, sin entrar a preguntarse el porqué de que esos fenómenos ocurran: se conforma con saber que dada una causa “X” se producirá indefectiblemente un efecto “Z”; 2) “el metafísico” que establece, basado en los principios que estructuran la realidad, que ningún ser que no es, puede comenzar a ser por sí mismo; o sea, que todo ser que no existe, no puede comenzar a existir por sí mismo. En el supuesto 1) se trata de la causalidad en el mero plano de la experimentación de laboratorio en la que no se entra a considerar el origen de las cosas, y en el supuesto 2), en cambio, se deja de lado el aspecto referente a la utilización práctica de los fenómenos y se investiga la realidad última, el fondo de las cosas. En el ejemplo que se utiliza precedentemente se considera una cadena de seres, desembocando en un ser que originaría a todos los demás. En él juega un papel destructor la imaginación. Uno tiende insensiblemente a imaginarse una serie de anillos hasta llegar, después de haberla remontado, al final de la misma. De esta manera jamás se logrará comprender el sentido metafísico de la causalidad. Tomándola en su sentido científico exclusivamente, es lógico deducir que no hay motivo para afirmar que existe al fin de la serie “algo” que sea el origen de todos los otros eslabones. La ciencia se limita a estudiar lo que cae bajo los sentidos, y le es indiferente —por ser ajeno a sus fines— si la serie tuvo o no principio. Con este solo sentido de la causalidad, la cuestión se plantea solamente en el terreno científico. Su falla consiste en no poder apreciar que hay otras formas de conocimiento, otros grados del saber. Sabemos que ninguno de los anillos de la serie puede haberse originado (dado el ser) a sí mismo. Sabemos también que sólo el Ser, raíz de todo lo existente, ha sido el origen de cada uno de ellos. El ser, como tal, no está al comienzo de la serie.
El Ser es el Principio o fundamento de toda la serie y de cada uno de sus componentes y no sólo del primero porque, en este caso, formaría parte de la serie. No es así. Él está fuera de la serie, por sobre ella, porque es su fuente aunque esté presente sin embargo en forma íntima y misteriosa en cada uno de los seres que creó.
Aquí está en juego la teoría aristotélica del “acto y la potencia”.
Negar el valor del principio de causalidad equivale a violar el de no contradicción pues, en efecto, no otra cosa significa sostener que pueda existir algo que no tenga en sí ni en otro su razón de ser.
Se ha querido destruir esta primera vía de Tomás de Aquino, alegando que el descubrimiento del principio de inercia le quita todo valor. Éste es un enfoque decididamente limitado, consecuencia de la antigua herencia cartesiana. Según este principio, el movimiento local es un estado como el reposo, y un cuerpo en movimiento continuaría indefinidamente moviéndose con la misma velocidad si las resistencias no fueran obstáculo. Pero en nada puede influir este argumento sobre la primera vía.
En la física moderna ha sido puesto en duda el valor de la inercia como fórmula infalible. Por otra parte, es un principio de orden puramente matemático. Admite el movimiento como algo dado y, como buen científico, quien se aferre a él no tendrá en cuenta el problema de su origen. No se explica cómo el cuerpo que ahora consideramos en movimiento, pasó de la potencia a su acto actual de movilidad. Es evidente que el paso de la in-movilidad al movimiento es un devenir y como tal debe ser explicado, pero todo esto queda fuera de consideración para nuestro opositor. Contemplando un aspecto parcial y matematizado, separado de la realidad y en su faz puramente cuantitativa, no se puede objetar una prueba situada en el orden real ontológico metafísico.
Por lo tanto, como el movimiento es una realidad que percibimos, y la aplicación de nuestra inteligencia a la misma nos lleva a encontrarnos con las exigencias de inteligibilidad que surgen de ella y nos obligan a admitir sin lugar a dudas la existencia de un Primer motor inmóvil que comunique el movimiento a todos y cada uno de los restantes cuerpos del universo. Kant ha creído hallar un contrasentido en sostener que un motor inmóvil puede comunicar movimiento. Es que ha entendido en forma totalmente deformada el pensamiento tomista, el cual en realidad afirma que dicho motor primero es inmóvil en el sentido de que es fuente que goza de la plenitud de aquello que comunica a los demás.
No vamos a comentar todas las pruebas porque, en verdad, se dirigen en conjunto al principio de razón de ser, que exige que todo cambio, toda existencia, lodo orden, etcétera, tenga en sí mismo o en otro suficiente razón de ser. Nos interesa considerar en particular Ja tercera de las vías, fundada en el principio de Aristóteles, según el cual no podemos remontarnos al infinito en la serie de las causas. Vimos antes el error de confundir la causalidad accidental con la esencial. Podemos agregar que, contemplando la realidad que nos circunda, encontramos seres que, no teniendo en sí mismos suficiente razón como para existir, como para darse existencia, deben recibirla de otro ser que sea necesario. Es el mismo proceso que siguiera nuestra inteligencia en la primera vía. En ésta, partía del hecho de que hay cambio en la naturaleza; en aquélla de que hay seres que no pueden darse a sí mismos la existencia. La segunda de las vías establece que las causas eficientes, esto es, productoras de efectos, dependen en su totalidad y en su individualidad de una Primera Causa, en sentido ontológico y no cronológico. Se ha querido restar valor a esta prueba argumentando que, si bien los seres individualmente considerados son contingentes, constituyen en su conjunto un todo que se basta a sí mismo. Pero ya hemos visto a qué absurdos conduce esta posición y cómo no resiste el análisis. Es el producto de identificar arbitrariamente la suficiencia del mundo regido por una serie de leyes que la gobiernan con la autosuficiencia que les es dada y que no proviene de su intimidad. Otros tratan de demostrar que —merced a la ley de conservación de la energía— no es ya preciso buscar una causa exterior al mundo. En éstos se halla de inmediato el mal uso de la imaginación: ninguna causa es algo exterior a la realidad: es su sustento y su fundamento pero le es inmanente aunque total y esencialmente diferente, es decir trascendente. Esta ley pierde su valor en el plano científico frente a la ley de entropía-, en el aspecto filosófico, es equivocado aplicar una ley de ese orden a la resolución de problemas filosóficos. Además, repetimos que en todo caso valdría únicamente para el sector del universo en el que nos encontramos, pero es indebido extenderla a la totalidad del mismo. Lo fundamental es que, una vez más, debe advertirse que quienes acuden a ese tipo de argumentación de índole científica, se hallan lejos de captar el sentido metafísico de los principios y como detenidos en el plano puramente empírico. Así, es lógico suponer que nunca podrán comprender la significación profunda de las cinco vías tan estrictamente metafísicas y que pasan de las exigencias de inteligibilidad que encontramos en la afirmación de un Ser superior. Queremos agregar aún una palabra acerca de la interesante opinión de Miguel Federico Sciacca -filósofo italiano de nuestros días—, quien afirma que cuando nuestra mente se aplica a elaborar los hechos sensibles que nuestros sentidos han captado, utiliza desde el comienzo y en forma espontánea una serie de principios (identidad, no contradicción, causalidad, etcétera) de naturaleza inmaterial. Y siendo de valor universal necesario y eterno no pueden provenir de nosotros que somos seres finitos y contingentes, lo cual nos consta por una innegable experiencia íntima. Los tomistas rigurosos expresan que estos principios son abstraídos de las cosas mientras que Sciacca parece asegurar que, si bien no son ideas innatas, se trata de una iluminación del espíritu por el Ser, del cual dependen directamente.
Fuente: Ares Somoza, Paulino: Bertrand Russell, en torno a su filosofía, Eudeba, Bs.As., 1973, p.p. 239-261
NOTAS:
[216] J. P. Sartre, Materialismo y revolución
[217] R. Jolivet, El dios de los filósofos y de los sabios.
[218] No necesita enumeración completa de todos los seres para dar certeza. Basta con que capte la “forma” de uno de ellos. En esto se diferencia de la inducción.
[219] “No puede afirmarse de un ser que sea y no sea, a la vez y bajo el mismo aspecto”.
[220] Para analizar las oscuridades y contradicciones del materialismo dialéctico, véase Ares Somoza, Materialismo dialéctico…
[221] Cabe consignar que están utilizando el concepto de sustancia que tanto atacan cuando lo emplea Santo Tomás.
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