Mónica Quijada – Manuel Gálvez 60 años de pensamiento nacionalista

Mónica Quijada – Manuel Gálvez 60 años de pensamiento nacionalista

II

EL RECLAMO DEL ORDEN NUEVO

Situación nacional y tendencias de la época

Cuando en 1916 Hipólito Yrigoyen gana las elecciones presidenciales, las estructuras que venían funcionando desde 1880 habían alcanzado un grado considerable de consolidación.

A pesar de los temores que despierta, el nuevo gobierno no formula objeciones de fondo que impliquen rupturas en la estructura económico-social de la nación. La aspiración del radicalismo de convertirse en un gran movimiento que nucleara a todos los elementos deseosos de una reparación de carácter ético-institucional[1] se tradujo en una gran vaguedad programática. La heterogeneidad de intereses y compromisos de clase de tales elementos, provenientes de la clase media y media baja urbana, colonos santafecinos, ganaderos pequeños y medianos de la provincia de Buenos Aires y Córdoba, viticultores y cañeros[2] e incluso algunos miembros de la vieja oligarquía terrateniente, limitó todo planteo que implicará cambios profundos en el orden establecido.

Sin embargo, a pesar de que las fuentes del poder económico permanecieron en las manos de siempre, se produjo una irrupción procedente de los estratos mencionados en los cargos administrativos antes reservados a los vástagos de las familias distinguidas. De hecho, a partir de 1916 la práctica política se convierte en un medio de movilización social[3]. Otro canal de ascenso social sigue siendo la rama secundaria de la producción, que recibe un enérgico impulso durante la primera guerra mundial al amparo de las restricciones que este conflicto provoca en el comercio internacional. La demanda de productos manufacturados no podía ser satisfecha por los países europeos, debido a la focalización preferente de su capacidad productiva hacia las exigencias bélicas y a las limitaciones que la guerra submarina imponía a los transportes por mar[4]. En este contexto, la industria experimenta una transformación paulatina, los talleres se expanden, se aplican métodos de trabajo en serie más modernos y los propietarios desarrollan comportamientos que les van asemejando al industrial contemporáneo[5]. Por otra parte, muchos antiguos obreros lograron, gracias a la bonanza económica que la guerra supuso en ciertos rubros, sustraerse al trabajo por cuenta ajena y hasta contratar asalariados a su servicio. En términos globales puede decirse que el ascenso general de las clases medias se hizo muy notorio hacia el final de la primera guerra mundial, y su trascendencia económica, social y política tuvo vastos alcances.[6]

La clase media se identificó generalmente con el nuevo gobierno. No así la clase obrera, que permaneció enrolada en el movimiento anarquista y el Partido Socialista, así como en la nueva organización surgida a partir de una escisión de este último en 1918, el Partido Socialista Internacional, que en 1921 cambió su nombre por el de Partido Comunista Argentino al adherirse a la Tercera Internacional. Sólo se vincularon al radicalismo de Hipólito Yrigoyen algunos grupos reducidos de mano de obra calificada.

En 1918, y con el apoyo decidido del gobierno radical, se lleva a cabo la Reforma Universitaria, movimiento espontáneo que tenía entre otros fines, los de democratizar la vida universitaria, modernizar y nacionalizar los programas de estudio, eliminar de las facultades los miembros conservadores e incompetentes, alcanzar la autonomía y dar mayor participación al estudiantado en el gobierno de la universidad. La Reforma permitió el acceso a los estudios superiores de elementos provenientes de sectores sociales antes marginados de la misma. En los años subsiguientes egresaron de los claustros, en proporción notoria y creciente, profesionales, técnicos y docentes provenientes de la clase media y, en mucha menor medida, de la clase obrera calificada[7].

La expansión de la industria y de la urbanización, unidas a los efectos negativos de la guerra, como la inflación (que alcanzó al 100% durante el conflicto) y la escasez provocada en algunos rubros por la reducción en las importaciones, dieron lugar a la multiplicación de los problemas sociales y laborales, a los que coadyuvó la influencia ideológica de la Revolución Rusa. En 1919, el período de mayor conflictividad en los treinta primeros años del siglo, se produjeron numerosas huelgas en las que participaron centenares de miles de obreros.

La política social de Yrigoyen, de corte humanitario, promovió una legislación protectora del trabajador manual, del agricultor arrendatario y del pequeño propietario de la clase media urbana. Sin embargo, los conflictos obreros y las huelgas de la Patagonia dieron lugar a actos represivos de gran violencia y de carácter sangriento en los que, además de la fuerza pública y el Ejército, tomaron parte bandas particulares organizadas por los patrones, que actuaron en las calles con total impunidad[8]. Dichas jornadas recibieron el justificado nombre de “Semana Trágica”.

Las medidas económicas no introdujeron modificaciones en el orden existente; se practicó una muy vacilante política de Fomento a la industria; durante ese período se produjo la consolidación del capital de origen estadounidense[9] y tuvo lugar una acentuación de la dependencia respecto de Gran Bretaña.

A pesar de la clara inexistencia de un trastorno estructural, el incremento de la movilidad social, la conflictividad obrera atribuida por los sectores conservadores a la influencia externa, la agitación en la universidad y, en conjunto, el apoyo de una masa popular, numéricamente importante, al gobierno de Yrigoyen, plantearon una actuación global que fue percibida con rechazo y temor por la antigua clase dirigente y por las capas medias que detentaban posturas conservadoras afines. Tales elementos identificaron lo que ellos consideraban una grave situación sociopolítica con la existencia de una enfermedad genérica e inevitable provocada por una forma de organización política: la democracia.

Llegados a este punto, es inevitable desviar la mirada del estrecho límite de las fronteras nacionales y observar lo que estaba ocurriendo en ese periodo en otros lugares del mundo, donde se desarrollaban procesos de inevitable repercusión en la Argentina.

La conjunción de la primera guerra mundial y sus consecuencias sobre los años de posguerra con la revolución bolchevique triunfante en Rusia, hubo de crear espacio para el surgimiento de un fenómeno político que se expandió con fuerza creciente durante la década de los veinte, para llegar a su apogeo en los treinta: el fascismo.

Las distintas formas que revistió esta tendencia según la localización, confluyen en una serie de coincidencias ideológicas: “…el principio de dirigismo y la voluntad de un “mundo nuevo”, la inclinación a la fuerza y el pathos de la juventud, la conciencia de élite y la influencia sobre las masas, el fuego revolucionario y el culto a la tradición”[10]. Y, “last but not least”, estos movimientos se erigieron en campeones de la lucha contra el socialismo, en alza durante los primeros años de la posguerra. Expresaban, en general, una creciente desconfianza en la política de partidos y la democracia representativa y un incremento de la fe en la capacidad regeneracionista de los sistemas totalitarios, y, especialmente, de las fuerzas armadas.

La Argentina, donde las ideas precursoras de Maurras y la Action Française, así como las de otros pensadores de la misma cuerda como Barrés y Eugenio d’Ors, habían calado hondo en ciertos grupos, era campo abonado para que prendiera la influencia de tendencias que ya no eran sólo doctrinas sino movimientos ascendentes y, en algún caso, instaladas en el poder. Sobre todo, si se toma en cuenta la intranquilidad que despertaba en esos grupos la situación de fermento social que vivía el país desde hacía varios años.

En segundo lugar, la Argentina pertenecía a un continente y en América Latina se venía expandiendo, a partir de la Revolución Mexicana, una ola de sentimientos nacionalistas y de reafirmación de la identidad que se perfiló con fuerza en algunos países, como en el Perú, con el APRA, o en Brasil donde cristaliza a partir de 1930 en el movimiento liderado por Getulio Vargas. Si bien este tipo de nacionalismo popular[11] no fructificaría en la Argentina hasta la década del cuarenta, uno de sus principales componentes, el antiimperialismo, estaba latente (en distintas dosis según los casos individuales) en la ideología nacionalista de corte integrista que, en distintas vertientes, surge en este país en los años veinte y se consolida en la década siguiente.

Los precursores

A principios de la década de los veinte, el nacionalismo constituía en la Argentina poco más que una “moda intelectual”, promovida básicamente por la ansiedad que había provocado en las clases establecidas el estallido de las revoluciones mexicana y rusa, la inquietud ante el proceso de agitación social interna y la influencia de algunos pensadores extranjeros. Durante los años de la Gran Guerra se formaron algunos grupos de ciudadanos “respetables”, en orden a la defensa frente a la “amenaza maximalista”. El más importante de ellos fue la Liga Patriótica Argentina, que tuvo una actuación de carácter paramilitar durante los sucesos de la Semana Trágica de 1919.

Por la misma época, un escritor de gran prestigio, aunque muy discutido tanto por su estilo literario como por sus vuelcos ideológicos, Leopoldo Lugones[12], comenzaba a expresar opiniones críticas con respecto al proceso que se estaba desarrollando en la Argentina donde el pueblo, según él, “estaba envilecido por el lucro y ebrio con esa triste libertad electoral que goza en el cuarto oscuro”[13]. Es la expresión de un pensamiento precursor que desarrollaría en los años subsiguientes. En 1923, la Liga Patriótica Argentina y el Círculo Tradición Argentina patrocinan una serie de discursos pronunciados por Lugones. Este clama contra el peligro que supone “una masa extranjera, disconforme y hostil”, que tiene como objetivo desatar una guerra civil como prolegómeno a la revolución social. En diciembre de 1924 acompaña al Ministro de Guerra, General Agustín P. Justo, en una misión oficial al Perú con motivo del aniversario de la batalla de Ayacucho. En esa ocasión, anuncia Lugones en una arenga pública que había llegado “la hora de la espada”. El desorden y la frustración, productos de la democracia y la demagogia, debían ser corregidos por una organización montada de acuerdo con líneas jerárquicas cuya realización sólo podía ser obra del Ejército. En los años posteriores, y hasta 1930, Lugones siguió expresando sus opiniones desde el periódico La Nación[14]. Las líneas directrices de su pensamiento fueron la supresión del sufragio universal, la democracia parlamentaria y los políticos profesionales, y el advenimiento de un sistema autoritario y vagamente corporativo[15]. Actualmente hay consenso en considerar a Lugones como el precursor del nacionalismo argentino de derecha. Con toda seguridad, fue muy grande la influencia que este escritor ejerció sobre el pensamiento de cierto sector de la élite que participaba de sus inquietudes.

Mientras Lugones lanzaba sus invectivas desde la tribuna de La Nación, un grupo de escritores jóvenes se reunía para discutir sobre sus ideas. No eran muchos, posiblemente no pasaran de diez, pero constituyeron la base del futuro nacionalismo de corte derechista. Los más conspicuos eran los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, Ernesto Palacio, Juan A. Carulla y César E. Pico.

El 1° de Diciembre de 1927, estos jóvenes publican el primer número de un bisemanario, La Nueva República, que se constituiría en importante tribuna de esta nueva corriente de opinión. El editorial [16], escrito por los hermanos Irazusta, intentaba dar los lineamientos de las ideas que sustentaban. Comenzaba exponiendo la profunda crisis en que, según sus autores, se hallaba inmersa la Argentina. Cuarenta años de desorientación espiritual, sostenían, habían producido en las clases dirigentes el más grande caos de doctrinas e ideologías. Más tarde, quince años de demagogia (es decir, desde que se promulgara la Ley Sáenz Peña) habían bastado para desquiciar todos los organismos del Estado y para establecer entre éste y el país un nuevo estrato, el de los partidos políticos, constituido por los usufructuarios del poder.

Como vemos, no sólo criticaban estos jóvenes la instauración de la democracia de masas, sino lo que hasta ese momento rara vez había sido puesto en entredicho: el aparato doctrinario del proyecto liberal del 80, constructor de la Argentina moderna.

Ante esta situación era necesario reaccionar, y los ideólogos de La Nueva República proponían como primera medida la consecución de una campaña de “dignificación social” y la depuración de todos los elementos contrarios a la unidad espiritual. Esta última se conseguiría mediante una única herramienta, la Iglesia Católica, hasta entonces marginada en el orden natural, tanto por los responsables de la creación de un orden nacional como por la acción de una “terca e insidiosa propaganda anticatólica subvencionada por el extranjero”. En este punto diferían sustancialmente de Lugones, quien mantenía un anticlericalismo visceral.

La posición sustentada por La Nueva República era republicana, pero no democrática. Rendían homenaje a la Constitución de 1853, cuto prolongado mantenimiento como base fundamental del Estado probaba su solidez, pero criticaban duramente al sistema democrático instaurado por la Ley Sáenz Peña.

Manifestaban, por último, un tímido atisbo de nacionalismo económico, al expresar que las industrias soportaban el enorme tributo del capital extranjero que regía las transacciones por medio de los frigoríficos y de las grandes firmas acopiadoras de grano. Denunciaban que el sistema económico estaba en profunda crisis y que el régimen financiero del Estado, formado en la época de gran desarrollo comercial, era ya inepto para proteger el régimen de producción. Concluían aventurando la profecía de que la gran ilusión de la riqueza inagotable acarrearía al país, en un futuro no muy lejano, un grave desengaño cuyas consecuencias podían ser fatales.

Los jóvenes de La Nueva República coincidían con Lugones, por lo tanto, en su profunda repulsa del radicalismo yrigoyenista y su conductor, y en el rechazo de las formas democráticas y parlamentarias. Eran, además, antiliberales y señalaban que el catolicismo debería constituirse en factor esencial de la nueva ideología. Esto conduciría poco tiempo después a la formulación de la necesidad de una estrecha alianza entre la Iglesia y el Estado. Propugnaban, por fin, un republicanismo de corte elitista o, incluso, formas totalitarias de gobierno, según se desprende en otros artículos de la aprobación y aún admiración manifestada por los regímenes de Mussolini en Italia y del general Primo de Rivera en España, cuyos logros señalaban. En repetidas oportunidades indicaron, además, que la Argentina necesitaba un gobierno fuerte que fuera capaz de garantizar el establecimiento de la jerarquía y el orden. Sin embargo, cuando el 20 de octubre de 1928 publicaron lo que ellos llamaban su programa de gobierno, no exigían el fin del sistema representativo sino reformas electorales que privaran del voto a los ciudadanos naturalizados, una política inmigratoria seleccionada y otras medidas que, en su conjunto, no habrían sido suficiente para introducir un cambio radical en la estructura política argentina.[17]

La principal influencia extranjera que actuaba sobre los jóvenes de La Nueva República era la de Charles Maurras. Este pensador francés había recogido toda la corriente de pensamiento contrarrevolucionario desde 1789, y la había transformado y configurado aplicándola a su época. Entre dichos precursores, e incluso contemporáneos de Maurras, figuraban algunos escritores que habían sido ya muy leídos en los círculos intelectuales argentinos de la preguerra, como Renan, Taine y Barrés.

Las ideas de Maurras no podían dejar de ejercer influencia sobre nuestros nacionalistas ya que, de una parte, venían sacralizadas por el prestigio que tenían en su propio país[18] (y las ideas procedentes de Francia siempre habían dejado impronta en los círculos intelectuales argentinos) y, de otra, los enemigos que señalaba el pensador francés creaban fáciles identificaciones en estos jóvenes: liberalismo, democracia, anarquismo y comunismo, considerados todos como diversas acuñaciones de la misma idea revolucionaria[19].

La postura más notoria de Maurras y la que mayor influencia ejerció es su crítica a la democracia, a la que consideraba no una forma de gobierno sino un tipo de anarquía. Para la Action Française la democracia era una “conjura constante contra el bien público”, en tanto “el dominio de la suma de la espontaneidad individual significa la paralización de la espontaneidad del bien común (…); la democracia es la gran creadora, incitadora, provocadora de este movimiento colectivo que se llama lucha de clases”[20]. Este pensamiento no podía dejar de despertar simpatías entre los escritores de La Nueva República, quienes lo encontraban idealmente aplicable a las circunstancias nacionales.

Finalmente, Maurras llamaba a la acción de una élite, constituida por una alianza entre los oficiales y la intelectualidad nacional[21]; esta élite debía guiar a la masa, que siempre sigue a “los mejores”.

Ciertamente, nadie pensó en aplicar a la Argentina la concepción monárquica de Maurras, pero sí su “llamada al caudillo”: “Nos falta el hombre que lleve el timón; nos falta el hombre y nada más”[22]. En conjunto, renegaba de la Revolución Francesa y de los acontecimientos y fuerzas que ésta había desencadenado, y reivindicaba el Ancien Régime como baluarte de la virilidad[23].

Veamos ahora cuál es la ideología de La Nueva Re pública, elaborada por Ernesto Palacio y publicada en el N° 34 de la revista, de fecha 29 de agosto de 1929. El nacionalismo, según Palacio, se fundamentaba en tres principios básicos: orden, jerarquía y autoridad; constituía el renacimiento de una tradición cultural y política, interrumpida por la Revolución Francesa[24]. El nacionalismo no se dirigía al pueblo sino a una “minoría inteligente”, consciente de los males desatados por la democracia[25], en especial las orgías sangrientas de México y Rusia. Dicha minoría tenía un destino que cumplir. La empresa no podría fracasar porque el pueblo siempre acepta lo que le es impuesto[26].

Si Maurras quería un Monk que diera a Francia un Rey, los nacionalistas argentinos comienzan a pensar en un Monk que se erija a sí mismo en caudillo. Por fin, así como los maurrasianos piensan en la Francia del Antiguo Régimen, los escritores de La Nueva República van a volver sus ojos hacia la Argentina de Rosas. Si a Maurras no le complacía la Francia contemporánea, tampoco gusta a nuestros jóvenes la Argentina actual, con sus inmigrantes, sus fábricas y sus advenedizos ocupando cargos públicos, y reivindicarán la Argentina tradicional y patriarcal de las costumbres gauchescas. Puntualicemos, sin embargo, que ello no se producirá de manera consciente y coherente hasta ya entrada la siguiente década.

Entretanto, ¿qué ha sido de Manuel Gálvez?

En 1919 había publicado una novela, Nacha Regules, que causó gran revuelo en Buenos Aires por su tema: la vida de las mujeres “descarriadas” en la que daba rienda suelta a su mesianismo y a las inquietudes sociales que había puesto de manifiesto en su tesis universitaria. Tiempo después comienza su vinculación con el grupo de nacionalistas precursores que fundaría La Nueva República. Por ese tiempo, cuenta Gálvez, ninguno de ellos se llamaba a si mismo nacionalista. Eran simplemente antiliberales y antidemócratas, aunque esta última posición nuestro escritor la profesaba en menor grado que sus compañeros. Con respecto a la democracia, la postura de Gálvez es fluctuante: partiendo de la actitud elitista que sustentara en las dos primeras décadas del siglo, alcanzará su punto de mayor rechazo en la década de los treinta. En los años que estamos tratando es vacilante debido a sus indecisas posiciones frente al radicalismo y al finalizar la época peronista, como veremos, la reivindicará.

Con Lugones había más disputas que convergencias. Además de diferencias y malentendidos de origen literario, muchas de las posturas del autor de La Guerra Gaucha merecían el repudio de Gálvez: su anglofilia y yancofilia, el odio a España; el violento anticlericalismo, su pertenencia a la masonería. En 1924 Lugones era, según nuestro escritor, “sólo militarista y dictatorialista, sin que le quitasen el sueño los ideales de la recuperación nacional y la integridad de nuestra soberanía”[27].

Los jóvenes de La Nueva República admiraban a Gálvez y le consideraban un precursor por la ideas expuestas en varias obras, principalmente en El Diario de Gabriel Quiroga. Gálvez compartía con ellos la aspiración al orden y a la jerarquía (trastornados por el “demoliberalismo”), al predominio de los valores espirituales y a que se le diese a la Iglesia el lugar que, según ellos, le correspondía[28]. También coincidían en el rechazo por la revolución rusa (que en un primer momento, como tantos de sus compañeros de generación, Gálvez había admirado) y la revolución mexicana[29]. Es interesante la impresión que le merecen los dirigentes de esta última, vistos en una fotografía: “una docena de forajidos de rostros patibularios y expresiones repugnantes”[30]. Asimismo, rechazaban tajantemente la Reforma Universitaria que trastornaba la jerarquía y el orden[31].

El encuentro de Gálvez con la obra de Maurras no se debe a indicación de sus amigos, sino a un viaje a Atenas que realiza en 1925. El contacto con las viejas ruinas le convierte en un apasionado de las cosas griegas, y bajo ese influjo lee el libro Anthinea, del pensador francés. Ello le conduce a leer otras obras de ese escritor, adquiriendo un contacto profundo con sus ideas.

Gálvez colaboró en La Nueva República sólo en dos oportunidades, posiblemente porque prefería exponer sus ideas nacionalistas en la revista católica Criterio. Sin embargo, es indudable la importancia que tuvo el contacto con los jóvenes que la publicaban en el desarrollo del credo nacionalista del escritor. En uno de los artículos mencionados describía la difusión de las “nuevas ideas” en el mundo intelectual porteño del momento: “Ahora los grandes nombres de la literatura han dejado de creer en la democracia, en el sufragio libre y en el parlamentarismo; y lo mejor de la juventud intelectual es católico militante”. Y renegaba del ambiente intelectual, liberal y anarquizante, de veinte años atrás, en el que él mismo se había formado: “Pobres diablos sin talento, sin cultura y sin espíritu (…) atiborrados de Spencer y de mala literatura, enfermos de ideologías humanitarias…”[32]

Gálvez manifestó años más tarde que La Nueva República había realizado una gran obra “de higiene moral” por sus ataques contra la literatura y la política liberales. Sin embargo, en la época que nos ocupa tenía algunas divergencias con sus redactores: éstos atacaban por igual a todas las agrupaciones políticas, mientras que el autor de El solar de la raza estimaba que, siendo sus ideas por el momento irrealizables, podían los nacionalistas militar en otros partidos (excepto en el P. Socialista, por sus posturas materialistas y anticlericales). Por otra parte, los escritores de La Nueva República miraban a los yanquis y a su influencia en América Latina con cierta simpatía, ya que las posturas antiimperialistas de estos jóvenes se focalizaban en la Gran Bretaña, e incluso muy incipientemente. Gálvez, por el contrario y como ya se ha visto, había manifestado desconfianza y antipatía hacia los Estados Unidos desde fecha temprana, y siempre mantuvo una posición firme al respecto. Años después, evaluó Gálvez a los jóvenes de la revista sólo como precursores del auténtico nacionalismo que surgiría en los años treinta, considerando el ideario de aquellos incompleto por no figurar entre sus puntos la justicia social ni la recuperación de la soberanía.

Finalmente, mientras Palacio y sus compañeros consideraban que la Unión Cívica Radical practicaba una política de pura demagogia y combatían violentamente a Yrigoyen, el escritor santafecino tenía ideas muy poco firmes en dicho terreno y más bien se iba inclinando paulatinamente hacia una postura de simpatía, aunque crítica.

Debe tenerse en cuenta que GáJvez, aunque declaradamente nacionalista desde un punto de vista teórico e intelectual, nunca sería un militante y mantendría siempre una posición ideológicamente independiente y crítica, prescindente de toda clase de encuadramientos.

 

Nacionalismo y democracia popular

Desde muy temprano y durante toda su vida Gálvez mantendrá posturas vacilantes y por momentos contradictorias en materia institucional. Ya hemos visto sus posiciones ciertamente elitistas del Centenario. Gálvez creía en esa época, y volvería a dicha posición en fechas posteriores, en el gobierno “de los mejores”. Pero al mismo tiempo, sus anhelos de justicia social eran sinceros y ambas tendencias entraban en contradicción. Posiblemente sea ésta una de las razones de fuerza que explican su permanente oposición a encuadrarse políticamente.

Ya hemos visto la perplejidad y recelo con que recibiera la irrupción de la Unión Cívica Radical en la política nacional. Durante la Gran Guerra, su actitud hacia el caudillo del radicalismo comienza a cambiar, aunque no así su desconfianza hacia las masas. No olvidemos, por otra parte, que el fraude, la politiquería y los estrechos intereses de clase de los políticos conservadores le inspiraban una profunda antipatía.

Con la aplicación del bloqueo marítimo por Inglaterra en 1916, la respuesta alemana consistente en extender la política beligerante a todo tráfico en las zonas del bloqueo y la entrada de los Estados Unidos en la guerra en 1917, experimentó un cambio la táctica del bando aliado hacia los países neutrales, que empezaron a recibir presiones orientadas a la efectivización de una ruptura de relaciones con Alemania. En las capas altas de la sociedad, los círculos intelectuales y el ámbito universitario, la mayoría abogaba por un apoyo activo a los aliados. En el mismo sentido se manifestaban conservadores y socialistas. Dentro del gobierno, se les unían los sectores del radicalismo que ya se declaraban contrarios a la conducción de Yrigoyen y que años después provocarían la ruptura del movimiento radical. La prensa de más prestigio también se manifestaba abiertamente aliadófila, con la excepción de unos pocos periódicos, como La Patria, que contaba con la colaboración de Manuel Ugarte. Este último era uno de los escasos intelectuales que abogaban por el mantenimiento de la política de neutralidad. Tal era también la firme postura del presidente Yrigoyen quien, a pesar de las fortísimas presiones en contrario, mantuvo a ultranza la neutralidad, exigiendo al mismo tiempo a Alemania una reparación moral por el ataque y hundimiento de dos buques argentinos. La neutralidad se mantuvo y, al fin de la guerra, Alemania desagravió al pabellón nacional.

Esta política, unida al accionar diplomático argentino en la sociedad de Naciones[33, la actitud esgrimida ante la ocupación de la República Dominicana por los infante de marina norteamericanos[34] y la vocación hispanoamericana manifestada por Yrigoyen[35], despertó el entusiasmo de Gálvez y de otros intelectuales con tendencias nacionalistas, como Carlos lbarguren, miembro del elitista Partido Demócrata Progresista y nada sospechoso, por cierto, de simpatías yrigoyenistas.

En 1919, Gálvez comienza a colaborar en el periódico La Unión, desde donde expone opiniones que abogan por un cristianismo sensible a los problemas de la desigualdad social, ideas precursoras del tipo de nacionalismo socializante y católico que propugnaría más tarde. En tales artículos afirmaba que no existen sino dos partidos: el de los que quieren poco o ningún cambio, y el de los enemigos de la injusticia. En una curiosa sopa de nombres, mezclaba a Lenin con Romain Rolland, a los socialistas, al Papa Benedicto XV y a los curas que en Sicilia, después de bendecir a los campesinos, los encabezaban cuando partían a apropiarse de los grandes feudos terratenientes[36]. En otro artículo afirmaba que la sociedad, al hacerse capitalista, había cometido injusticia y ejercido violencia explotando al trabajador. La sociedad moderna, cuya formación era cristiana, debía buscar y aceptar un castigo que la liberase de sus culpas. Evidentemente, las aspiraciones de justicia social alejaban a Gálvez de las teorías de Maurras[37], quien tomaba la oposición de Marx entre capitalistas y proletarios, pero invirtiendo su sentido al definir a los ricos como “productores activos y felices” y a los pobres como “consumidores envidiosos”.

En 1922 comienzan sus colaboraciones en Atlántida. En los artículos allí aparecidos se aprecia un sutil cambio que demuestra la influencia que el accionar del yrigoyenismo en el poder está ejerciendo sobre su pensamiento. Se refiere allí al derecho que se atribuyen los intelectuales para gobernar. Así como al organismo del hombre, dice Gálvez, no lo gobierna únicamente la inteligencia, del mismo modo en la sociedad no tienen derecho a gobernar sólo los más cultos. La voluntad dirige, al igual que la inteligencia, al organismo humano, y lo mismo el instinto (o subconciencia), que tiene poder creador. En el organismo social, los intelectuales equivalen a la inteligencia o al espíritu, los hombres de acción a la voluntad, y el instinto está representado por el pueblo. El instinto, lo mismo que el pueblo, es la voz oscura, pero viviente y creadora[38].

En la conciencia de Gálvez empezaba a tomar forma el convencimiento de que no sólo las élites tienen algo que decir, y que las masas cumplen una función social de primer orden. Es evidente que la realidad representada por el movimiento radical yrigoyenista se imponía a sus ideas y entraba en lucha con sus concepciones aristocratizantes.

En otro artículo, titulado “Las razones de la democracia”, argumentaba a favor de ese sistema de gobierno. Afirmaba que aunque un obrero, al votar, no pudiera discernir sobre el valer de los candidatos, podía intuir, en cambio, quién era su amigo y haría algo por su bien. Recordaba que, en ciertas provincias, hombres de escasísima cultura llevados al poder por el pueblo, se interesaron más por él que cuanto se hubieran interesado los espíritus cultos. Y concluía que, puesto que el gobierno era para todos, se justificaba al radicalismo por ser éste el gobierno de la mayoría.[39]

Esta fe demócrata de que hacía gala Gálvez parece contradecirse con sus posiciones pretéritas y también con las futuras, cuando fuera afianzándose en él la confianza en un estado orgánico y corporativo. Sin embargo, el convencimiento de que sólo el apoyo popular legitima a un gobierno permanecería inquebrantable en su conciencia. En realidad, tales ideas no convertían a Gálvez en un demócrata. Eran producto de la conjunción de sus concepciones elitistas y aristocráticas, con una sensibilidad social fundamentada en la concepción católica de la caridad y un instinto acendrado de la justicia. Gálvez, hegelianamente amante de la síntesis, mantenía su afirmación de que no hay mejor demócrata que el aristócrata, ya que sólo este último puede permitirse ser abierta y sinceramente demócrata y simpatizar son hombres de todas las extracciones sociales puesto que, por su misma calidad aristocrática, se sabe mejor a todos ellos.[40]

En 1928, en Córdoba, un amigo que debía pronunciar una conferencia patrocinada por el Comité Radical sobre la formación política de la sociedad argentina, solicita a Gálvez que lo presente. Este acepta, y pronuncia un discurso que causó gran escándalo. Después de afirmar rotundamente su total independencia respecto de todo encuadramiento político, hace una serie de consideraciones sobre el partido radical. Este, dice Gálvez, es una “expresión viviente y exaltada del sentimiento nacionalista”. Agrega que ese partido “era tan hondamente argentino que nada debía a las doctrinas ni a los métodos europeos, ni era producto de la inteligencia y del saber libresco de un grupo de hombres, como el Demócrata Progresista o el Socialista, sino que había surgido de una masa popular”. Terminaba alabando la política neutral de Yrigoyen durante la Gran Guerra, inspirada por “sentimientos de profundo argentinismo”, así como “diversos gestos de independencia espiritual y económica ante la intromisión europea y americana”, y la conciencia hispanoamericanista demostrada por el ex-Presidente[41].

Entre sus amigos de La Nueva República, enemigos acérrimos del “demoliberalismo” y del viejo caudillo radical, la noticia y el texto del discurso cayeron como una bomba y provocaron un violento ataque de Julio Irazusta desde las páginas de la revista, al que nuestro escritor no contestó.

Es posible que, además de los temas ya anotados, no le fueran indiferentes a nuestro personaje determinadas actitudes de Yrigoyen en defensa de la Iglesia Católica, tanto en la oposición del Presidente a la ley de divorcio como en su resistencia a que se impusieran límites a la significación de la Iglesia dentro del Estado así como sus afirmaciones favorables a los principios del nacionalismo económico[42] y su manifiesto rechazo por la tradición liberal.

Al finalizar el primer mandato del caudillo es requerida su firma, junto con la de otros escritores, para un manifiesto de adhesión al radicalismo. Gálvez, que no aprobaba la política administrativa de Yrigoyen ni lo que él consideraba “antiintelectualismo de su obra y su partido”[43], se niega a rubricar el documento. Años después explica: “no lo firmé, sencillamente, porque yo no era radical, porque en ese tiempo no comprendía al radicalismo ni sabía en qué estaba su esencia”. Y agrega: “si entonces lo hubiera firmado, tal vez ahora lo consideraría un honor”[44].

Seis años después, en la elecciones presidenciales de 1928, arrastrando el disgusto de su mujer e hijos, todos ellos profundamente antiyirigoyenistas, Gálvez da su voto a Yrigoyen. Ello no implicaba una adhesión al viejo caudillo; la lista conservadora y la de los radicales antipersonalistas (escisión del radicalismo contraria a Yrigoyen) representaban, según él mismo explica, casi todo lo que detestaba por la obra social, el fraude electoral y la influencia extranjera; su condición de católico le impedía votar al Partido Socialista, al que consideraba un enemigo de la Iglesia. El voto a Yrigoyen era, por lo tanto, la elección del mal menor.

Ese voto no implicaba tampoco que Gálvez hubiera abjurado de las ideas pro-fascistas y maurrasianas que como hemos visto, le acercaban a los redactores de La Nueva República. Por el contrario, ambas tendencias, la nacionalista integrista y su simpatía por la democracia de base popular seguirán manteniendo una dura pugna en su conciencia hasta que pocos años después, como veremos, Gálvez intente una interpretación de yrigoyenismo que constituye un ensayo de síntesis superadora.

Pero antes de que eso ocurra, en septiembre de 1930, el anciano Presidente es depuesto por un golpe militar. Es un momento decisivo en el proceso ideológico de nuestro escritor.

Quijada, Mónica, Manuel Gálvez: sesenta años de pensamiento nacionalista, Bs.As., Centro Editor de America Latina, 1985, pp. 41-55

 

NOTAS:

[1] Mensaje de Hipólito Yrigoyen en 1922: “Hemos venido a las representaciones públicas acatando los mandatos de la opinión y estimulados por el deber de reparar, dentro de nuestras facultades y en la medida de la acción del tiempo, todas las injusticias morales y políticas, sociales y positivas, que agraviaron al país durante tanto tiempo. Por esto no habremos de declinar, en ningún caso ni circunstancia, de tan sagrados fundamentos, porque ellos constituyen la salud moral y física de la Patria”. Citado en: Romero, José Luis, ob.cit., p.219

[2] Bagú, Sergio, ob.cit., p.94

[3] Bagú, Sergio, ob.cit., p.57

[4] Ortiz, Ricardo M.: “El aspecto económico y social de la crisis de 1930”. En: Revista de Historia N° 3, Buenos Aires, 1958, p. 52

[5] Bagú, S., ob.cit., p.78

[6] Ortiz, R.M., ob.cit., p. 52

[7] Bagú, S., ob.cit., p. 67-8

[8] Romero, J.L., ob.cit., pp. 223-4

[9] “…después de 1913 cambiaron las relaciones económicas internacionales y Estados Unidos reemplazó a Gran Bretaña como nuevo centro cíclico. El bajo coeficiente de importaciones de los Estados Unidos, resultado de su elevada producción agropecuaria interna, impidió una complementación del tipo de la que impuso Gran Bretaña cuando fue el centro del comercio internacional no favoreció como entonces a los países de zona templada. La baja de precios agrícolas después de 1925 y la interrupción de las corrientes internacionales de capital a partir de 1930 mostraron más tarde claramente que el período de oro había cambiado”. Cortés Conde, R., ob.cit., pp. 223-4

[x] Nolte, Ernst: El fascismo y su época. Action Francaise, Fascismo, Nacionalsocialismo. Ediciones Península, Madrid, 1967, p.20

[xi] El radicalismo yrigoyenista es, en ciertos aspectos, un movimiento precursor.

[xii] Nacido en 1874, hasta fines del siglo XIX fue miembro militante del Partido Socialista; en 1900 abandonó al marxismo y se dedicó a las tareas literarias, y durante la primera guerra mundial retornó al campo de las inquietudes políticas, esta vez con un signo radicalmente opuesto. Puso fin a su vida en 1938. Su obra más popular es el volumen de cuentos intitulado La Guerra Gaucha.

[xiii] Citado por Navarro Gerasi, ob. Cit., p. 38

[xiv] Este períodico, aunque liberal, daba cabida en sus páginas a las invectivas de Lugones por serle útil la actitud militantemente agresiva de éste contra quien era en ese momento el enemigo común: el radicalismo en el poder.

[xv] Navarro Gerasi, ob.cit., pp. 41 y sigs.

[xvi] Transcripto en Irazusta, Julio: El pensamiento político nacionalista – Antología seleccionada y comentada porI. De Alvear a Yrigoyen, Obligado Editora, Buenos Aires, 1975.

[xvii] Navarro Gerasi, ob. Cit., p.46

[xviii] “…se ha dicho con razón que no ha existido en los años anteriores a la guerra un estado mayor político intelectual de tal altura como en la joven Action Francaise”. Nolte, E. ob. Cit., p. 89

[xix] Nolte, E., ob.cit., p. 149

[xx] Nolte, E., ob.cit., p. 133-4

[xxi] Nolte, E., ob.cit., p. 160

[xxii] Citado por Nolte, E., ob.cit., pp. 138-9

[xxiii] Nolte, E., ob.cit., p. 140

[xxiv] “La Revolución Francesa no difiere en nada de las demás revoluciones que ha conocido la historia. Mentira que haya contribuido al progreso de los pueblos. Mentira que haya mejorado la situación económica de la clase obrera. Mentira que haya establecido la igualdad. Mentira que haya suprimido las guerras. Sin ella las sociedades humanas hubieran alcanzado en menos tiempo a la supresión de algunos privilegios injustos de que gozaban pocas personas bajo el último de los Luises. La Revolución necesitó para esto, que es en el fondo lo único que consiguió realmente, matar, masacrar y mutilar a veinte millones de hombres, destruir las jerarquías naturales indispensables entre los pueblos e inficcionar al mundo de absurdas teorías que aún siguen haciendo estragos”, Artículo De Juan E. Carulla en La Nueva República, de fecha 26.5.28. Transcripto en: Irazusta, Julio, ob. Cit., p. 129

[xxv] “Existe, pues, una divergencia profunda entre el nacionalismo y la democracia. El nacionalismo quiere el bien del país: su unidad, su paz, su grandeza. Estos beneficios no se obtienen sin el orden, garantía de justicia y bienestar social. El espíritu democrático, con su invocación de deudor absoluto y su ignorancia de los deberes del individuo hacia la sociedad es enemigo natural de la autoridad y la jerarquía; por consiguiente, del orden, por consiguiente, del bien de la nación, de su unidad en La Nueva República, de fecha 5.5.28. Transcripto por Irazusta, Julio ob. Cit., p. 117

[xxvi] Navarro Gerasi, ob.cit., pp. 46-7

[xxvii] Gálvez, M: Amigos y maestros…ob.cit., p. 208

[xxviii] Gálvez, M.: Entre la novela y la historia (Recuerdos de la vida literaria), Hachette, Buenos Aires, 1962, p. 154.

[xxix] En la Argentina, por lo general, hubo poca comprensión hacia la revolución mexicana.

[xxx] Gálvez, M., ob.cit., p. 154

[xxxi] “…nada demuestra tanto la indisciplina entre los argentinos, sobre todo entre los jóvenes, como la reforma unviersitaria. En todas partes del mundo los muchachos van a las unviersidades a estudiar y a obedecer, y los profesores a enseñar y a mandar (…) Entre nosotros, los muchachos universitarios, que no pueden tener, por razones de edad, ni preparación, ni discernimiento, ni conocimiento de la vida, pretenden juzgar a sus profesores y, lo que es grotesco, pretenden gobernar en las facultades. Una consecuencia ha sido la crisis en los estudios, la anarquía, la politiquería en las aulas”. Gálvez, M.: Este pueblo necesita… Buenos Aires, 1934, pp. 60-70

[xxxii] Gálvez, M.: ob. Cit., pp. 28-9

[xxxiii] Yrigoyen exigía una Sociedad de Naciones abierta a todos los países.

[xxxiv] Orden dada por Yrigoyen a un buque argentino que se hallaba ante las costas de Santo Domingo de saludar con salvas de cañones la bandera dominicana, enarbolada al efecto por un grupo de patriotas dominicanos.

[xxxv] Iniciativa de Yrigoyen de llamar a un congreso de países hispanoamericanos para decidir conjuntamente la actitud a tomar ante la guerra mundial. La iniciativa no prosperó.

[xxxvi] Gálvez, M.: En el mundo de los seres ficticios, ob.cit., p. 165

[xxxvii] Nolte, E.: ob.cit., p.157. Ver también su teoría de la “sublevación de los esclavos”. “¡Cuántos esclavos natos que conocemos recuperarían la paz en el interior de los ergasterios de los que la historia moderna los ha desterrado!” (pp. 144 y sigs.)

[xxxviii] Gálvez, M.: En el mundo de los seres ficticios, ob.cit., p.169

[xxxix] Ibid., p. 168-9

[xl] Gálvez, M.: El espíritu de aristocracia y otros ensayos, Agencia General de Librería y Publicaciones, Buenos Aires, 1924.

[xli] Gálvez, M.: Entre la novela y la historia, ob. Cit., pp. 31-2

[xlii] “Mientras dure su período, el Poder Ejecutivo no enajenará un adarme de las riquezas públicas ni cederá un ápice del dominio absoluto del Estado sobre ellas”. Palabras de Yrigoyen citadas por Romero, José Luis en ob.cit., p.220

[xliii] Gálvez, M.: Entre la novela y la historia, ob. Cit., p. 147

[xliv] Ibid., p. 147-8




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