Tapa Manuel Tagle

Manuel Tagle – El Mito de la Revolución Social

(Publicado en “La Prensa” el 18 de enero de 1965)

 

Ninguna persona filosóficamente educada cree que las cosas del mundo exterior son como se revelan a sus sentidos. El realismo ingenuo, por antifilosófico, no tiene entre los filósofos ningún representante. Sólo el hombre común, en su marcha por el mundo, llega a forjarse la ilusión de que lo que capta es una imagen fiel de la realidad. La actitud crítica, de desconfianza o de duda con que la corriente idealista – a partir de Descartes – se plantea el problema del conocimiento conviene más que el realismo a la esencia de la filosofía, incesantemente estimulada por la curiosidad de indagar más allá de las apariencias.

Este modo de ser de la reina de las ciencias es también el de la economía. El hombre común penetra en el ámbito de la economía limitado por su natural inclinación a ver las cosas con el ojo del realismo ingenuo; el segundo plano, allende las apariencias, queda fuera de su alcance. Si el saber filosófico supone la necesidad de exceder esa forma rudimentaria del conocimiento, el drama de la economía es su impotencia para desprenderse de la envoltura política que la constriñe a moverse dentro del modesto marco intelectual del ciudadano corriente.

Para la política contemporánea lo esencial no es que las medidas económicas sean falsas o verdaderas, sino el impacto psicológico; la popularidad o impopularidad de las soluciones. Se trata de un criterio nada distinto al del médico que en la atención de un enfermo prescribiera “políticamente” un tratamiento agradable al paciente, susceptible de ganar su simpatía aunque no fuera el más indicado para curar la enfermedad.

El error del siglo XX

La democracia supone una vinculación entre la política y la economía. La aprobación del votante a determinada orientación económica es un acto político. Dar, empero, a la relación el carácter de una irreductible subordinación de la economía es un grave error del siglo XX. El realismo ingenuo del hombre común no tiene acceso en el segundo plano donde el especialista resuelve con criterio técnico – si es necesario antipopular – los problemas de fondo. Sin embargo, casi todas las medidas económicas apuntan hoy a lograr la aprobación política del votante medio, aunque se lo sepa inhabilitado para decidir sobre tan arduas cuestiones.

Para el hombre de la calle – eterno prisionero del mundo de las apariencias – la economía es la ciencia de la extrema simplicidad. La política lo ha acostumbrado a aceptar con credulidad que la riqueza de un país depende del dinero que el gobierno pone en circulación antes que de la cantidad y la calidad de los bienes producidos; que el nivel de vida del obrero puede ser fijado por el gobierno mediante un simple decreto o ley donde el sindicato lo estime conveniente, con prescindencia del grado de riqueza y del crecimiento económico del país; que es posible aumentar el salario sin afectar los costos de producción que harán perder al trabajador, como consumidor, la ventaja que obtuvo como productor; que el déficit de los servicios públicos no pesa indirectamente sobre toda la comunidad si es absorbido por el estado a través de los impuestos o la inflación; que las obras públicas dispendiosas financiadas con dinero adulterado llenan una “finalidad social” en cuanto contribuyen a combatir el paro y la recesión. Se comprende que la gente no especializada piense sobre estos intrincados problemas al revés; lo extraordinario es que aún haya estadistas y economistas atados al realismo ingenuo del hombre común.

Un ejemplo de Adam Smith

La inteligencia de Adam Smith condensó en una frase admirable uno de los grandes secretos de la ciencia que él mismo fundara: “Lo que en la conducta de cualquier familiar es prudente, difícilmente puede ser locura en el gobierno de un gran reino”. Darían pruebas de una auténtica sabiduría los ministros que rindieran culto a la estupenda simplicidad de esta fórmula. ¡Cuántos más prósperos y felices serían muchos pueblos que hoy viven en la pobreza si los gobernantes administraran la cosa pública con la norma que utilizan para sus economías hogareñas!

Si un padre de familia gana 50 mil pesos mensuales y gasta 100 mil, poco a poco consume sus ahorros, luego agota su crédito y cuando no encuentra quien le de nada tiene que decidir entre acabar con el exceso o robar y exponerse a concluir en la cárcel. El proceso es idéntico en la vida del estado, aunque con una diferencia: los gobiernos, en el papel de los carceleros, pueden robar impunemente sin el temor a la cárcel y sin ser advertidos. Más fácil y tentador que la impopular austeridad es el ardid inflacionario que permite el despojo. Mientras los gobiernos tengan a mano la facilidad de fabricar recursos del aire es inútil pedirles moderación. Imaginemos un honrado ciudadano autorizado por el gerente de un banco a librar cheques contra un crédito inagotable y, por añadidura, sin fecha de vencimiento. ¿Qué sentido tendría para él someterse a los sacrificios y limitaciones del hombre que vive con lo que gana?

Análisis de veinte años de “emisionismo”.

No hay en el mundo un solo economista – ni siquiera entre los más recalcitrantes “antimonetaristas” – que sostenga la absurda tesis de que la emisión sin respaldo no ha de tener un límite. Esto que parece una perogrullada es necesario recordarlo al cabo de 20 años de “emisionismo”, en virtud del cual el circulante se incrementó de los 3.500 millones de 1946 a los 273.000 millones que señala el último balance del Banco Central. Los resultados de esa política se hallan a la vista: estamos cada vez más empobrecidos y endeudados, con el crédito exterior, que antes fuera el orgullo del país, visiblemente afectado. El incremento del costo de la vida ha corrido parejo con el aumento del circulante en medio del desaliento general, sin que las clases humildes vivan mejor. Por el contrario, si alguien padece las consecuencias del flagelo es la maltrecha clase media, situada ya al borde del infraconsumo.

A tal extremo el proceso inflacionario deja una sensación colectiva de la impotencia del gobierno para ponerle fin, que hasta los propios “antiesmisionistas” suelen tener a flor de labios una respuesta desconcertante: “Convengamos que la emisión es malsana, pero si el gobierno deja de pagar los sueldos, o en el deseo de poner orden se desprende de los 150 mil funcionarios superfluos, la revolución social será inevitable”. El temor es infundado y el razonamiento falaz. Precisamente lo opuesto es lo cierto. La destrucción del sistema monetario ha sido siempre acompañada por el colapso económico y el caos social.

Examinemos a la luz de la teoría económica qué ocurriría si la administración pública hallara la manera de prescindir de la enorme legión de empleados que hoy cobran sueldo sin llenar una función necesaria. Es sabido que los gobiernos no tienen un solo peso que no hayan extraído previamente a los particulares a través del crédito, el impuesto o la inflación. La emisión es una trasferencia de recursos del sector privado al público mediante la reducción del poder de compra del dinero. En virtud de la maniobra la gente dispone de una moneda desvalorizada con la cual puede comprar menos artículos en el mercado. Si el gobierno, cesando de inflar, permitiera que esos recursos se inviertan por el sector privado, el natural crecimiento de la producción colocaría a los empresarios en situación de absorber los desocupados con una ventaja; mientras en la función de empleados públicos innecesarios no agregan riqueza a la comunidad, en sus nuevos puestos justificarán sus sueldos. La idea de que el gasto público deficitario alimentado con inflación crea una determinada cantidad de empleo es falsa. Al desviar los ingresos de la esfera privada, a lo sumo lo que los gobiernos consiguen es transferir ocupación del sector que sabe utilizarla positivamente hacia el que la desperdicia en trabajos a veces superfluos, a expensas de la propia comunidad.

La experiencia de la gran depresión.

No pagar los sueldos cuando no existen recursos puede aparear impopularidad a corto plazo, pero es siempre mejor solución que el descalabro a no muy largo plazo que el procedimiento anormal acarrea. En la gran depresión de la cuarta década los maestros, las fuerzas armadas y casi toda la administración pública sufrieron atrasos en el pago de los sueldos de más de seis meses. Cuando el circulante llegaba a cifras que hoy hacen sonreír – 1200 millones de pesos – alguien recomendó al ministro, doctor Alberto Hueyo, resolver las dificultades incrementándolo hasta los 2000 millones. Era una solución cómoda, pero privó el buen sentido: drásticas economías en los gastos del estado, el aumento de algunos impuestos y la creación de otros que en conjunto volcaron en las arcas unos 100 millones de pesos hicieron posible el resurgimiento sobre una base sana, punto de partida de la excepcional prosperidad ulterior. El país salió como tenía que salir, haciendo el sacrificio, expiando su culpa. La solución ortodoxa no favoreció la mentada revolución social. Por el contrario, la revolución social argentina que acabó con las libertades tradicionales y consumó la destrucción de la economía sobrevino en 1945, en medio de un auge económico extraordinario, y fue la obra de un solo agitador.

Es paradójico que por temor al clima de revolución social los países en dificultades quieran curar las recesiones haciendo lo que sabe que está contraindicado. El actual panorama argentino se parece en mucho la que ofrecía Brasil cuando Quadros dejó el poder. El dólar, que entonces se cotizaba a 250 cruceiros, hoy vale 1.825. El caos social lindante con el comunismo existente al producirse la revolución “milagrosa” fue el resultado de un proceso de descomposición estimulado por la inflación galopante que en sus períodos agudos alcanzó una tasa del ciento por ciento anual. Los aumentos alrededor del 60 o 70 por ciento se producían a intervalos cortísimos.

Naturaleza del dinero inflacionario

Con un presupuesto cuyo déficit hay quien calcula en la cifra record de 200 mil millones de pesos, el país debe estar preparado para esperar cualquier aventura. A medida que el Brasil recobra la sensatez y se aleja del peligro la Argentina recoge la herencia, como si quisiera reemplazarla en la vanguardia de los desatinos.

Por su actualidad, puede ser oportuno recordar los conceptos de un artículo publicado hace menos de un año en estas columnas. Cuando el Congreso avaló con su apoyo la tendencia inflacionaria e intervencionista del Poder Ejecutivo, dijimos: “Las leyes de emergencia votadas por el Congreso son paliativos destinados a obrar sobre el efecto dejando intacta la causa de la grave perturbación económica argentina. La revelación de que el déficit del presupuesto llegará otra vez a la aterradora cifra de más de 90 mil millones de pesos induce al país a preguntarse: ¿qué armas pedirá el Poder Ejecutivo al Congreso cuando compruebe la innocuidad de la ley de abastecimiento y la insuficiencia de la reforma de la carta orgánica del Banco Central para proveer siquiera en parte la montaña de millones que el déficit represente? El problema no ha de tardar en plantearse, y tal vez entonces comprenda el gobierno que la inflación es un arma de doble filo que hiere incluso a quien la utiliza.” (1)

No es difícil ser profeta cuando se confrontan ciertos hechos con las leyes inmutables de la ciencia económica. El gobierno dijo entonces que con 70 mil millones resolvería los problemas heredados. Hoy reclama, entre la emisión y la reforma impositiva, 200 mil millones adicionales. Si el Congreso convalidara el proyecto nada cuesta imaginar, siguiendo la progresión, que los requerimientos del próximo ejercicio serán de unos 400 o 500 mil millones de pesos.

De todo ello sólo cabe extraer una conclusión: el enorme chorro que los vertederos del Banco Central pueden proporcionar al gobierno es dinero inflacionario, y a semejanza del agua de mar carece de la propiedad de aplacar la sed. Es un hecho plausible que la Cámara de Diputados demuestre haber aprendido la lección. Sería lamentable que el Poder Ejecutivo se obstine en navegar alejado de la costa, condenado, como el náufrago, a beber el agua salada que ha de aumentar su insaciable sed.

(1) LA PRENSA, 29 de febrero de 1964: “¿Puede un gobierno continuar indefinidamente con la inflación?”

 

Fuente: Tagle, Manuel, Nuestra civilización cristiana y occidental, Bs.As., Emecé, 1970, pp. 45-53




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