Ludwig von Mises – EL LIBRE COMERCIO
La teoría de los efectos del proteccionismo y del libre cambio es el quicio de la economía política clásica. Y es una teoría tan límpida, plausible e inconfundible que los adversarios nunca fueron capaces de aducir contra ella un argumento cualquiera que no tuviera que ser rechazado inmediatamente por manifiesta falta de plausibilidad y sentido lógico.
Y, sin embargo, en el mundo no vemos hoy otra cosa que proteccionismos, y con frecuencia incluso auténticas prohibiciones de importación. Hasta en Inglaterra, la patria de la política librecambista, hoy triunfa el proteccionismo. Día tras día el principio de la autarquía nacional gana nuevos adeptos. Incluso Estados con pocos millones de habitantes, como Hungría y la República Checoeslovaca, tratan de hacerse independientes de las importaciones exteriores con una política de altos aranceles proteccionistas y prohibiciones de importación. En Estados Unidos la política de comercio exterior se basa en la idea de imponer a todas las mercancías producidas en el exterior a costes inferiores un arancel equivalente al diferencial de coste. El aspecto grotesco de semejante idea está en el hecho de que todos los Estados piensan reducir así las importaciones y aumentar al mismo tiempo las exportaciones. Pero el único resultado de esta política ha sido la reducción de la división internacional del trabajo y por tanto el descenso generalizado de la productividad; y si esto no se manifiesta a la luz del sol es simplemente porque los progresos de la economía capitalista son aún suficientemente grandes para compensarlo. Pero es claro que hoy todos serían más ricos si, debido a la política proteccionista, la producción no fuera artificialmente desviada de las zonas en que las condiciones de producción locales son más favorables a aquellas en que lo son menos.
En un régimen de plena libertad de mercado la asignación del capital y del trabajo se dirigiría en cambio a las zonas en que se ofrecen las condiciones de producción más favorables. Y así, a medida que se perfeccionan los medios de transporte, mejora la tecnología y un mejor conocimiento de nuevos países que se abren al mercado, emerge la realidad de áreas de producción más favorables que las ya explotadas. Y allí se traslada la producción. Esta tendencia a trasladarse desde las áreas en que las condiciones de producción son menos favorables a aquellas en que lo son más es típica del capital y del trabajo.
Pero estas migraciones de capital y de trabajo presuponen no sólo una completa libertad de cambio sino también una ausencia de barreras que impidan la movilidad del capital y del trabajo de un país a otro. Este presupuesto no existía cuando se elaboró la doctrina clásica del libre cambio. Toda una serie de obstáculos se interponían entonces a la movilidad no sólo del capital sino también de los trabajadores. Los capitalistas evitaban invertir sus capitales en el exterior, ya sea por el escaso conocimiento de las situaciones, ya sea por la general inseguridad jurídica y por otras razones análogas. Y los trabajadores, por su parte, no tenían la posibilidad de dejar su país por todas las dificultades de orden jurídico, religioso y de otro tipo que encontrarían en el nuevo país, en primer lugar la lengua. La distinción introducida en la teoría económica entre comercio interior y comercio exterior sólo puede tener una justificación en la circunstancia de que el presupuesto de la perfecta movilidad del capital y del trabajo existía para el mercado interno pero no para el mercado entre varios Estados. El problema al que la teoría clásica debía dar una respuesta es el siguiente: ¿cuáles son los efectos del libre cambio internacional de las mercancías si la movilidad del trabajo y del capital de un país a otro se obstaculiza? La respuesta la dio la teoría ricardiana en los siguientes términos: los distintos sectores de producción se distribuyen entre los distintos países de tal manera que cada uno de ellos se aplica a producir aquellas cosas en las que sabe que posee una clara superioridad sobre los demás. Los mercantilistas temían que un país que dispusiera de condiciones de producción menos favorables importaría más de lo que exportaría, depauperando así las arcas del tesoro. Para contrarrestar eficazmente esta desgraciada eventualidad, pedían la imposición de aranceles protectores y prohibiciones de importación. La doctrina clásica demostró lo infundado de los temores mercantilistas. Con una demostración brillante, perfecta e inconfundible —y que de hecho nadie ha rechazado— teorizó que incluso un país que en todos los sectores productivos disponga de condiciones menos favorables que los demás, no debe en modo alguno temer exportar menos de lo que importa, ya que también los países que disponen de condiciones más favorables acaban inevitablemente considerando ventajoso importar de los países con condiciones de producción menos favorables aquellos artículos en cuya producción serían acaso superiores, pero no tanto como lo son en los otros artículos en los que han terminado por especializarse.
En una palabra, al hombre político la doctrina librecambista clásica le dice lo siguiente: existen países en los que las condiciones de producción naturales son más favorables, y otros en que lo son menos. La división internacional del trabajo hace que espontáneamente, y por tanto también sin intervención de los gobiernos, cada país, con independencia de sus condiciones de producción, acabe hallando su propia colocación en la comunidad internacional del trabajo. Sin duda, los países dotados de condiciones de producción más favorables serán más ricos, y los otros más pobres; pero ésta es una realidad que ninguna política podrá cambiar, porque es una consecuencia inevitable de la diversidad de los factores naturales de producción.
Tal era la situación frente a la que se encontró el viejo liberalismo, y a la que respondió cabalmente con la doctrina clásica del librecambio. Pero desde los tiempos de Ricardo la situación mundial ha cambiado notablemente, y aquella frente a la cual se encontró la doctrina librecambista en los últimos sesenta años antes del estallido de la [primera] guerra mundial era completamente distinta de la que había tenido que afrontar a finales del siglo XVIII y principios del XIX, ya que el siglo XIX mientras tanto había en parte eliminado las barreras que al principio se habían interpuesto a la perfecta movilidad del capital y del trabajo. En efecto, respecto a los tiempos de Ricardo, invertir capital en el exterior se había hecho mucho más fácil. La certeza del derecho había aumentado claramente, el conocimiento de los países, de los usos y costumbres extranjeros se había ampliado, y la sociedad anónima ofrecía la posibilidad de repartir entre una pluralidad de sujetos y por tanto reducir el riesgo empresarial en países lejanos. Sería sin duda exagerado decir que a principios del siglo XX la movilidad del capital en el mercado internacional era igual a la existente dentro de cada Estado. Las diferencias eran aún notables y también eran bastante conocidas, pero en todo caso no era ya posible partir de la idea de que el capital se detuviera en las fronteras del Estado. Y menos aún podía aplicarse esto a la fuerza de trabajo. En la segunda mitad del siglo XIX millones de europeos dejaron su país para encontrar mejores posibilidades económicas en tierras de Ultramar.
Una vez desaparecida la condición de inmovilidad del capital y del trabajo contra la que chocaba la teoría librecambista clásica, también perdía valor necesariamente la distinción entre los distintos efectos del libre mercado interior y exterior. Cuando el capital y el trabajo pueden emigrar libremente al exterior, desaparece la legitimidad de esa distinción, y para el mercado exterior vale lo dicho para el mercado interno, es decir, que el libre comercio conduce a explotar exclusivamente las condiciones de producción más favorables y a abandonar las menos favorables. De los países que disponen de menores oportunidades productivas, el capital y el trabajo se desplazan a aquellos en que las mismas son mayores, o sea, en términos aún más explícitos, el capital y el trabajo salen de los viejos países europeos densamente poblados y se trasladan a los territorios de América y de Australia, que ofrecen mejores condiciones de producción. Históricamente, para los pueblos europeos, que además de los viejos territorios de asentamiento europeos poseían también los de Ultramar, apropiados para el asentamiento de los europeos, esto se tradujo en un simple trasvase de una parte de la población a esos territorios; para Inglaterra, por ejemplo, significó simplemente, para una parte de sus hijos, ir a establecerse en Canadá, Australia o Sudáfrica. Los emigrados que habían dejado Inglaterra podían seguir siendo ciudadanos del Estado inglés y perteneciendo a su nación después de establecerse en el extranjero. Distinta fue la situación de Alemania. El alemán que emigraba llegaba a un Estado extranjero a todos los efectos, entre ciudadanos de una nación extranjera; se convertía en ciudadano de un Estado extranjero, y se podía suponer que a la vuelta de una, dos o a lo sumo tres generaciones perdería también la identidad étnica alemana, asimilándose a una nación extranjera. Así pues, Alemania se encontró ante el dilema de tener que asistir pasivamente o no al éxodo de una parte de su capital y de sus hijos a tierras extranjeras.
No hay, pues, que caer en el error de pensar que el problema político-comercial frente al cual se hallaron Inglaterra y Alemania en la segunda mitad del siglo XIX era idéntico. Para Inglaterra se trataba simplemente de aceptar o no que una parte de sus hijos emigrara a los dominions, y no había motivo alguno para impedirlo. Para Alemania, en cambio, el problema consistía en tolerar o no la emigración de alemanes a las colonias británicas, a Sudamérica y otros países, dando por descontado que estos emigrantes renunciarían con el tiempo a su ciudadanía y a su identidad étnica, lo mismo que ya habían hecho en el pasado centenares de miles e incluso millones de alemanes emigrados. Y como no había intención alguna de tolerar un hecho de este género, el Reich alemán, que en los años sesenta y setenta se había acercado gradualmente al libre comercio, a finales de los años setenta pasó de nuevo al proteccionismo para defender la agricultura y la industria alemanas de la competencia extranjera. Al amparo de los aranceles, la agricultura alemana consiguió en cierta medida contener la competencia de la agricultura del Este europeo y transoceánica, favorecida por tierras mejores; la industria alemana, por su parte, consiguió formar una serie de carteles que mantuvieron los precios por encima de los de mercado y le permitieron, con los beneficios obtenidos, vender en el extranjero a precios del mercado mundial y a veces incluso a precios inferiores.
Pero fue imposible obtener aquel éxito definitivo que la política comercial esperaba de la vuelta al proteccionismo. Cuanto más aumentaban en Alemania el coste de la vida y los costes de producción debido precisamente a los aranceles protectores, tanto más se agravaba la situación político-comercial. Es cierto que Alemania tuvo la posibilidad, en las primeras décadas de la nueva era político-comercial, de poner en marcha una poderosa expansión industrial. Pero esta expansión se habría producido también sin proteccionismos, porque era prevalentemente fruto de la introducción de nuevos procedimientos en la industria siderúrgica y química, que permitieron a toda la industria alemana aprovechar mejor los grandes recursos naturales del suelo alemán.
La situación político-comercial actual se caracteriza por el hecho de que la política antiliberal, que ha eliminado la libre circulación del trabajador en el mercado internacional y ha sometido a restricciones notables la movilidad del capital, en cierta medida ha hecho descender de nuevo aquella diferencia en los presupuestos del mercado internacional que existía entre comienzos y final del siglo XIX. De nuevo se obstaculiza la movilidad del capital y sobre todo de la fuerza de trabajo. Un mercado libre de mercancías, en estas condiciones, no desencadenaría oleadas migratorias, sino que induciría una vez más a las distintas naciones a especializarse en las actividades productivas para las que existen en casa las condiciones objetivas relativamente mejores.
Pero sea cual fuere la realidad de los presupuestos del comercio internacional, los aranceles protectores sólo pueden obtener un resultado: que ya no se produce allí donde las condiciones naturales y sociales son mejores, sino en otra parte, es decir, donde esas condiciones son peores. Las políticas proteccionistas, pues, tienen siempre como efecto la disminución del producto del trabajo humano. El partidario del libre cambio no pretende en absoluto negar que el mal que los pueblos quieren combatir con la política proteccionista sea, en efecto, un mal. Sostiene sólo que los medios adoptados por los imperialistas y por los proteccionistas no son adecuados para eliminar ese mal, y por tanto propone a su vez otra vía. El hecho de que pueblos como el alemán o el italiano hayan sido considerados las cenicientas del reparto del mundo, obligando así a sus hijos a emigrar a países cuyas condiciones políticas iliberales hacen que tengan que abandonar su nacionalidad, es una de esas condiciones del ordenamiento actual de las relaciones entre los Estados que el liberalismo quiere cambiar, porque sólo así pueden cambiarse los presupuestos de una paz efectiva.
Fuente: Mises, Ludwig von: Liberalismo, Unión Editorial, Madrid, 2011, pp. 183-190
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