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Víctor Massuh – El populismo

  1. EL POPULISMO

En la Argentina hemos vivido con intensidad el fenómeno del populismo. Tuvo una duración prolongada, no fue un hecho ocasional ni pasajero. Duró todo el tiempo que el general Juan Domingo Perón se mantuviera tanto en el gobierno como en el exilio donde su poder aumentó enormemente: no gobernando, su influencia en la vida argentina fue mayor. No es la primera vez que la ausencia de un líder tiene mayor fuerza que su presencia en la arena política: la lejanía lo preserva de todo desgaste. La leyenda y el inconsciente colectivo comienzan a trabajar en su favor.

Quiere decir que a lo largo de treinta años la comunidad argentina estuvo viviendo un fenómeno —acaso el más importante en lo que va del siglo— que la marcó profundamente y plasmó su fisonomía. Aunque meteórico algunas veces, por su sobredosis de excitación colectiva, el populismo en nuestro país tuvo el arraigo de un sistema. Si no se advierte la importancia de este hecho y se lo desdeña minimizándolo, nunca podremos superarlo del todo conservando sus aspectos positivos y rechazando los negativos.

En marzo de 1976 un movimiento militar puso fin al largo evento populista. Es cierto que el paso decisivo para su terminación fue la muerte de Perón en 1974: lo que vino después sólo fue su descomposición. Desde marzo de 1976 las Fuerzas Armadas asumieron un papel de transición. No representaron un nuevo sistema ni una alternativa del populismo porque su tarea esencial fue instrumental y de emergencia: poner fin a aquella etapa y hacer posible el acceso a un orden democrático. De la fidelidad a esta misión derivaría el mérito de las Fuerzas Armadas; del olvido de estos límites, su irreparable desgaste.

Podemos definir al populismo como la versión muchedumbrizada del pueblo. Es la sacralización del estado de multitud convertido en absoluto, en el valor más alto y, por lo tanto, en criterio de verdad política, económica, estética y cultural. Representa, además, una amalgama de emocionalismo cálido y de fría mecánica ritual. La doctrina no es indispensable para el populismo, puede pasarse sin ella. Pero no puede pasarse sin el rito de las manifestaciones multitudinarias que permiten la explosión y la circulación controladas de grandes caudales de emoción que van a derramarse a los pies del hombre favorecido. Ritualismo y manipulación, fervor religioso y manejo profano, espontaneidad y frío condicionamiento, son extremos que se alían perfectamente en toda operación populista.

En nuestro país fue, además, la expresión de un voluntarismo histórico porque hizo de la voluntad de un hombre el centro de un formidable movimiento de masas y el vértice del destino colectivo. Es preciso no olvidar este aspecto caudillesco del populismo argentino. La figura del líder aparecía como la encarnación del pueblo o como su  intérprete mediúmnico. Una misma substancia unificaba a ambos. Sus adherentes se remitían indistintamente tanto a uno como al otro por considerarlos la fuente común de toda autoridad. Esto hacía que el dirigente populista asignase a las reacciones de la multitud, el carácter de fallos del pueblo y, en consecuencia, una significación decisiva.

Una prueba de lo que acabo de señalar la dio, en su momento, un alto dirigente gremial cuando fue víctima de una “ruidosa silbatina” en un lugar público. Desolado por este veredicto de la muchedumbre, presentó su renuncia. Son comprensibles el estupor y la desmoralización de que dio muestras en el texto de su dimisión, no sólo por el hecho de que quien se había acostumbrado a tener a la multitud de su lado, por vez primera la encontró delante y enfrentándolo. Sino sobre todo, porque para un gremialista formado en la escuela del populismo, un fallo masivo tenía mayor legitimidad que cualquier otra compulsa. Acaso una gritería multitudinaria lo hiriese más que el resultado de una votación adversa. No obstante, fue preciso tranquilizar al gremialista agraviado señalándole que la multitud no es el pueblo, que una silbatina tiene un significado relativo, del mismo modo que una muchedumbre entusiasta dista mucho de ser el desiderátum de la nacionalidad.

Admito que el populismo expresa un modo de espontaneidad popular, pero recordemos que también puede ser una utilización abstracta de esa espontaneidad. Más que con el pueblo, algunas veces tiene que ver con el trabajo de una minoría que maneja un sistema de manipulación de las emociones, tendencias e impulsos gregarios que habitan en todo ser humano. Este trabajo, legítimo o no, puede culminar en la adhesión de una mayoría. Ella no es el pueblo sino una traducción numérica parcial. Pueblo puede ser un hombre aislado, un campesino, un obrero, un artista, un empresario, un militar, que enraizan hondamente en una tierra hecha de tradición, sufrimientos y esperanzas; en ocasiones poco tiene que ver con las reacciones de una multitud.

Siendo la mayoría una parte considerable del pueblo, el populista obra como si representara a su totalidad. El desconocimiento de este matiz lo vuelve compulsivo y soberbio. Afirma enfáticamente que las mayorías nunca se equivocan. Sabemos que esto es una falacia porque ellas se equivocan tanto como las minorías y los individuos. En primer lugar, porque no hay entes humanos infalibles y, en segundo, porque la verdad nada tiene que ver con el número ni se decide por votación o aclamación.

El populismo no apela a la razón sino a las desmesuras del sentimiento. Su emocionalismo excesivo tiñe toda la vida política de una sobreactuación teatral de dudoso gusto: adhesiones estruendosas, gritos de agradecimiento, “solicitadas” grandilocuentes de convicción escasa, falsas desmesuras. Promete lealtades “incondicionales”, da gracias a un funcionario por una común medida de gobierno como si se tratara de un regalo que se otorga desde lo alto, repite un par de slogans hasta las lágrimas o el éxtasis, celebra algunas frases simples pronunciadas por el gobernante como si se trataran de principios filosóficos inamovibles. Exageración por todas partes. Los actos multitudinarios se vuelven ceremonias idolátricas o rememorativas del santoral populista. Cualquier discusión teórica se ve desbaratada por la interposición inesperada de un recuerdo emotivo, la cita de un texto indiscutible, un estribillo cantado, el fervor suscitado por un nombre o la sospecha de haber jurado en vano por él. La razón transita con dificultad en un terreno minado por susceptibilidades dispuestas a estallar en cualquier momento.

Es cierto que todos estos afanes de la piel y del corazón son suscitados por el encuentro de una figura de gran relieve con la multitud. Al comienzo se trata de una emoción espontánea pero que termina dirigida por adláteres y seguidores con mayor o menor eficacia. En este último caso se espera producir una mímica imitativa de lo espontáneo, un estereotipo que sustituyera a la emoción primera. Pero tanto una como otra variedad, terminan forjando estructuras psíquicas que frenan el ejercicio del pensamiento. El desgaste del populismo entraña la promesa de una disminución del emocionalismo y, por lo tanto, la esperanza de un mayor predominio de la inteligencia en la orientación de la vida comunitaria. Pero también el riesgo de debilitar los vínculos de proximidad estrecha entre el estado y la sociedad civil, entre gobernantes y gobernados. Todo enfrentamiento del populismo no debe olvidar que éste responde a un requerimiento emocional ineludible del cuerpo social. Producida su caducidad política, es preciso atender a aquella necesidad con alimentos de la misma naturaleza pero auténticos y de mayor calidad. Es cierto que la sensibilidad puede resultar aletargada luego de la sobredosis populista. Pero el corazón de la multitud no debe quedar largo tiempo vacante.

La inteligencia es como un organismo muy delicado y sensible. Cuando advierte a su alrededor un ambiente demasiado rudo y poco propicio a su desarrollo, se retrae, vegeta, o vuela hacia otras latitudes. El vacío que deja entonces es llenado por el arma intelectual del populismo —la ‘Viveza”— que viene a ser una forma inferior de la inteligencia, una mezcla de habilidad y falta de escrúpulos. La actitud inteligente enfrenta los problemas, la “viveza” tiene el arte de eludirlos y de dar la impresión de haberlos resuelto. La primera no tiene otra fuerza que sí misma, inicia sus pasos con humildad metódica, no sabe cuál será su arribo. La segunda tiene la solución desde el comienzo, apela siempre al criterio de autoridad, no cree en la cultura sino en “la calle” o en la llamada “universidad de la vida”. La primera frecuenta el tono frío de la demostración y no entusiasma, la segunda busca el calor de la asamblea, el atajo de una improvisación o la cita de un versículo sagrado que le permitirán, momentáneamente, salir del paso. Una es solitaria, la otra tiene la adhesión secreta de la multitud. Una propone soluciones simples y de sentido común, la otra complica las soluciones porque no tiene el hábito de enfrentar la realidad: cuando quiere traducirlas en normas y reglamentaciones, genera un pandemónium legal cuya aplicación exige que previamente se instaure una república de ángeles.

Por otro lado, la “viveza” se alía al emocionalismo y produce un tipo de dirigente versátil, con virtudes contradictorias y una notable movilidad del ánimo. En una misma mirada de arrobamiento ante el líder podemos sorprender el brillo de un gesto pícaro y alerta, dominador de las circunstancias. Por la noche nuestro dirigente puede retirarse lleno de fervor por la unidad del movimiento, pero despertar a la mañana siguiente encendido de furia cismática. Desencadena un incendio pero enseguida sale afuera con gesto inocente, a denostar a los responsables. Reclama el aumento de la productividad global, pero es al mismo tiempo el cruzado de las normas permisivas; jura lealtad “incondicional”, pero a renglón seguido pone una condición. Todas estas licencias lógicas, estos saltos de la emoción, esta semántica desprolija, constituyen un gasto suntuario que sólo puede pagar una economía estable. Pero cuando estos caprichos resultan inmoderados o la economía de un país no da más, el populismo muestra su entraña desordenada y la “viveza” no tiene habilidad suficiente para salvarlo.

Siempre se espera que el agotamiento del populismo lleve a una nueva valoración del papel creador del individuo. El populismo desconfía de la singularidad, bloquea las potencias que hacen de cada ser humano un ente único y diferenciado. Un hombre es un ser social, pero también una especie individual y única. En sí lleva el nosotros comunitario, pero también el yo concreto que lo distingue de los demás. Es hombre porque responde a una voluntad de inserción en el todo colectivo, pero mucho más porque acata el imperativo de la diferenciación personal. Al minimizarse esta última dimensión, se degrada y diluye al individuo en la anomia de la multitud o del rebaño. Si quiere seguir siendo hombre debe nutrirse de su soledad, de su iniciativa creadora, ejercitar la voluntad libre, el sentido de la aventura y la búsqueda de la calidad más alta. El individuo crece verdaderamente cuando elige a solas y contra toda determinación exterior, tutorial o gregaria, el camino que lo llevará al encuentro con las cosas, los demás y el mundo. Sólo quien ha sido de ese modo fiel a sí mismo, puede prolongarse saludablemente en el pequeño grupo, el equipo de trabajo o la camaradería de los iguales.

Estas son las virtudes que el populismo desestima a través de una insistente pedagogía colectivista. Recusa todos los valores de la individualidad creadora como una forma de elitismo, egoísmo o indiferencia. Nada más errado, porque es respondiendo a una firme voluntad argentina de diferenciación singular, estilo propio, autonomía, selección cualitativa, autoestima, iniciativa personal y sentido del coraje y la aventura, que el hombre de estas tierras vivió sus hazañas mayores y fundó la grandeza del país. El populismo le infiere un gran daño, al desdeñar estas virtudes en nombre de la primacía de lo colectivo. Frenado por el Estado, condenado por una ética de la cantidad que lo convierte en sospechoso, el individuo se desencanta, pierde fuerzas y termina recostándose en la abulia de la medianía.

El argentino es individualista, y cuando es fiel a esta naturaleza da de sí lo mejor. Si focalizamos su comportamiento aislado, en el círculo de la amistad o del pequeño grupo, vemos que despliega las riquezas de su ingenio, una tristeza que lo vuelca al ensimismamiento sabio, un severo culto de la amistad y del coraje, su rápida simpatía por el perseguido, su generosidad, su tácito reconocimiento de que lo útil no es el valor más alto. Pero cuando se lo convoca a un comportamiento impersonal, masivo o gregario, donde su singularidad queda desdibujada, entonces da de sí lo peor. Cuando el argentino advierte que se minimiza la responsabilidad individual, entonces se entrega a la irresponsabilidad colectiva. El paso del nivel individual al colectivo no es, para él, una continuidad sino una ruptura, un salto cualitativo. Cuando abandona su condición primera es como si cambiara de naturaleza y se produjera una caída.

Como persona singular el argentino sabe enfrentar dificultades, como hombre que se confunde con la masa o             se diluye en la corporación —Estado, sindicato, central empresaria, partido— con frecuencia sólo busca facilidades. Como individuo se apoya en las fuerzas de la inventiva y lo espera todo de sí mismo; en la plaza pública o en la corporación, en cambio, tiende a la dependencia y lo espera todo del líder o de la omnipotencia del Estado.

Hoy vemos que la prédica colectivista que desde distintos núcleos se difundió por todo el país en las últimas décadas, ya consumó su obra. Varias generaciones de argentinos se formaron en un medio cultural y político colectivista. Y durante todo ese tiempo no sólo se distorsionó el sentido genuino de la comunidad sino también el rol del individuo. Se fue formando un individualismo degradado que se identifica con el puro egoísmo, el desprecio elitista del pueblo y la insensibilidad social. Esto fue una desgracia mayúscula. Hay una relación de vasos comunicantes: sólo un pleno desarrollo del individuo hace posible el despliegue de la comunidad, y es la única garantía de que esta última no se confunda con formas gregarias que arrasen con todo. Insisto: el individualismo egoísta e insensible surge con mayor fuerza allí donde se ha instaurado la mentalidad colectivista. Es el momento en que la autonomía creadora del individuo se debilita y, por falta de horizontes, tiende hacia el cinismo utilitario y la persecución hedonista de pequeños fines.

Al minar las bases de una comunidad genuina mediante la pedagogía colectivista, se deformó la naturaleza mejor del hombre argentino. El resultado aún nos toca. Porque lo que vino luego del populismo fue, en parte, la prolongación de ese individualismo egoísta trabajado por la falta de fe en el país, deseoso de abandonarlo o de abrir de par en par y de modo indiscriminado las puertas al extranjero.

Sin embargo, buena parte de la esperanza argentina sigue cifrándose en la valoración del individuo como eje de la voluntad libre, la iniciativa personal, el espíritu de selección y la exigencia cualitativa más alta. Se trata de ese hombre que no espera de su comunidad ni una respuesta positiva ni un acto de reconocimiento para arraigar en su suelo y sentir que allí radica su hogar y su destino.

Recuerdo esa enfermedad que creció en el seno del populismo y se conoció con el nombre de “verticalismo”. En su momento muchos argentinos sentíamos desagrado ante ese vocabulario político. Con todo, la ‘Verticalidad” tuvo sentido cuando en la cúpula del poder se hallaba un gobernante carismático cuya voluntad era obedecida por sus seguidores. Nos gustase o no, existía de hecho. Pero cuando el gobernante desaparece y sus herederos no tienen el mismo resplandor, la “verticalidad” sólo subsiste artificialmente con la ayuda del terror. Es un fenómeno antinatural.

No obstante, en su momento muchos políticos populistas aceptaron el verticalismo, aunque no creyeran en él, como una ficción necesaria para mantener la unidad de un conglomerado en disolución. Pero ya fuese un verticalismo carismático o de ficción, nada justifica la entrega incondicional ni una renuncia a la libertad crítica. Salvo que se tratase de una actitud que confunde la adhesión política con la religiosa, o de una voluntad enferma que reclama una tutoría exterior. Pero en ambos casos – vocación religiosa o voluntad alienada—, estamos ante una conducta que delata retraso, menorvalía e inmadurez.

El “verticalismo” es una categoría genuina del comportamiento militar; su transferencia al campo político no tiene justificación aun cuando se trate de un líder excepcional. Un hábito de obediencia prolongado —no sometido a reglas objetivas como ocurre en el caso del código castrense— tiene efectos paralizantes. Genera seres disminuidos que sustituyen la inteligencia por la “viveza”, confunden las ideas con los sentimientos, y las verdades con las formas simples de la propaganda. Se trata de espíritus desacostumbrados a las prácticas de la razón crítica y la voluntad libre.

¿Y el caso de Perón? ¿Arrastró el colapso del populismo a su Figura máxima? ¿Cómo juzgará la historia a este hombre de quien siempre fui opositor? Es difícil conjeturarlo porque Perón protagonizó un fenómeno para-religioso más que político, representó el modo de religiosidad propio de un pueblo indiferente a la religión como el nuestro. Esta apatía aumentó la entusiasta fe colectiva que creció en torno de su nombre. Fue un verdadero Ersatz. Para una comunidad en la que muchos viven el culto como una práctica formal, la adhesión a un líder carismático se convirtió en la práctica real. De este modo, Perón resultó ser el abanderado de una cruzada, el profeta de una religión vernácula, un mago hacedor de milagros, un ser sobrenatural. De allí la inferioridad de condiciones de sus adversarios que fueron sólo políticos.

¿Pero qué ocurre cuando ese dios ha muerto? Más aun, ¿qué pasa cuando sus seguidores se arrancan los ojos entre sí y disputan su legado para convertirlo en reliquia que explotarán en un templo privado, o echan mano de sus versículos para demostrar que permanecen fieles al dogma? ¿Qué ocurre cuando su doctrina se muestra contradictoria y su movimiento un mercado donde tanto los sinceros como los insinceros agitan sus mercancías como las únicas auténticas?

Con el nombre de Perón es preciso hacer algo que enseña sobradamente la historia de las religiones. Cuando el nombre de Dios aparecía manoseado por los cismas, las discusiones teológicas y el enfrentamiento de las facciones, cuando era traído y llevado por las ortodoxias y las heterodoxias, y su imagen se confundía incluso con la del maligno, en tales momentos surgió el apofatismo, una doctrina que enseñaba que el mayor acto de reverencia a Dios consistía en no nombrarlo. Debía dejar de ser palabra para convertirse en silencio. Debía ser sustraído de la plaza pública. De las teorías dicharacheras, las acciones multitudinarias, y vuelto al santuario secreto de la propia intimidad. Toda mención de su nombre representaba una blasfemia, la intención de utilizarlo. Esta purificación de las palabras, las mentes y los actos, fortalecería la presencia de Dios y no en vano el apofatismo precedió a toda renovación religiosa.

Es preciso hacer lo mismo con el nombre de Perón y su doctrina. Ante el desmesurado manoseo de su legado, el peronismo llegó al punto en que necesita asumir una conciencia apofática. Pienso que la veda política impuesta por el gobierno militar desde 1976, contribuyó a crear esa circunstancia. Pasaron varios años desde entonces, se sucedieron situaciones dolorosas que llevaron a las fuerzas partidistas a la revisión, la autocrítica y el ensimismamiento. Y el nombre de Perón entró en una zona de depuración y silencio. De este modo se contribuyó a limpiar la atmósfera intoxicada de disputas, y su figura podrá, en adelante, obrar calladamente en la intimidad del fervor sincero. En el corazón de cada uno de sus fieles, la imagen del líder puede resucitar convertida en inspiración y esperanza.

Dije que en toda crisis algo termina. Con el fin del populismo se piensa que quizá también haya entrado en crisis la pedagogía colectivista, la “Viveza” como moneda sustitutiva de la inteligencia, la presión compulsiva de la multitud, la ética de la medianía. Que también puedan prevenirse casos de patología social como los de seres insignificantes concentrando un desmesurado poder en sus manos. Tradicionalmente estos personajes no saldrían de las sombras de una marginalidad clandestina; por desgracia el populismo los lleva, muchas veces, a la luz pública e instala en el centro de la escena política de modo tal que por ella transitan no como actores de comparsa sino como héroes.

Pero también algo comienza. Cerrado el interregno militar, esperemos que sea una nueva valoración del individuo entendido como iniciativa, libertad, calidad y selección. Que el pueblo cobre presencia en el seno de partidos políticos democráticos capaces de proyectar una formidable acción educadora de la ciudadanía. Que nuevamente el sentido de la aventura humana no sea asumido por suicidas o asesinos en las montañas o en la selva urbana, sino que se despliegue en los campos de la inteligencia, la industria, la universidad y el trabajo. Y no hay modo de propiciar tal aventura en favor de lo nuevo y contra la repetición y el aburrimiento, sin un respeto por el espíritu de diferenciación individual y selección cualitativa. Ni la cantidad ni la medianía fueron nunca estimulantes del progreso humano. Es preciso redefinir al argentino no desde la óptica de una muchedumbre que alguna vez nos fue favorable, sino según sus virtudes permanentes: las que se connotan cuando lo encaramos uno a uno, en la soledad del café, las aulas, el taller, o en la pequeña camaradería de los iguales. Allí muestra su verdadero rostro, sin la coacción emocional de la multitud o la abstracta de las corporaciones. A partir de una radical toma de conciencia de sí como hombre concreto, singular, único y absoluto, interlocutor directo y sin mediadores de lo universal, del valor más alto, el argentino podrá otra vez acometer grandes empresas y salir por el mundo para dar la mano y no extenderla, como ocurrió algunas veces en actitud mendicante.

 

Fuente: Massuh, Víctor: La Argentina como sentimiento, Sudamericana, Bs.As., 1989, p.p. 80-93




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