Von Mises

Ludwig von Mises – La ley de la utilidad marginal

CAPÍTULO VII

LA ACCIÓN EN EL MUNDO

  1. LA LEY DE LA UTILIDAD MARGINAL

La acción ordena y prefiere; comienza por manejar sólo números ordinales, dejando a un lado los cardinales. Sucede, sin embargo, que el mundo externo, al cual el hombre que actúa ha de acomodar su conducta, es un mundo de soluciones cuantitativas donde entre causa y efecto existe una relación mensurable. Si las cosas no fueran así, es decir, si los bienes pudieran prestar servicios ilimitados, nunca resultarían escasos y, por tanto, no merecerían el apelativo de medios.

El hombre, al actuar, valora las cosas como medios para suprimir su malestar. Los bienes que, por su condición de medios, permiten atender las necesidades humanas, vistos en su conjunto, desde el ángulo de las ciencias naturales, constituyen multiplicidad de cosas diferentes. El actor, sin embargo, los asimila todos como ejemplares que encajan, unos más y otros menos, en una misma especie. Al evaluar estados de satisfacción muy distintos entre sí y apreciar los medios convenientes para lograrlos, el hombre ordena en una escala todas las cosas, contemplándolas sólo en orden a su idoneidad para incrementar la satisfacción propia. El placer derivado de la alimentación y el originado por la contemplación de una obra artística constituyen, simplemente, para el hombre actuante, dos necesidades a atender, una más y otra menos urgente. Pero, por el hecho de valorar y actuar, ambas quedan situadas en una escala de apetencias que comprende desde las de máxima a las de mínima intensidad. Quien actúa no ve más que cosas, cosas de diversa utilidad para su personal bienestar, cosas que, por tanto, desea con distinta intensidad.

Cantidad y calidad son categorías del mundo externo. Sólo indirectamente cobran importancia y sentido para la acción. En razón a que cada cosa sólo puede producir un efecto limitado, algunas de ellas se consideran escasas, conceptuándose como medios. Puesto que son distintos los efectos que las diversas cosas pueden producir, el hombre, al actuar, distingue diferentes clases de bienes. Y en razón a que la misma cantidad y calidad de un cierto medio produce siempre idéntico efecto, considerado tanto cualitativa como cuantitativamente, la acción no diferencia entre distintas pero iguales cantidades de un medio homogéneo. Pero ello no significa que el hombre atribuya el mismo valor a las distintas porciones del medio en cuestión. Cada porción es objeto de una valoración separada. A cada una de ellas se le asigna un rango específico en la escala de valores. Pero estos rangos pueden intercambiarse ad libitum entre las distintas porciones de la misma magnitud.

Cuando el hombre ha de optar entre dos o más medios distintos, ordena en escala gradual las porciones individuales disponibles de cada uno de ellos. A cada una de dichas porciones asigna un rango específico. Las distintas porciones de un cierto medio no tienen, sin embargo, por qué ocupar puestos inmediatamente sucesivos.

El establecimiento, mediante la valoración, de ese diverso rango se practica al actuar y es la propia actuación la que efectúa tal ordenación. El tamaño de cada una de esas porciones estimadas de un mismo rango dependerá de la situación personal y única bajo la cual, en cada caso, actúa el interesado. La acción nunca se interesa por unidades, ni físicas ni metafísicas, ni las valora con arreglo a módulos teóricos o abstractos; la acción se halla siempre enfrentada con alternativas diversas, entre las cuales escoge. Tal elección se efectúa entre magnitudes determinadas de medios diversos. Podemos denominar unidad a la cantidad mínima que puede ser objeto de opción. Hay que guardarse, sin embargo, del error de suponer que el valor de la suma de múltiples unidades pueda deducirse del valor de cada una de ellas; el valor de la suma no coincide con la adición del valor atribuido a cada una de las distintas unidades.

Un hombre posee cinco unidades del bien a y tres unidades del bien b. Atribuye a las unidades de a los rangos 1, 2, 4, 7 y 8; mientras las unidades de b quedan graduadas en los lugares 3, 5 y 6. Ello significa que si el interesado ha de optar entre dos unidades de a y dos unidades de b, preferirá desprenderse de dos unidades de a antes que de dos unidades de b. Ahora bien, si ha de escoger entre tres unidades de a y dos unidades de b, preferirá perder dos unidades de b antes que tres de a. Al valorar un conjunto de varias unidades, lo único que, en todo caso, importa es la utilidad del conjunto, es decir, el incremento de bienestar dependiente del mismo, o, lo que es igual, el descenso del bienestar que su pérdida implicaría. Con ello para nada se alude a procesos aritméticos, a sumas ni a multiplicaciones; sólo se trata de estimar la utilidad resultante de poseer cierta porción, conjunto o provisión de que se trate.

En este sentido, utilidad equivale a idoneidad causal para la supresión de un cierto malestar. El hombre, al actuar, supone que determinada cosa va a incrementar su bienestar; a tal potencialidad denomina la utilidad del bien en cuestión. Para la praxeología, el término utilidad equivale a la importancia atribuida a cierta cosa en razón a su supuesta capacidad para suprimir determinada incomodidad humana. El concepto praxeológico de utilidad (valor de uso subjetivo, según la terminología de los primitivos economistas de la Escuela Austriaca) debe diferenciarse claramente del concepto técnico de utilidad (valor de uso objetivo, como decían los mismos economistas). El valor de uso en sentido objetivo es la relación existente entre una cosa y el efecto que la misma puede producir. Es al valor de uso objetivo al que se refiere la gente cuando habla del «valor calórico» o de la «potencia térmica» del carbón. El valor de uso de carácter subjetivo no tiene por qué coincidir con el valor de uso objetivo. Hay cosas a las cuales se atribuye valor de uso subjetivo simplemente porque se supone erróneamente que gozan de capacidad para producir ciertos efectos deseados. Por otro lado, existen cosas que pueden provocar consecuencias deseadas, a las cuales, sin embargo, no se atribuye valor alguno de uso, por cuanto se ignora dicha potencialidad.

Repasemos el pensamiento económico que prevalecía cuando la moderna teoría del valor fue elaborada por Carl Menger, William Stanley Jevons y Léon Walras. Quien pretenda formular la más elemental teoría del valor y los precios comenzará, evidentemente, por intentar basarse en el concepto de utilidad. Nada es, en efecto, más plausible que suponer que la gente valora las cosas con arreglo a su utilidad. Pero, llegados a este punto, surge un problema en cuya solución los economistas clásicos fracasaron. Creyeron observar que había cosas cuya «utilidad» era mayor y que, sin embargo, se valoraban menos que otras de «utilidad» menor. El hierro es menos apreciado que el oro. Este hecho parecía echar por tierra toda teoría del valor y de los precios que partiera de los conceptos de utilidad y valor de uso. De ahí que los clásicos abandonaran ese terreno, pretendiendo infructuosamente explicar los fenómenos del valor y del cambio por otras vías.

Sólo más tarde descubrieron los economistas que lo que originaba la aparente paradoja era el imperfecto planteamiento del problema. Las valoraciones y decisiones que se producen en los tipos de cambio del mercado no suponen elegir entre el oro y el hierro. El hombre, al actuar, nunca se ve en el caso de escoger entre todo el oro y todo el hierro. En un determinado lugar y tiempo, bajo condiciones definidas, hace su elección entre una cierta cantidad de oro y una cierta cantidad de hierro. Al decidirse entre cien onzas de oro y cien toneladas de hierro, su elección no guarda relación alguna con la decisión que adoptaría si se hallara en la muy improbable situación de tener que optar entre todo el oro y todo el hierro existente.

En la práctica, lo único que cuenta para tal sujeto es si, bajo las específicas condiciones concurrentes, estima la satisfacción directa o indirecta que puedan reportarle las cien onzas de oro mayor o menor que la satisfacción que derivaría de las cien toneladas de hierro. Al decidirse, no está formulando ningún juicio filosófico o académico en torno al valor «absoluto» del oro o del hierro; en modo alguno determina si, para la humanidad, importa más el oro o el hierro; no se ocupa de esos problemas tan gratos a los tratadistas de ética o de filosofía de la historia. Se limita a elegir entre dos satisfacciones que no puede disfrutar al mismo tiempo.

Ni el preferir ni el rechazar ni las decisiones y elecciones que de ello resultan son actos de medición. La acción no mide la utilidad o el valor; se limita a elegir entre alternativas. No se trata del abstracto problema de determinar la utilidad total o el valor total[1]. Ninguna operación racional permite deducir del valor asignado a una determinada cantidad o a un determinado número de ciertas cosas el valor correspondiente a una cantidad o número mayor o menor de esos mismos bienes. No hay forma de calcular el valor de todo un género de cosas si son sólo conocidos los valores de sus partes. Tampoco hay medio de calcular el valor de una parte si únicamente se conoce el valor del total del género. En la esfera del valor y las valoraciones no hay operaciones aritméticas; en el terreno de los valores no existe el cálculo ni nada que se le asemeje. El aprecio de las existencias totales de dos cosas puede diferir de la valoración de algunas de sus porciones. Un hombre aislado que posea siete vacas y siete caballos puede valorar en más un caballo que una vaca; es decir, que, puesto a optar, preferirá entregar una vaca antes que un caballo. Sin embargo, ese mismo individuo, ante la alternativa de elegir entre todos sus caballos y todas sus vacas, puede preferir quedarse con las vacas y prescindir de los caballos. Los conceptos de utilidad total y de valor total carecen de sentido, salvo que se trate de situaciones en las que el interesado haya de escoger precisamente entre la totalidad de diversas existencias. Sólo tiene sentido plantear el problema de qué es más útil, el hierro o el oro, si se trata del supuesto en el que la humanidad, o una parte de la misma, hubiera de escoger entre todo el oro y todo el hierro disponible.

El juicio de valor se contrae exclusivamente a la cantidad concreta a que se refiere cada acto de elección. Cualquier conjunto de determinado bien se halla siempre compuesto, ex definitione, por porciones homogéneas, cada una de las cuales es idónea para rendir ciertos e idénticos servicios, lo que hace que cualquiera de dichas porciones pueda sustituirse por otra. En el acto de valorar y preferir resulta, por tanto, indiferente cuál sea la porción efectiva que en ese momento se contemple. Cuando se presenta el problema de entregar una, todas las porciones —unidades— del stock disponible se consideran idénticamente útiles y valiosas. Cuando las existencias disminuyen por pérdida de una unidad, el sujeto ha de resolver de nuevo cómo emplear las unidades del stock remanente. Es evidente que el stock disminuido no podrá rendir el mismo número de servicios que el íntegro. Aquel objeto que, bajo este nuevo planteamiento, deja de cubrirse es, indudablemente, para el interesado, el menos urgente de todos los que previamente cabía alcanzar con el stock íntegro. La satisfacción que derivaba del uso de aquella unidad destinada a tal empleo era la menor de las satisfacciones que cualquiera de las unidades del stock completo podía proporcionarle. Por tanto, sólo el valor de esa satisfacción marginal es el que el sujeto ponderará cuando haya de renunciar a una unidad del stock completo. Al enfrentarse con el problema de qué valor debe atribuirse a una porción de cierto conjunto homogéneo, el hombre resuelve de acuerdo con el valor correspondiente al cometido de menor interés que atendería con una unidad si tuviera a su disposición las unidades todas del conjunto; es decir, decide tomando en cuenta la utilidad marginal.

Supongamos que una persona se encuentra en la alternativa de entregar una unidad de sus provisiones de a o una unidad de las de b; en tal disyuntiva, evidentemente, no comparará el valor de todo su haber de a con el valor total de su stock de b; contrastará únicamente los valores marginales de ay de b. Aunque tal vez valore en más la cantidad total de a que la de b, el valor marginal de b puede ser más alto que el valor marginal de a.

El mismo razonamiento sirve para ilustrar el supuesto en que aumenta la cantidad disponible de un bien mediante la adquisición de una o más unidades supletorias.

Para la descripción de tales hechos la economía no precisa recurrir a la terminología de la psicología, porque no se ampara en razonamientos y argumentaciones de tal condición. Cuando afirmamos que los actos de elección no dependen del valor atribuido a ninguna clase entera de necesidades, sino del valor que en cada caso corresponda a la necesidad concreta de que se trate, prescindiendo de la clase en que pueda ésta hallarse catalogada, en nada ampliamos nuestro conocimiento ni deviene éste más general o fundado. Sólo recordando la importancia que esta antinomia del valor tuvo en la historia del pensamiento económico comprenderemos por qué suele hablarse de clases de necesidades al abordar el tema. Carl Menger y Böhm-Bawerk usaron el término «clases de necesidades» para refutar las objeciones a sus ideas por quienes consideraban el pan como tal más valioso que la seda sobre la base de que la clase «necesidad de alimentos» tiene mayor importancia vital que la clase «necesidad de vestidos lujosos»[2]. Hoy el concepto de «clase de necesidades» es totalmente inútil. Tal idea nada significa para la acción ni, por tanto, para la teoría del valor; puede, además, inducir a error y a confusión. Los conceptos y las clasificaciones no son más que herramientas mentales; cobran sentido y significación sólo en el contexto de las teorías que los utilizan[3]. A nada conduce agrupar las diversas necesidades en «clases» para después concluir que tal ordenación carece de interés en el terreno de la teoría del valor.

La ley de la utilidad marginal y del decreciente valor marginal nada tiene que ver con la Ley de Gossen de la saturación de las necesidades (primera Ley de Gossen). Al hablar de la utilidad marginal no nos interesamos por el goce sensual ni por la saturación o la saciedad. En modo alguno desbordamos el campo del razonamiento praxeológico cuando decimos: el destino que el individuo da a cierta porción de determinado conjunto compuesto por n unidades, destino que no sería atendido, inmodificadas las restantes circunstancias, si el interesado dispusiera de sólo n-1 unidades, constituye el empleo menos urgente de ese bien, o sea, su utilización marginal. Consideramos, por eso, marginal la utilidad derivada del empleo del bien en cuestión. Para llegar a la conclusión anterior no precisamos acudir a ninguna experimentación, conocimiento o argumentación de orden psicológico. Se deduce necesariamente de las premisas establecidas, es decir, de que los hombres actúan (valoran y prefieren) y de que el interesado posee n unidades de un conjunto homogéneo, en el primer caso, y n-1 unidades en el segundo. Bajo estos supuestos, no puede imaginarse ninguna otra decisión. La afirmación es de orden formal y apriorístico; no se basa en experiencia alguna.

El problema consiste en determinar si existen o no sucesivas etapas intermedias entre la situación de malestar que impulsa al hombre a actuar y aquella otra situación que, una vez alcanzada, vedaría toda nueva actuación (ya sea por haberse logrado un estado de perfecta satisfacción, ya sea porque el hombre se considerase incapaz de producir ninguna ulterior mejoría en su situación). Si dicha alternativa se resuelve en sentido negativo, sólo cabría una única acción: tan pronto como tal actuación quedara consumada, se habría alcanzado la situación que prohibiría toda ulterior actuación. Ahora bien, con ello se contradice abiertamente el supuesto de que existe el actuar; pugna el planteamiento con las condiciones generales presupuestas en la categoría de acción. De ahí que sea forzoso resolver la alternativa en sentido afirmativo. Existen, sin género de duda, etapas diversas en nuestra asintótica aproximación hacia aquel estado después del cual ya no hay nueva acción. Por eso la ley de la utilidad marginal se halla ya implícita en la categoría de acción. No es más que el reverso de la afirmación según la cual preferimos lo que satisface en mayor grado a lo que satisface en menor grado. Si las existencias a nuestra disposición aumentan de n-1 unidades a n unidades, esa incrementada unidad será utilizada para atender a una situación que será menos urgente o gravosa que la menos urgente o gravosa de todas las que con los recursos n-1 habían sido remediadas.

La ley de la utilidad marginal no se refiere al valor de uso objetivo, sino al valor de uso subjetivo. No alude a las propiedades químicas o físicas de las cosas para provocar ciertos efectos en general; se interesa tan sólo por su idoneidad para promover el bienestar del hombre según él lo entiende en cada momento y ocasión. No se ocupa de un supuesto valor intrínseco de las cosas, sino del valor que el hombre atribuye a los servicios que de las mismas espera derivar.

Si admitiéramos que la utilidad marginal está en las cosas y en su valor de uso objetivo, habríamos de concluir que lo mismo podría aumentar que disminuir, al incrementarse la cantidad de unidades disponibles. Puede suceder que la utilización de una cierta cantidad irreducible —n unidades— del bien a proporcione una satisfacción mayor que la que cabe derivar de los servicios de una unidad del bien b. Ahora bien, si las existencias de a son inferiores a n, a sólo puede emplearse en otro cometido menos apreciado que el que gracias a b puede ser atendido. En tal situación, el que la cuantía de a pase de n-1 unidades a n unidades parece aumentar el valor atribuido a la unidad. El poseedor de cien maderos puede construir con ellos una cabaña, que le protegerá de la lluvia mejor que un impermeable. Sin embargo, si sus disponibilidades son inferiores a los treinta maderos, únicamente podrá construirse un lecho que le resguarde de la humedad del suelo. De ahí que, si el interesado dispusiera de noventa y cinco maderos, por otros cinco prescindiría del impermeable. Pero si contara sólo con diez, no cambiaría el impermeable ni por otros diez maderos. El hombre cuya fortuna ascendiera a 100 dólares tal vez se negaría a prestar cierto servicio por otros 100 dólares. Sin embargo, si ya dispusiera de 2000 dólares y deseara ardientemente adquirir un cierto bien indivisible que costara 2100 dólares, seguramente realizaría aquel trabajo por sólo 100 dólares. Esto concuerda perfectamente con la ley de la utilidad marginal correctamente formulada, según la cual el valor de las cosas depende de la utilidad del servicio que las mismas puedan proporcionar. Es impensable una ley de utilidad marginal creciente.

La ley de la utilidad marginal no debe confundirse con la doctrina de Bernoulli de mensura sortis ni con la ley de Weber-Fechner. En el fondo de la teoría de Bernoulli palpitan aquellas ideas, que jamás nadie puso en duda, según las cuales la gente se afana por satisfacer las necesidades más urgentes antes que las menos urgentes, resultándole más fácil al hombre rico atender sus necesidades que al pobre. Pero las conclusiones que Bernoulli derivaba de tales evidencias eran a todas luces inexactas. En efecto, formuló una teoría matemática según la cual el incremento de la satisfacción disminuye a medida que aumenta la riqueza del individuo. Su afirmación de que es altamente probable que, como regla general, un ducado, para quien goce de una renta de 5000 ducados, valga como medio ducado para quien sólo disfrute de 2500 ducados de ingresos no es más que pura fantasía. Dejemos aparte el hecho de que no hay modo de efectuar comparaciones que no sean arbitrarias entre las mutuas valoraciones de personas distintas; el método de Bernoulli resulta igualmente inadecuado para las valoraciones de un mismo individuo con diferentes ingresos. No advirtió que lo único que se puede predicar del caso en cuestión es que, al crecer los ingresos, cada incremento dinerario se dedicará a satisfacer una necesidad menos urgentemente sentida que la necesidad menos acuciante que fue, sin embargo, satisfecha antes de registrarse el incremento de riqueza. No supo ver que, al valorar, optar y actuar, no se trata de medir, ni de hallar equivalencias, sino de comparar, es decir, de preferir y de rechazar[4]. Así, ni Bernoulli ni los matemáticos y economistas que siguieron su razonamiento podían resolver la antinomia del valor.

Los errores que implica el confundir la Ley de Weber-Fechner, perteneciente a la psicofísica, con la teoría subjetiva del valor fueron ya señalados por Max Weber. Verdad es que no estaba este último suficientemente versado en economía, hallándose, en cambio, demasiado influido por el historicismo, para aprehender debidamente los principios básicos que informan al pensamiento económico. Ello no obstante, su intuición genial le situó en el camino que conducía a las soluciones correctas. La teoría de la utilidad marginal, afirma Weber, «no se formula en sentido psicológico, sino —utilizando un término epistemológico— de modo pragmático, manejando las categorías de fines y medios»[5].

Si se desea poner remedio a un cierto estado patológico mediante la ingestión de una determinada cantidad de una medicina, no se obtendrá un resultado mejor multiplicando la dosis. Ese excedente o no produce mayor efecto que la dosis apropiada, por cuanto ésta, de por sí, ya provoca el resultado óptimo, o bien da lugar a consecuencias nocivas. Lo mismo sucede con toda clase de satisfacciones, si bien, frecuentemente, el estado óptimo se alcanza mediante la administración de elevadas dosis, tardándose en llegar a aquel límite que, sobrepasado, cualquier ulterior incremento produce consecuencias perniciosas. Sucede ello por cuanto nuestro mundo está regido por la causalidad, existiendo relación cuantitativa entre causa y efecto. Quien desee suprimir el malestar que provoca el vivir en una casa a un grado de temperatura, procurará caldearla para alcanzar los dieciocho o veinte grados. Nada tiene que ver con la ley de Weber-Fechner el que el interesado no busque temperaturas de setenta o noventa grados. El hecho tampoco afecta a la psicología. Para explicarlo, ésta ha de limitarse a constatar el dato de que los mortales, normalmente, prefieren la vida y la salud a la muerte y la enfermedad. Para la praxeología sólo cuenta la circunstancia de que el hombre, al actuar, opta y escoge entre alternativas; hallándose siempre cercado por disyuntivas, no tiene más remedio que elegir y, efectivamente, elige, prefiriendo una entre varias posibilidades, por cuanto —aparte otras razones— el sujeto opera en un mundo cuantitativo, no en un orden carente del concepto de cantidad, planteamiento que resulta, incluso, inconcebible para la mente humana.

Confunden la utilidad marginal y la ley de Weber-Fechner quienes sólo ponderan los medios idóneos para alcanzar cierta satisfacción, pasando por alto la propia satisfacción en sí. De haberse parado mientes en ello, no se habría incurrido en el absurdo de pretender explicar el deseo de abrigo aludiendo a la decreciente intensidad de la sensación provocada por un sucesivo incremento del correspondiente estímulo. El que, normalmente, un individuo no desee elevar la temperatura de su dormitorio a cuarenta grados nada tiene que ver con la intensidad de la sensación de calor. Por lo mismo, tampoco cabe explicar recurriendo a las ciencias naturales el que una cierta persona no caliente su habitación a la temperatura que suelen hacerlo los demás, temperatura que, probablemente, también a aquélla apetecería, si no fuera porque prefiere comprarse un traje nuevo o asistir a la audición de una sinfonía de Beethoven. Sólo los problemas del valor de uso objetivo pueden analizarse mediante los métodos típicos de las ciencias naturales; cosa bien distinta es el aprecio que el hombre que actúa pueda conceder a ese valor de uso objetivo en cada circunstancia.

 

Fuente: von Mises, Ludwig, La acción humana, capítulo VII

 




Comentarios