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Lucas Carena – Ni tirano ni populista: ¡Restaurador!

Asumía, Luis Felipe de Orleans el reinado de Francia. Acontecimiento que anunciaba el triunfo de la facción liberal en lo que se enmarcó bajo el título de “revolución de julio” de 1830, revolución burguesa continuadora de la revuelta del 20’ y precursora de la de 48’.  Exiliado el errante Carlos X, quien había pasado de ser rey de Francia y Navarra para terminar sus días huyendo de sus acreedores, el nuevo monarca Luis Felipe se presentaba a la gran nación francesa como un restaurador del orden constitucional.

El nuevo portador de la corona, propuesto al trono por el marqués de Lafayette, optaría por una política de “diplomacia fuerte” como  mejor forma de hacer distinguir su prosapia de excelsa nobleza y, a la vez, el rigor de los ideales ilustrados. Envalentonado se vio así, tiempo después, el vicecónsul francés de Buenos Aires, Aimé Roger, ordenando un bloqueo de los puertos de la Confederación como respuesta a la negación obstinada de un caudillo federal argentino de acceder a las concesiones solicitadas desde Francia, a saber: exceptuar del servicio militar a los ciudadanos franceses que estaban obligados a prestarlo por una ley provincial y la liberación de los súbditos galos detenidos por la acusación de unitarios. Ese caudillo que, impertérrito a las exigencias foráneas no estaba dispuesto a dejarse doblegar con facilidad, era nada menos que Don Juan Manuel de Rosas.

Llamativo fue que el mismo día, 30 de noviembre de 1837, Roger elevara las peticiones, prohijado por el primer ministro Metheus Louis Molé, mientras arribaban a las costas rioplatenses la corbeta Sapho y el bergantín D’Assas a las órdenes del contralmirante Luis Francisco Leblanc. Con una mano, Francia ofrecía negociaciones diplomáticas y con la otra, mandaba una flota de buques a bloquear la salida marítima de la Confederación Argentina. El 28 de marzo de 1838, Leblanc declaró en estado de “riguroso bloqueo” el puerto de Buenos Aires y el litoral. ¡Si hubieran sabido los franceses con quién se estaban metiendo! ¡Qué poco les duró el supremacismo, mostrencos imperialistas, al colisionar con la ubérrima vehemencia del restaurador de las leyes! ¡Arrogantes e inmorales chauvinistas! ¡Ingenuos y cegados petulantes!

Para 1845 Rosas no sólo no había sido depuesto ni asesinado, sino que se encontraba gobernando por segunda vez la provincia de Buenos Aires. El caudillo Manuel Uribe le pedía ayuda para recuperar el Uruguay caído en manos de Fructuoso Rivera, quien lo había convertido en redil de unitarios y, a pesar de haber lidiado con traiciones y conspiraciones en su contra, Don Juan Manuel se disponía a inmortalizar su propio nombre en inigualable decisión: merecedor de todas las estatuas ecuestres que se le puedan endilgar, el restaurador logró, con chúcaro temperamento y tenacidad carpetovetónica, hacer frente al imperialismo anglo-francés y defender la patria en un alud de acontecimientos que hoy se conmemoran todos los 20 de noviembre en el día de la soberanía nacional.

En el delta del Paraná y al mando del valiente Lucio Mansilla, la sangre de soldados argentinos tiñó de heroísmo el camino de sirga de Obligado y tomó el cielo por asalto, logrando servir de epopeya ejemplar para que Brasil y Chile renunciaran a las hostilidades hacia Rosas y se plegaran, al menos momentáneamente, a la causa de la Confederación. A la derrota táctica de la batalla naval, le siguió una victoria estratégica en el terreno diplomático. El brigadier general logró pesgar así los planes de invasión y firmar, poco tiempo después, los tratados que reconocían la navegación del río Paraná como interna a la Confederación Argentina, sujeta a sus leyes y autorizaciones.

A casi 170 años de aquella proeza diplomático-militar llevada adelante por Rosas, que nos alecciona de forma enjundiosa acerca del verdadero amor a la patria, deberíamos detenernos cogitabundos, escudriñar su semblanza y reivindicar su conservadurismo liberador, su verticalismo emancipador y su audacia, inicuamente llamada tiránica, para perseguir a unitarios traidores y liberales extranjerizantes. Gaucho y a la vez militar, hispanista y a la vez cacique, Rosas se consagra como ejemplo, muy original, de soberanía y autodeterminación.

Los infames y oprobiosos cipayos que hoy, desde la plutocracia sinárquica y la oclocracia funcional ostentan el nombre de Rosas para asociarlo, por un lado, con el “estancamiento medieval” de la Argentina y, por el otro, con el populismo demagogo, han rebajado el temple del restaurador a la ignominia. Reivindicar a Rosas, sólo puede ser posible comprendiendo que su inefable grandeza está estrechamente ligada a su espíritu conservador y contrarrevolucionario, aunque suene políticamente incorrecto y profundamente irritante. Su talante de estanciero protector y su solidez política patriarcal, no son escindibles bajo ningún concepto aunque haya pasado de ser el demonio de la historiografía mitrista al estandarte del progresismo americanista.

Todavía deberían estar presentes en nuestra memoria, los afiches de la época que llamaban al caudillo “el exterminador de la anarquía”. Todavía debería estar presente en el relato de todo historiador el sable regalado por el general San Martín en honor a su protectorado ejemplar. Todavía deberían resonar en nuestra conciencia las palabras de su proclama que lo retratan como uno de los más grandes padres de la patria: ¡Viva Rosas y la santa federación!

Lucas Carena




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