Lugones

Leopoldo Lugones – Por la Verdad y la Justicia

La Nación – Domingo 13 de junio de 1915

Por la verdad y la justicia

 

No había yo querido escribir sobre la novela de D. Manuel Gálvez (hijo), <<La maestra normal>>, cuando este libro apareció, porque sistemáticamente me abstengo de hacerlo, si mi juicio va a salir desfavorable y el autor es mi contemporáneo, pero he aquí que don Miguel de Unamuno, respetable escritor, publica en estas mismas columnas una crítica de aquella obra, tomando como expresión de la verdad sus caracteres, para llegar, de acuerdo con el autor, a esta conclusión doblemente falsa: que la vida de provincia es, en nuestro país, un triste espectáculo de inmoralidad, de bajeza y de incultura, y que los normalistas argentinos son los principales causantes de ello. El maestro normal, según resulta de todos los que en la novela figuran, es un vividor pesimista y servil, embrutecido y pedante, para quien no existe otra diversión que el chisme al otro escarceo de libertad que la intriga. La maestra es, naturalmente, la hembra de semejante especie; y simbolizada por la protagonista en la forma genérica que el mismo título de la obra está expresando, tipifica una instintiva sentimental y cursi, cuyo destino es caer deshonrada en manos del consabido normalista pelafustán.

Esta diatriba, generalizada y substanciada por la crítica de un escritor tan leído como el Sr. Unamuno, ya merece, pues, la refutación que emprendo. Yo fui inspector de escuelas normales como el Sr. Gálvez, honor que menciono complacido, precisamente porque a él llegué sin pertenecer a la profesión; con cuyo motivo he conservado siempre entre sus miembros y yo, un vínculo de solidaridad cariñosa que no es, de mi parte, sino el reconocimiento debido a su competencia y a su dignidad. Como miembro de la inspección, primero; como jefe de dicha repartición, más tarde, visité todas las escuelas de la república, intervine en muchos sumarios como el que describe el Sr. Gálvez en su novela, oí muchas quejas contra las escuelas normales, resolví muchos asuntos, recibí muchas confidencias bajo la fe que debe inspirar todo funcionario de tal clase. Ya se verá el resultado por lo que más adelante diga. Quede constancia, entretanto, de mi competencia para juzgar en el asunto.

Porque no me propongo apreciar literariamente la novela del Sr. Gálvez. Diré, en dos palabras, que la considero bien escrita – el Sr. Gálvez es un buen escritor – aunque un poco larga para el asunto y demasiado sujeta al rigor de las prescripciones realistas. Precisamente ha de ser esto lo que indujo en error el Sr. Unamuno, haciéndole tomar como expresión de la realidad tan implacable diatriba.

La novela lo es de tal modo, que toda esa larga descripción de miserias, penas y angustias cuyo desenlace constituyelo la caída de una pobre huérfana, no merece al autor una palabra de compasión definida. En cambio, es visible su deleite de poner en la picota aquella cáfila de personajes odiosos. No se contenta con pintarlos repulsivos: todavía los ridiculiza. Se dirá que, conforme a los cánones realistas, aquella actitud es inherente a la impersonalidad del autor. Pero el Sr. Gálvez figura en la novela bajo la persona del inspector sumariante, y todavía llega hasta sacar conclusiones filosóficas, como cuando afirma explícitamente que todo aquel desastre intelectual y moral es fruto de la enseñanza laica…

Pero estudiemos el asunto en el asunto mismo.

El Sr. Gálvez es provinciano, de Santa Fe. No ha conocido sino por una o dos cortas estaciones la ciudad de La Rioja, donde se desarrolla su novela. A juzgar por el modo como describe aquella sociedad, no se vinculó con ella, ni participó de su sencillo encanto. Suponer lo contrario sería ofender al señor Gálvez porque equivaldría a dudar de prendas que ciertamente no le faltan. Pero si la vida provinciana de Santa Fe es tan interesante como cualquier otra, y, desde luego, más habitual al Sr. Gálvez, quien, de acuerdo con los cánones realistas, la habría descrito mejor, no hay en aquella ciudad escuela normal sino desde 1906; ese año se creó a propuesta mía junto con el colegio nacional, pues el monopolio que hasta entonces habían ejercido los jesuitas, resultaba ya insuficiente. El Sr. Gálvez no ha podido, pues, conocer sino de pasada el medio provinciano influido por la enseñanza normal; de suerte que al escribir su novela, ignoraba cosas importantes. Esta, entre otras: que en todas las ciudades del interior, a empezar por Córdoba, población universitaria y devota, donde la fundación de escuelas normales fue mas resistida, precisamente, las señoritas más distinguidas siguen la carrera magistral, sin que se haya notado mengua por ello en la moralidad ni en la cultura públicas. Hace más de treinta años que la mayoría de aquellas señoritas adquiere el título de maestra normal, y ello por una razón digna del mayor respeto: la mujer provinciana es generalmente pobre; y como en la buena educación de provincia el trabajo no degrada a quien lo ejerce, las familias buscan para sus hijas el título de maestra normal, que así ha ido vinculándose a los apellidos más ilustres. Con ello ganan de consumo el hogar, la escuela y el país así servido por las mejores maestras que pudiera desear, en cuanto ellas aparejan a la inteligencia más despierta de los medios sociales elevados, y a la dedicación de quien necesita su carrera, la delicadeza y la gracia de una fina educación familiar.

Por lo que respecta a la moralidad, la de nuestras mujeres en general, sobre todo cuando pertenece a la clase superior – que en las provincias no es, regularmente, sinónimo de plutocracia – ni necesita defensa. Si se trata de cultura, vayan estos dos hechos para que el Sr. Unamuno y demás lectores extranjeros de <<La maestra normal>> no sigan equivocándose: en Córdoba oyeron a <<Parsifal>> antes que en Londres y que en París, pagándolo a peso de oro. En Tucumán, a más de mil kilómetros tiera adentro, hicieron el año pasado, con cantantes y músicos de costosa traslación, la historia del lied y de la sonata. Las mujeres de la sociedad acomodada que costea estas fiestas, imposibles de realizar sin el concurso femenino, son, en su mayoría, maestras normales o ex alumnas de la escuela normal.

No es menos injusta la caracterización del maestro. Ninguna profesión cuenta aquí con mayor número de hombres eminentes en su respectiva personalidad. Para no mencionar sino algunos entre los fundadores de escuelas, los autores, los individuos de obras respetable y conocida, en una palabra, me bastará recordar a Pablo Pizzurno, Manuel Antequeda, Alfredo Ferreyra, Leopoldo Herrera, Víctor Mercante, Alejandro Carbó, Rodolfo Senet, todos vivos,  casi todos provincianos.

El resto y la falanje menos visible de los buenos y de los útiles es tan numerosa, que sorprende, a la verdad, como el inspector Gálvez peude así desconocerla. Si los normalistas fueran vanidosos, jactaríanse aún de contar entre los suyos a Florentino Ameghino, quien duerme el sueño de paz en el panteón de los maestros de La Plata.

Mis recuerdos de varios años en una extensa e intensa labor cuyo método personal consistió esencialmente en que todo lo vi con mis ojos, son absolutamente contrarios a la tesis del Sr. Gálvez. Yo no he conocido una sola maestra inmoral, y las dos o tres denuncias que sobre esta materia recibí nunca fueron comprobadas. En cambio, dos por lo menos, resultaron calumnias de politiqueros sin escrúpulos, que, llegado el caso, eludieron su responsabilidad. Habiendo estudiado especialmente el asunto, afirmo hoy como lo hice algunos años ha en mi libro <<Didáctica>>: las escuelas normales mixtas son, precisamente, las que jamás han ofrecido un solo caso de inmoralidad; y en cuanto a las de mujeres, no conozco ninguno satisfactoriamente comprobable. Pero, aunque hubiera tal cual incidente esporádico: ¿habríamos de generalizar, por ella, la mancha sobre toda una profesión que, para mejor, es casi la única abierta a la actividad de la mujer, sin explotación ni sospecha, y no resultaría ello tan inicuo como pretender que todas las monjas, por ejemplo, son al estilo de aquella casquivana Lucrecia, querida de fray Filipo Lippi para mayor perfección?

No hay tal vida provinciana al modo que la describe y cree haberla sorprendido el Sr. Gálvez, imputando sus miserias a la escuela normal: como si hubiera institución sobre la tierra capaza de crear en treinta años las características de una sociedad completa. Lo que pasa es más sencillo, más ingenuo y más baladí.

Constituye un secreto a voces entre los maestros la localización del sumario que sugirió al inspector Gálvez su novela. No fue en La Rioja, sino en una ciudad vecina donde aquello ocurrió, y como la escuela normal es en las provincias una institución tan importante, así por la clase de gente que educa, como por las colocaciones que suministra, el Sr. Gálvez comprobó que la ciudad entera se ocupaba del asunto. Esto no era ciertamente desdoroso para aquella población, sino al contrario. Vincular la sociedad con la escuela es una importante obra democrática, que los institutos normales han conseguido precisamente en las provincias. La crisis por que pasaba la aludida escuela traía revuelto al personal, y el Sr. Gálvez, generalizando esto fenómenos, creyó que así eran todas las escuelas en todas las provincias. Hasta aquí, el error es admisible y tolerable. Lo que él no habría precisar jamás es donde halló los tipos de maestra que por su frecuencia desvergonzada autorizándolo a crear la protagonista genérica de su libro.

En cuanto a la competencia, yo entiendo mis cuatro letras de educación y puedo también afirmar que, regularmente hablando, entre un titulado de profesión liberal llevado a la cátedra y un maestro normal, es mejor este último noventa veces sobre cien.

No solamente, pues, la escuela normal no corrompe al país, ni los maestros normales son semejantes apóstolesde servilismo y degradación, sino que ocurre todo lo contrario. La escuela normal fue y sigue siendo un elemento superior de cultura y hasta el primero de todos en lo referente a enseñanza primaria. La crisis actual, que no es suya, sino de toda la enseñanza, convertida por la famosa <<reacción institucional>> en un bien mostrenco donde llegó a hincar el diente la misma prostitución, la ha afectado menos que a las otras ramas. Es, por su adaptación a nuestro medio y por la nacionalidad de los maestros que produce, una de las instituciones más argentinas: circunstancia preciosa sobre la cual voy a extenderme un instante.

Salta a la vista del menos avisado que el país atraviesa una crisis disolvente cuya reacción ha de inciarse allá donde más intacta y vigorosa permanezca la nacionalidad. Urge que Buenos Aires, la cabeza hipertrófica, tenga por sostén un cuerpo sano para resguardo de su propia salud mental, conforme dice el adagio. Ahora más que nunca, es imperativo, el viejo principio: el país no puede ser de Buenos Aires; Buenos Aires tiene que ser del país. En ninguna parte debe resultar más posesivo el pronombre <<nuestro>>.

Esta ciudad, vagamente extranjera y fuertemente mestiza, corre el peligro de salir un día desdeñando su nacionalidad. Ya hemos comprobado algunos hechos significativos. Así, el partido más poderoso de los que en ella existen tiene la voz <<criollo>> como el común denominador de cuanto es infame y bárbaro. Sus representantes más prestigiosos no ocultan su desdén hacia las provincias; y cuando de ellas hablan, parecen referirse a un país enemigo. Su himno oficial está en lengua italiana. Otros electores necesitan que se les explique la política nacional por medio de carteles en hebreo y en ruso…

Todo esto no entrañará peligro alguno y hasta constituirá ventajosa prueba de una robusta evolución, siempre que el elemento criollo puro tenga el vigor requerido para ir impidiendo, sin contrariarla ciertamente, que comprometa con precipitaciones excesivas el concepto histórico de la nacionalidad. Ya es satisfactorio comprobar, por ejemplo, que entre la misma diputación anticriolla, los diputados criollos puros resultan ser los mejores, y con esto, también, los jefes. Pero el grande elemento de defensa nacional será la escuela argentina dirigida maestros argentinos, y mejo aún, criollos como aquellos excelentes diputados y como la mayoría de los normalistas del interior. El sentimiento nacional y la cultura, que es, ante todo, delicadeza de alma y conciencia de la propia dignidad, vendrán, así, como sucede en los organismos bien constituidos, de adentro para afuera.

Buenos Aires es, sin duda, el centro más progresista del país: y en las capas superiores de una sociedad mucho más numerosa que la de las otras ciudades argentinas, cuenta, asimismo, con mayor cantidad de elementos cultos. Más, con su pueblo, no sucede lo mismo. Un compadrito del suburbio sabrá saltar al tranvía, manejar una llave eléctrica y leer un cartel electoral: pero es, generalmente, más inculto que un paisano de La Rioja o de Salta, porque, fuera de su viveza exterior, (res…) menos inteligente y menos digno. Su ideal consiste, habitualmente, en distinguirse como <<souteneur>> y como ladrón. Un diario escrito en caló no podría sostenerse en las provincias. La <<patota>>, o asociación de mozos decentes para ejercer la truhanería, es desconocida en el ambiente provinciano. El abandono de niños casi no existe allá. Aquí hay, normalmente, de ocho a diez mil pequeños salvajes que azontan las calles en el más bajo estado mental y moral: futuro almácigo de las ideas avanzadas (¡!) La grosería y la insolencia con la mujer, el egoísmo y la malignidad que dominan en las calles de la metrópoli, son, allá, casi desconocidos. Es que, como bien se ha dicho, una cosa es progreso y otra cultura. Así, son incomparables la cortesía y la sencillez viril, aunque tímida, de un gaucho del interior, con la desfachatez <<tangueras>> de un compadrito de Buenos Aires. Mientras dure semejante crisis, esta ciudad, lejos de gobernar, necesitará que la gobiernen con energía.

He ahí por qué, fuera de ser malo en sí mismo, es peligroso denostar al maestro argentino, cuya obra, tan deficiente como se quiera, constituye la esperanza del país.

Conocida es también la funete de ese concepto injurioso, y desde ahora, novelesco por definición: él formula el eterno agravio clerical contra la enseñanza laica, la vieja propaganda dirigida por sacerdotes extranjeros que no quieren perder su nacionalidad, como lo demuestra el hecho de vivir y morir aquí sin naturalizarse nunca. Son, efectivamente, rarísimos los casos de naturalización de sacerdotes extranjeros, tan necesaria, sin embargo, en quienes pretenden dirigir nuestros espíritus, determinando así la orientación definitiva de la patria. Por esto, la constitución, cuyos autores no eran anticlericales, ciertamente, exigió el permiso del congreso para la instalación de comunidades extranjeras. El brutal materialismo de nuestros políticos ha echado en olvido esa prescripción, y ojalá nunca debamos lamentarlo; pero, entre los maestros argentinos que realizan su obra como pueden, buena o mala, o más mala que buena, aun cuando siempre por culpa de los políticos, y el sacerdocio extranjero, a quien lo que más interesa no es la escuela argentina, sino la escuela confesional, el buen ciudadano tiene indicado su rumbo.

Los políticos, dije, y vaya una anécdota que refería la otra noche en una reunión de maestros.

Trataba yo de conseguir en 1905 que se aumentara y uniformara la renta de las cátedras fijándola en doscientos pesos – durante cerca de veinte años había sido de ciento treinta – así como que se autorizara la acumulación hasta de cinco cátedras. El presidente Quintana y el ministro González habían aceptado la iniciativa, pero ello no prosperó en el congreso, donde sólo se votó un aumento de cincuenta pesos por cátedra. Y ello a virtud de esta razón: que si tal pasaba, habría en las provincias catedráticos mejor rentados que la generalidad de los ministros, y aunque algunos gobernadores, con lo cual sería imposible contenerlos. Esta fórmula, mal disimulada, por cierto, el miedo a la independencia del hombre inteligente, la baja envidia, que es peste endémica en todo parlamento, el dominio de las escuelas con propósitos políticos y bajo amenaza de hambre. El político y el cura: he ahí los enemigos de la escuela normal. Tiene razón. La escuela normal, como toda casa donde se enseña a enseñar la verdad demostrada y el uso libre de la razón, comporta un peligro para los agentes de la obediencia. <<No se puede gobernar sin el cura – me decía una vez cierto viejo zorro de mi pago. Ya lo creo. No se puede gobernar sin dogma, porque el principio de autoridad es de tal modo vejatorio para la dignidad humana, y violento, que no le basta la tiranía material servida por esos aparatos formidables llamados policía, ejército, justicia: debe recurrir, todavía, a la opresión moral e imponerse embruteciendo.

La escuela moderna, que para bien nuestro existe ya en algunos puntos del país, y ello por mano de normalista, suprime de mis métodos la obediencia. Es así el esbozo de la sociedad futura torpemente preludiada por nuestras democracias laicas: aquella sociedad cuyo advenimiento esperamos, precisamente en razón de que está fracasando la civilización fundada sobre el dogma de obediencia. La espantosa catástrofe a que asistimos define el resultado de aquellas dos veces milenaria civilización cristiana en cuyo nombre se predica la escuela con Dios. ¿Para qué? ¿Para eso?…

Veinte siglos bastan a la naturaleza para transformar una especie. El dios de los cristianos, el dios de paz, no ha podido en ese tiempo suprimir la guerra. Todo lo contrario. La civilización fundada en su nombre sucumbe en el más vasto mar de sangre que jamás haya cubierto la tierra. Imposible, pues, tachar de impacientes a los que quieren ensayar otra cosa. Los dioses y los amos nos han enseñado que la autoridad política es necesaria para conservar el orden a cuyo amparo prospera la sociedad, garantizar la propiedad, asegurar la vida. Ya se ve cómo lo entiende cuando les place. Un año de guerra causa más desorden, mas iniquidad, más pérdidas de vidas y haciendas que las plagas naturales y sociales de un siglo. Obedecer y resignarse durante dos mil años para llegar a este fin, es, me parece, el colmo del desencanto.

La escuela laica representan, pues, una esperanza suprema, y hemos de defenderla sin Dios, mientras llega la hora de establecerla sin amo. Que también un día suprimiremos esa imbécil crueldad de oprimir niños en nombre de un orden constituido para esclavos. La libertad del niño es un encanto que la tierra necesita recobrar. El dogma feroz ha de caer ante ella como se derrumba el castillo de sombra y de hielo del invierno al aletazo de las golondrinas primaveral. Estos propósitos son demasiado bellos para que los interesados en su realización descuidemos al maestro. Van en ello los intereses concordes de la libertad y de la patria; y para que otros menos grandes no puedan viciarlos, defenderemos el espíritu magistral contra todas las sectas – blancas o coloradas, teológicas o ateas. Por otra parte y este es ya un resultado apreciable de la catástrofe europea, todas las sectas han muerto moralmente, al traicionar cada una su propio credo: de tal suerte, que bastó un trompetazo apra que, de un día a otro, mostraran la misma hilacha los monarcas del derecho divino y los amos del sufragio universal…

Dos declaraciones personales para concluir:

Yo encontré en la vida provinciana, con sus hogares sencillos y su cultura discreta, la dicha de mi vida y la libertad de mi mente. Si una impresión vale otra, ésta es la mía. Lo que no vale lo mismo es una novela, aun cuando sea realista, en presencia de la realidad y de la verdad. Con esto, no quiero manifestar al señor Gálvez ninguna aversión. No se la tengo, y por el contrario, le soy deudor de muchas apreciaciones elogiosas que habría deseado cordialmente retribuir.

 

Leopoldo Lugones




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