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THOMAS MOLNAR – LA SEPARACION DE IGLESIA Y SOCIEDAD

No deja de ser significativo el hecho de que el término “religión” ha visto su empleo notablemente circunscripto. Aparece en discursos y debates solamente cuando se hace referencia, en los Estados Unidos de Norteamérica, al derecho o prohibición constitucional de la enseñanza de religión en la escuela, una cuestión mas bien jurídica y pedagógica que centrada en la religión misma. ¿Por qué ocurre tal cosa incluso entre personas que se consideran a sí mismas como “religiosas”? Sugiero que la razón es que hemos sido hasta tal punto condicionados por la doctrina y la ley que separan la Iglesia y el Estado, que hemos —de un modo inadvertido— relegado la religión: primero, a un área que consideramos “específica”, y luego, a la categoría de un mero grupo de interés dentro del vasto paisaje de la sociedad civil, que es la realidad dominante en nuestra vida como ciudadanos e individuos privados.

He mencionado tres términos que pueden requerir ciertas precisiones en el marco del “modelo” que quiero construir con miras a explicar científicamente el nuevo lugar de la Iglesia en nuestras comunidades nacionales. Desde que tenemos constancias históricas, las únicas dos concentraciones de poder reconocidas, y por tanto institucionalizadas, han sido la Iglesia y el estado. Por cierto que las cortes de justicia son igualmente antiguas, pero usualmente oscilaban entre las otras dos instituciones, cada una de las cuales reclamaba prerrogativas sobre los pronunciamientos de justicia y la definición de culpa o de crimen. Durante la Edad Media existían cortes reales (y feudales) tanto como eclesiásticas, y los poderes temporal y espiritual sostuvieron diversos conflictos tratando de demarcar su autoridad respectiva sobre asuntos a ser traídos a los tribunales de justicia.

Así es que el tercer término, la sociedad civil, requiere más elucidación que los tribunales. Sociedad civil es otro término para describir las transacciones dentro de una sociedad: comercio, agricultura, ganadería, minería, transporte de bienes, navegación, producción y distribución de bienes, actividad bancaria y de compra y venta. Debe notarse que la sociedad civil nunca fue institucionalizada, como lo fueron estado e iglesia; por el contrario, el interés de ésta era influir en las modalidades y movimientos de la sociedad civil, fuera en el consumo de bienes materiales o de ideas dado que el intercambio de bienes intelectuales era parte también de las actividades de la sociedad civil. La sociedad civil se daba por supuesta; se descontaba que obraba en vistas a ganancias, pero sus métodos para obtenerlas, la usura, por ejemplo, estaban restringidos por la iglesia medieval, y, en otros tiempos, el estado anulaba las deudas de los pobres para prevenir levantamientos populares.

A lo largo de todos los siglos el estado y la iglesia fueron las principales concentraciones institucionales de poder, y aunque a menudo chocaban entre sí, en definitiva cooperaban. Cada una prestaba a la otra su propia autoridad, espiritual o temporal, fuera en el antiguo Egipto o en el Occidente medieval. Sus mutuos intereses distaban mucho de ser exclusivamente materiales; era tarea de ambos garantizar un nivel de disciplina cívica y, concomitantemente, un nivel de control moral. En vastas cuestiones públicas usualmente cooperaban, como cuando la Iglesia se apoyaba sobre el “brazo secular“ y el estado mantenía el orden con la ayuda de la autoridad espiritual y moral de la Iglesia. Aun en nuestros días, los partidos comunistas húngaro y polaco cuentan con la iglesia para enseñar los elementos de disciplina moral —e incluso patriótica— que tales partidos saben que su propia ideología es incapaz de hacer valer. Esta cooperación entre estado e iglesia —que no significaba, debe destacarse, que ambas partes no fueran esencialmente libres en sus respectivas áreas de actividad- era tan notoria que historiadores hostiles la llamaron “la alianza del trono y el altar”, una expresión de desprecio, que sugiere una suerte de conspiración contra los ciudadanos. No se trataba de una conspiración, sino sólo una forma de preservar pautas cívicas y morales.

Debido a conflictos ideológicos en una sociedad civil convulsionada, esto es, debido en primer lugar a una doctrina liberal gradualmente triunfante, (“liberal” se emplea aquí en el sentido decimonónico, que hacía gala de las virtudes de la democracia, el pluralismo y el capitalismo), la pasada centuria promulgó la separación de la iglesia y el estado. Mi intención no es hacer un juicio de valor, al menos no en esta instancia, sino solamente llamar la atención sobre la magnitud histórica de este hecho. Dos instituciones que entre ellas determinaron los destinos de las sociedades, desde las tribus de Cromagnon hasta los umbrales de nuestros siglos, dos instituciones a las que Jesucristo dio un nuevo significado (“dad al César y a Dios lo que es suyo”) como distintamente espiritual y distintamente temporal -no interesa ahora que ambas trataran de sobrepasar sus dominios en numerosas ocasiones- fueron casi súbitamente separadas con violencia como una operación quirúrgica separa unos hermanos siameses.

Mi tesis es que ninguna de las dos quería tal separación y, más aún, que no resultaba en beneficio de ninguna. La separación fue deseada y realizada por la sociedad civil que había emergido gradualmente a través de siglos mediante un proceso que puede documentarse perfectamente pero para lo cual no tengo aquí espacio ni oportunidad. No obstante, pueden mencionarse unas pocas causas. En primer lugar, la clase mercantil ascendente no toleraba ya los abusos del estado y las políticas arbitrarias; el lucro se había tornado no solamente respetado, sino que también era visto como una garantía de paz, seguridad y orden; el capital financiero era móvil, por tanto difícil de embargar, mientras que la tierra era blanco fácil para la confiscación; la industria mecanizada multiplicaba el capital y su poder. En el orden intelectual, la clase en ascenso de los philosophes  independientes de patronos y de la iglesia; la naturaleza mecánica de la visión del mundo cartesiana y newtoniana; y el sarcasmo dirigido contra el estado y la iglesia eran elementos congruentes con lo que reconocimos como factores materiales concurrentes a las filosofías del iluminismo, liberalismo y otros movimientos que urgían la necesidad de separar estado e iglesia. La historia es, después de todo, bien conocida; sólo difieren las interpretaciones.

El triunfo de la sociedad civil

La sociedad civil nos circunda ahora y define nuestro medio ambiente material e intelectual exactamente como la Iglesia y la religión y la autoridad del estado definían el medio ambiente siglos atrás. No podemos emancipar nuestras mentalidades y actitudes de las reglas impuestas por la sociedad civil más que los contemporáneos de la sociedad feudal podían emancipar las suyas de las costumbres feudales. Las actitudes sociales no son definidas por la persona, sino que son definidas para esta por una miríada de actos de la vida diaria, y, por encima de esos actos, por las fuerzas históricas que conforman cada época. Algunos podrán, naturalmente, elevarse sobre las conductas y valores vigentes, pero incluso éstos deberán conformarse esencialmente so pena de ostracismo, en el mejor de los casos. Una vez que admitimos que la “edad de la dominación por la sociedad civil” es un período histórico (significando por tal algo no final, permanente ni natural), tal como lo fuera la Roma imperial o las dos centurias de absolutismo real en Occidente más tarde, estamos en condiciones de mirarla como desde afuera, como un objeto de observación y estudio. Bajo un examen tal la sociedad civil aparece, como cualquier otra configuración política, como poseyendo su propia Ideología y su propio programa. La embestida central de la sociedad civil poner su programa e interpretar las fuerzas sociales con arreglo a su propio interés. Para caracterizar en una breve de descripción a la sociedad civil, debemos decir que desconfía de la autoridad y así divide a la sociedad entre grupos de interés, sin importarle si alguno de éstos se vuelve un agresivo grupo de presión, siempre que no se identifique con un dogma trascendente o implique privilegios permanentes para un grupo. El lema es “libertad para todos los grupos”, entre cuyas moderadas colisiones surgirá un vago consenso, si bien constantemente fluctuante.

Esto es por cierto una ilusión, similar a todo presupuesto ideológico que debe poner su programa en un “slogan”, incluso cuando ha dejado de creerse en el mismo. Ninguna sociedad puede ser nunca tan “pluralista” como presumen los liberales, aunque más no fuera porque cada sociedad que alcanza el cénit de su poder debe -y lo hace de hecho- imponer valores y puntos de vista, debe patrocinar un tipo de cultura, y debe definir la moralidad y la conducta. Entretanto, no obstante, la sociedad civil, como cualquier élite dominante y sistema de creencia, pretende asegurar la libertad geométricamente calculada de pensamiento y acción para cada uno de sus grupos miembros.

Entre estos está la Iglesia. La pregunta que nadie se atreve a plantear porque contradiría el dogma liberal y la raison d’etre de la sociedad civil como organizador dominante de la sociedad es: ¿Ha ganado libertad la Iglesia mediante su separación del estado y su aceptación del status de un grupo de interés? Mi respuesta a esta pregunta es un categórico “NO’, y esta respuesta se ve indirectamente apoyada por diversas lamentaciones que se oyen. Una iglesia, esto es, una institución cuyo contenido primario es religión, con una moral y una misión, no puede ser considerada como cualquier otro “grupo de interés”, digamos un grupo de “satanistas”, un grupo de homosexuales, un grupo de hombres de negocios, un grupo de feministas, un grupo de maestros, de trabajadores municipales, comerciantes, o lo que se quiera. El status libre de estos grupos de interés sirvió, de hecho, para la definición del programa de la sociedad civil liberal, aunque este programa significó últimamente la inclusión también de grupos religiosos, tal vez primero que todo. En otras palabras, la Iglesia ha sido constreñida a adecuarse en el programa de la sociedad civil como un grupo igual a todos los otros. Pero desde que este programa es la concreción de una ideología, una ideología con su propia filosofía, código moral y método de pensamiento, la religión que la Iglesia reivindica como su esencia choca necesariamente con la ideología dominante. Permítaseme repetir que esta ideología dominante —a la que a menudo hemos llamado humanismo secular— accede realmente al ser como la oposición a las religiones monoteístas, entre las cuales están las iglesias cristianas. ¿Mediante qué acto de magia podemos llamar a esta religión y a esta ideología compatibles? ¿Mediante qué acto de magia podemos considerar a la sociedad civil un árbitro neutral cuando es, precisamente, juez y parte en cuestiones religiosas?

En este estado de cosas, la iglesia tiene sólo una limitada libertad de acción, y opciones aún más limitadas. La sociedad civil liberal sospechará siempre que la iglesia no está jugando conforme a las reglas de su vocación propia. Un partido político, una de las organizaciones de la sociedad civil y ciertamente no una institución del estado, puede entrar en el camino de las concesiones y los compromisos; una empresa de negocios puede aceptar pagarr impuestos más altos y un cierto recorte de su área de actividad; ninguna iglesia puede aceptar de buena fe la limitación de su misión, de sus esfuerzos apostólicos y de la difusión de su mensaje. De modo que el dilema es serio. SÍ la iglesia se adaptara al status asignado, el de un grupo de interés, diluye su esencia mientras permanece siempre como sospechosa a los ojos de quienes supervisan el autoadjudicado funcionamiento liberal de la sociedad civil (los media, por ejemplo). Si la iglesia enfrenta a la sociedad civil y a las reglas del juego, es inmediatamente acusada de romper el contrato social. Es así una elección entre perder su esencia o perder la autorización para funcionar. La casi obligatoria consecuencia es que la iglesia acepta trabajar a media máquina, por así decirlo; a partir de una presencia vigorosa en doctrina y moral, se ve tentada a enfatizar solamente uno de sus múltiples aspectos, con no mucha diferencia frente a otros agentes sociales, escuelas, hospitales, grupos minoritarios y organizaciones de servicios. Esto forma parte de los deberes de la iglesia, pero es una caricatura de la totalidad del esfuerzo cristiano. Tan pronto como la iglesia sobrepasa la función estrechamente definida -oponiéndose al aborto, a la manipulación biogenética, a la homosexualidad, a las aberraciones morales, etc. — sus así llamadas socios, los otros grupos de interés, lo denuncian en términos violentos, con poderosos políticos que se hacen eco de tales denuncias. Mientras tanto la sociedad civil liberal instruye a sus legisladores y jueces para inclinarlos en favor de aquellos grupos de presión cuyos presupuestos, libertad absoluta y normas humanistas secularizadas, coinciden con los que aquélla tácitamente sostiene.

 

La separación de la iglesia y la sociedad

Vuelvo ahora a nuestro título. La triunfante sociedad civil logró rápidamente cumplir la mitad de su programa, la separación de la iglesia y el estado; trabaja ahora, con notable éxito, sobre la otra mitad, la separación de la iglesia y la sociedad. La meta es debilitar los compromisos fuertes – excepto con el dogma liberal y con un humanismo que puede ser definido y redefinido según la necesidad. ¿Quién hubiera imaginado que cuando la libertad se comprendía como compatible sólo con la dignidad y la buena moral (el significado tradicional), se preparaba otra definición según la cual la libertad es compatible con la abyección moral? Básicamente, uno no debería sorprenderse de que una sociedad sin religión, esto es, una sociedad en la que la religión es relegada al status de un grupo de interés y por tanto marginalizada, redefina su ideología según la presión más fuerte de sus grupos radicales. Esta es la definición de la “separación de la iglesia y la sociedad”. En los países comunistas esta separación se lleva a cabo por medios brutales, incluyendo la clausura de las iglesias: las sociedades liberales operan más sutilmente, abren de facto y de jure  casas de baños para homosexuales al lado de la iglesia. ¿Acaso no son ambos grupos de interés?

 

Recuperar influencia para la iglesia

De modo inevitable vienen a la mente dos preguntas, preguntas que permanecen en el ámbito de esta indagación. ¿Debe la sociedad civil por definición seguir siendo liberal, con el programa ya delineado? ¿Existen, mientras tanto, caminos para influir y cambiar sus políticas, al menos en algunos temas, como el de la enseñanza de religión en las escuelas?

El contenido liberal de la sociedad civil no es el resultado de una conspiración o de un descarrilamiento histórico. Es el producto de siglos, una reacción al monopolio del poder del estado y la iglesia gradualmente quebrado y reemplazado por el monopolio del poder de la ideología liberal. Nosotros no debemos tratar de modificar rápidamente esto; primero debemos comprender sus orígenes y mecanismos operativos. En otras palabras, debemos aprehender el hecho de que con el triunfo del liberalismo la historia no ha terminado, y que vivimos uno de sus períodos, también destinado a pasar. Esto no significa que será reemplazado por algo mejor; tal vez haya un tiempo en el que nuestros descendientes pensarán con nostalgia en la relativa tolerancia del liberalismo.

Es mas sencillo especular sobre las formas en que podemos influir sobre la cuestión que tenemos entre manos, esto es la creciente posición de privilegio del humanismo secular como la “religión” de la sociedad civil, tal como están las cosas. Nuestro propio programa debería ser el fortalecimiento de los grupos de interés que el liberalismo deja deliberadamente en una condición débil: organizaciones serias relacionadas con la iglesia, escuelas que toman en serio sus deberes morales y culturales. Donde se dan tales situaciones, como en el reciente caso de  los textos escolares en Alabama, se debe presionar enfatizando el vínculo entre religión y enseñanza. El clima cultural favorece claramente el humanismo secular, pero tal clima cultural no es algo caído del cielo; en el fruto que varias ideologías afines han producido en un proceso secular. Revertirlo no es una empresa sobrehumana, puesto que su poder presente se ha también materializado mediante la suerte de presión permanente que deberíamos aplicar ahora.

Puesto que estamos tratando de cuestiones intelectuales, concluiré abogando a favor de un método intelectual para fortalecer estas contra-presiones. Aquellos en el poder, sea que el poder pertenezca al estado, la iglesia o la sociedad civil, logran su posición mediante la posesión, a menudo monopólica, del vocabulario público que el resto de la sociedad adopta automáticamente y aun inconscientemente. Hoy, el vocabulario público está formado, acondicionado e impuesto por los media, las universidades y por los burócratas de la “industria del conocimiento”. La apropiada consideración de este grupo de poder que controla  nuestro lenguaje, y mediante el lenguaje nuestros pensamientos requeriría un estudio especial y de gran extensión. Pero aún sin tal estudio nos percatamos de su influencia y de los estragos que provoca. La tarea es, por tanto, la elaboración y el uso deliberado de otro vocabulario público, el de la religión, la tradición y la cultura. No reducido a slogans, sino un lenguaje nutrido por la historia, la ciencia y las artes. Concretamente: educar una generación que rechace la terminología del humanismo secular, y por tanto el programa ideológico liberal. En el curso de un proceso tal, la vinculación de la religión con la enseñanza se tornaría algo normal, para cuya justificación no deberíamos correr frente a los tribunales, aguardando veredictos desfavorables. Es un proceso largo, pero digno de nuestros mejores esfuerzos.

 

THOMAS MOLNAR

Fuente: Molnar, Thomas, La separación de la iglesia y el estado en revista Gladius, N°18, AÑO 6, Bs.As.




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