Manuel Gálvez – El pais de los libros inadvertidos
¿Habrá en el mundo un país donde, como en la Argentina, pasen inadvertidos tantos libros? En otros tiempos debió ocurrir frecuentemente que un bello libro o un gran escritor fuesen ignorados. Pero esto parece imposible en pleno reinado del periodismo informativo, del telégrafo, de la radio, de la publicidad desenfrenada y de la extensión de la cultura. Y sin embargo, es así. Tratemos de investigar las causas de tan extraño y típico fenómeno argentino.
El libro escrito en este país apenas tiene lectores. Algunos libros se han vendido extraordinariamente, es cierto. Pero, ¿fueron leídos página por página, con la atención con que leemos algunos libros extranjeros? Apelo a la sinceridad de los lectores. Estoy seguro de que casi todos contestarían que no.
Además, el público no descubre los libros, sino los escritores y, principalmente, los críticos. El lector no va hacia el libro desconocido, salvo cuando ya estima a su autor por obras anteriores. Si su sensibilidad le sugiere que está en presencia de una obra de arte, lo más que hará será recomendarla a uno que otro amigo. Pero, ¿cuántas personas son capaces de leer con atención un libro desconocido, de admirarlo y de recomendarlo? Y este camino tan limitado, ¿sacará del anónimo a un escritor o a su obra?
Los escritores, por medio de los diarios, son los que hacen conocer al libro ajeno. Pero, desgraciadamente, nuestra situación no es la del escritor francés, para poner un ejemplo. En Francia, el escritor ha hecho excelentes estudios secundarios, sabe el latín y tiene una cultura clásica; y como pertenece a una gran literatura, no tiene necesidad ni obligación de leer otros libros que los que se publican en su patria. El escritor argentino, en cambio, es un autodidacto. A los treinta, a los cuarenta años, todavía está leyendo a los grandes escritores griegos, a los que no pudo conocer en su adolescencia o en su primera juventud. El escritor argentino, además, está obligado a estudiar las literaturas francesa y española; la primera, porque los franceses son los maestros de la técnica literaria, y quien no los frecuente no conocerá jamás el oficio de escribir; y la segunda, porque nuestro idioma es el español y no hay otro modo para dominarlo — ya que aquí lo hablamos mal y no nos lo han enseñado en ninguna parte — que mantener un intenso contacto con los libros españoles. Y nuestra condición de pueblo cosmopolita nos lleva a leer a los rusos y a los ingleses, a los alemanes y a los americanos del norte. Agréguese que esa misma curiosidad de pueblo joven y cosmopolita nos ha hecho estudiar un poco de filosofía, otro poco de historia, tres o cuatro idiomas y adquirir una regular información artística. Agréguese todavía el tiempo que se pierde en esta ciudad en recorrer distancias. Y yo pregunto: al escritor que tiene una obra que realizar, que necesita hacerse una cultura o perfeccionarla permanentemente, que debe leer o estudiar todo lo que hemos menciona- do, ¿qué tiempo puede quedarle para leer los libros argentinos? Algunos lo hacemos, considerándolo como un deber, pensando que si nosotros no leemos los libros argentinos— los que tienen un valor, se entiende, — nadie los leerá. Pero puedo asegurar que en Buenos Aires la casi totalidad de los escritores ignora la obra de sus colegas. No es esto el resultado de motivos inconfesables, sino de las razones que he dado.
La primera causa, pues, de que en nuestro país pasen inadvertidos muchos buenos libros, reside en los escritores.
Pero, supongamos que un escritor de categoría, quitando horas a su labor, suspendiendo la lectura de Claudel o de Chesterton para enterarse de un libro argentino, haya encontrado serios valores en la obra del compatriota y sienta la necesidad de hacerla conocer. Puede escribir un artículo. Bien; pero, ¿dónde lo publica? Los grandes diarios, acaso para evitarse compromisos, acaso por mantener el prestigio de su crítica oficial y anónima, rechazan todo artículo sobre el libro de un compatriota. Se puede hablar de Stefan Zweig o de Paul Morand, pero no se puede hablar de Fernández Moreno o de Carlos Alberto Leumann. Revistas literarias hay muy pocas, y no llegan al público, ni siquiera al público de élite. Quedan las revistas semanales, pero la crítica literaria raras veces ha tenido cabida en esta clase de publicaciones.
Se objetará que los diarios autorizados tienen una sección en donde se juzgan los libros argentinos. Pero los críticos, ¿son siempre, y en todos los casos, personas capaces? ¿Tienen sensibilidad, criterio, buen gusto, conocimiento de los libros y de la vida? ¿Leen los libros? Un escritor español que fue redactor en un gran diario y tenía como compañero de oficina al crítico, que era también extranjero y no conocía nuestra literatura, me ha contado que este señor abría el libro, leía el prólogo, si lo había, el índice, unas cuantas páginas y, después de un examen que no duraba diez minutos, escribía su juicio. Y no olvidemos la irresponsabilidad que significa el anónimo, y que el hecho de no firmar se presta a las venganzas y a que se manifieste la envidia, las rivalidades o la amistad. El resultado general y más probable es que todos los libros, lo mismo el de calidad que el mediocre, reciban iguales o parecidos elogios y que el lector termine por no creer en semejante crítica. Así se da el caso de bellas obras que han sido elogiadas por los diarios y que el público continúa ignorando.
La segunda causa del mal que comentamos es, pues, el escaso interés de los diarios por nuestra literatura.
Los escritores de mayor categoría no tienen hoy ante el público la autoridad que debieran tener. El pasquinismo literario, las burlas, el esnobismo, han minado, durante los últimos diez años, el prestigio de nuestros mejores hombres de letras. Y he aquí una tercera causa, sobre la que no deseo insistir.
Y hay todavía una cuarta causa, y es el esnobismo de nuestro público. Existen entre nosotros numerosas personas cultas, pero mal informadas o carentes de sensibilidad o espíritu crítico, que no admiten la posibilidad de que aquí se escriban libros de valer. En una conferencia dada en París, Max Daireaux ha hablado de los argentinos que, en Europa, cuando se les pregunta por la literatura de su patria, sonríen o contestan que en este país no hay nada que valga. Muchísima gente opina que los buenos libros que aquí se publican, tienen un valor relativo, siendo buenos para este país, pero indignos de ser comparados con los buenos libros europeos. ¿Cómo explicarían esas gentes el hecho de que haya un centenar de traducciones de libros argentinos y que de algunos de ellos hayan opinado en forma elogiosa, y aun entusiasta, escritores de la más alta jerarquía? Creo que esas gentes no conocen la literatura argentina, o no conocen las extranjeras, fuera de la francesa y de la inglesa, o no tienen criterio o carecen de sensibilidad. En realidad, nuestra literatura vale tanto que está en desproporción con la insignificancia del país. Para demostrar esto, necesitaría un volumen. Pero el lector informado puede hacer comparaciones con la literatura española, que tiene muchos siglos de tradición y es una de las primeras de Europa. Compare los poetas y los novelistas de ambos países y contéstese a sí mismo esta pregunta: ¿estamos los argentinos muy por debajo de España en materia de literatura?
Considero necesario y urgente que los grandes diarios y revistas encarguen la crítica de los libros a escritores responsables y de categoría, que firmen sus artículos y que posean conocimiento de nuestra literatura y de las europeas, sensibilidad, imparcialidad, espíritu amplio y comprensivo y que no ignoren la vida. Con guías autorizados, nuestro público saldrá de su indiferencia y se libertará, siquiera momentáneamente, de su esnobismo europeizante. Si se aplicara el remedio que indico, tal vez no sería tan frecuente la odiosa, la antipatriótica injusticia de que libros de verdadero valer pasarán inadvertidos y de que, por esta causa, quedaran sin incorporarse a nuestra cultura.
Fuente: Gálvez, Manuel, La Argentina en nuestros libros, Santiago de Chile, Ercilla, 1935, pp. 98-103
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