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Leonardo Castellani – Mito y política (fragmento de Esencia del liberalismo)

  1. Mito y política

La mejor definición de la esencia del liberalismo se encuentra en este pequeño y precioso librito; que quienes poseen guardan como oro en paño, pues lamentablemente no tiene reedición alguna.

Filósofos no son los que repiten ideítas o esquemitas o sistemitas de otros, autobautizándose “filósofos” por ello – aunque lo hagan con tanto garbo como Ortega – sino el hombre capaz de pensar la realidad presente y digerirla en proposiciones abstractas claras (sistemáticas) convincentes (demostrables) y practicables (vitales).

Tal es Nimio de Anquín, el laborioso doctor cordobés. Su opúsculo Mito y Política encierra en sus 30 páginas un breviario nacionalista completo, cristalizado en fórmulas exactas y encadenadas en un prodigioso éxito de síntesis. Este idearium disuelto en glosas y explicaciones podía dar un grueso volumen – con la mitad o menos de sus ideas, si las tuviera, el garrulón de Ricardo Rojas hubiese hecho 8 o 20 tomos – pero el autor ha preferido burilar una joya o enhilar un collar de 30 gemas. Precede a las 30 proposiciones demostradas un breve prólogo en que De Anquín concuerda dos textos contrarios de Tomás de Aquino situándolos en su tiempo y adaptándolos al nuestro, con su exacta distinción del Bien Común del Aquende y Bien Común del Allende y su aplicación a las condiciones mudadas del Estado Moderno.

De Anquín es un precioso retoño de lo que llama el charlatán arriba nombrado – uno de los “Grandes Hombres” de la chabacanería actual – en su monstruosa Historia de la Literatura Argentina… “la barbarie teocrática de la ciudad de Córdoba”.

Dice De Anquín: “Todo régimen político se corrompe… Creer que hay formas políticas incorruptibles es mitología… La transformación de los sistemas políticos en mitos crea la superstición y el fanatismo. . . Todo Estado mítico es totalitario. . . La unicidad, la absolutidad y la exclusividad en política engendran el despotismo… Las formas políticas del Estado mítico son tautológicas y van de lo mismo a lo mismo… El mito tiende naturalmente a devenir religioso… Las formas políticas en general son instrumentales y no suplen al hombre… Las formas políticas positivas en cuanto instrumentales son todas, en principio, aceptables… La democracia como forma política positiva y por lo tanto admisible es la democracia no liberal… El Estado ordenado no puede fomentar la libertad como mito pues terminaría devorado por ella… La libertad que no es mito es orden… La política no está subordinada al derecho sino a la moral: la regla de oro de la política es la equidad… No es admisible una «democracia cristiana>>, porque es complicar al cristianismo con un sistema temporal-mundano… El nacionalismo es la concepción política que propicia el encaminamiento de la nación a la consecución del Bien Común por el orden y la unidad, religados en la autoridad…”.

Así demostrando brevemente, casi more geométrico como Spinoza, sus claras proposiciones sucesivas, Nimio de Anquín —¿por qué este hombre se llamará Nimio?— cubre rápidamente un campo inmenso con profundidad y exactitud perfectas, hasta licuar a la dilucidación del triángulo Argentina-Inglaterra-Estados Unidos y sus relaciones esenciales —es decir, al corazón mismo de la realidad política argentina y mundial— en busca de soluciones de bisturí, que asombran por su audacia, pero no son sino la mirada fría del médico que diagnostica, pronostica y prescribe.

Si el enfermo no hace caso, tanto peor para él.

El filósofo cristiano cumple su misión, y se queda en paz: “Vae mihi si non evangelizavero“.

La Norma no dice: “dar buen consejo al que lo ha de seguir”. La Norma dice: “dar buen consejo al que lo ha menester”, lo siga o no.

El filósofo antiguo no era un charlatán ni un repetidor pagado sino un carácter; un varón que vivía sus ideas y que hincaba su vida como una cuña delante de la brutalidad de los déspotas o la imbecilidad de las turbas. El valeroso y tranquilo De Anquín, que por mucho que escriba no será nunca nimio, recuerda aquellas grandes figuras, un Heráclito, un Boecio, un discípulo de Donoso Cortés mucho más filósofo y menos orador que el maestro.

 

Dinámica Social, N° 85-86, Buenos Aires, noviembre-diciembre de 1937.

 

 

 

  1. LA PSEUDEMOGRESCA LIBERAL

Vidente, no veas; profeta, no profetices;

Haznos más bien una buena película.

Yo le pido muy poco a mi país trascordillerano: y lo poco que me da lo agradezco desmedidamente, pues para mí es mucho; como San Pedro en la Cárcel Mamertina, que lo iban a matar y agradecía la comida que le daban. Esto respondí a un preste profesor chileno que se extrañaba de que yo “no enseñara en la Universidad Católica”. Estoy viejo para enseñar: aunque no para aprender.

Derrocar un gobierno es fácil. Más fácil es “enrocar” un gobierno o sea coronar una dama; pero harto más todavía es instituir un sistema de sucesión que entregue la autoridad —la cual viene de Dios según los curas, pero hay que entender el cómo —si no siempre a los mejores, por lo menos a varones pasablemente competentes. Mas con el sistema de la pseudogresca liberal, ello es imposible; pues ella practica una selección al revés al poner al politiquero como intermedio obligatorio entre el poder y la “voluntad soberana” del pueblo; léase, la muchedumbre, siempre decepcionada, siempre descontenta.

El politiquero es mal estadista por definición, por su función misma. Depositar el delicado y tremendo instrumento necesario a la sociedad humana y peligroso al que lo maneja, en manos de un sacamuelas, un embustero, un embaucador, un histrión vanidoso vacuno, es cosa de locos.

Todos los sistemas políticos son corruptibles, y no hay ninguno infalible: Pero el sistema de la demogresca actual es corrupto, porque yace un error en su fondo. La misma Monarquía Cristiana se corrompió; aunque duró 10 siglos y construyó Europa. La Iglesia había desinfectado el ejercicio del poder, como desinfectó con el matrimonio la otra concupiscencia. O mejor dicho, es la misma concupiscencia quizás; o sea, el desplazamiento del punto de gravedad del amor en el hombre hacia el Símismo, cuerpo o alma, en lugar de lo que está arriba del hombre. Cualquiera que sea su causa, eso existe manifiestamente, esa torción en la natura humana que no escapó ni a los ojos de los paganos Platón o Aristóteles.

No sabemos si algo como la antigua Monarquía Cristiana retornará al mundo; puede que no. Absoluta teóricamente, ella tenía cuatro topes políticos, que eran al mismo tiempo sus columnas: los Gremios, que tenían el dinero; la Universidad, que tenía el saber —y la opinión pública y el periodismo digamos—; la Magistratura, que tenía las leyes; y la Iglesia, el poder espiritual. Este germinó con naturalidad desde Luis el Pío hasta Luis XIV, pasando por Luis el Santo en Francia; durante la larga y aventurosa Reconquista en España; por evolución vital y no por un papel escrito en una asamblea de charlatanes y bautizado “Constitución”.

El mandatario supremo venía al trono con la naturalidad de la fruta al árbol a su tiempo. Los hubo de todas clases, desde el santo al malvado; pero raramente el incompetente. Cuando el malvado pasaba ciertos límites, existían medios de sacarlo, no siempre suaves. El temible instrumento estaba controlado: era visible, y unido por red de arterias y vasos capilares al cuerpo de la nación.

El más ínfimo rústico de Fuente Ovejuna o Cantinzuelos —los famosos gansos de Cantinzuelos, que le salieron al cruce al lobo—, si sufría una injusticia, pedía llegar hasta el Rey por una ramificación de canales naturales que partiendo del Párroco o del Alcalde llegaba al trono, o al confesor del Rey, o hasta el Papa mismo, o al menos hasta don Luis Quijada, ayo del Príncipe. Era una democracia.

Esta fue la sociedad que, malgrado pecados y crímenes, hizo las Catedrales y las Epopeyas, tanto las escritas como las tácitas; la que hizo las Cruzadas y la Conquista, después de haber hecho la Reconquista. No es añoranza inútil. No es tampoco idealización. Ahí están sus frutos.

Cuando eso cayó, Europa debilitada se puso a tejer —o destejer— el sistema ideal de la Razón Adulta o “Iluminada”, con el libro de un renegado neurótico como guía. La Voluntad General es soberana e infalible; el gobierno debe pues ser por “asambleas”; y como no se puede asamblear a todo el pueblo, debe hacerse una pirámide de asambleas de más en más restringidas que “representen” al pueblo, hasta cuspidear en una suprema, la “Constituyente”; pero puesto que toda decisión es una reducción a la unidad, resultó fatal en la práctica que un solo hombre decidiera —Dantón, Robespierre, Bonaparte— como antaño el Rey; porque las Asambleas, que son el régimen de los discutidores, habían llegado al más mortífero tremedal. Todo esto se regó abundantemente con sangre —el árbol de la Libertad— para legar el bonapartismo, despótica falsificación de la Monarquía. Pero las colonias inglesas de América, monárquicas de instinto, inventaron el régimen de uno solo al servicio del Progreso… y del dinero; de uno que está a la vez solo y mal acompañado. Estaban allá arriba todavía elaborando su régimen sobre el papel: no estaba completo, y funcionaba un poco en el vacío, cuando copiaron el papel literalmente —de una mala traducción— en la infeliz cuenca del Plata. Y después lo cumplieron más o menos, más vale menos. Esta es la hora en que no funciona más.

El MERCURIO, de Santiago de Chile, dice ayer —firma Róvere—, que en la Argentina hace mucho no gobierna ¡ay! la democracia, sino los “grupos de presión” —podría haber dicho los “grupos” simplemente—; sospecho que más o menos en todos puntos del mundo democrático, incluso en “la gran democracia del Norte”, en forma patente o paliada; y sospecho que es mejor que entre nosotros la quiebra de la utopía sea patente. “Perenne frustración democrática argentina” dice don Guido Róvere; peor sería si fuera “crustación” o “crastación”.

Este truco de elegir malos gobernantes por medio de la trampa del sufragio “universal” —donde pueden votar las mujeres pero no los peronistas— y después tener que sacarlos por medio de otra trampa campomayesca— que ya ha funcionado tres veces—, es una cosa miserable para una nación que se respete o que no se respete. No nos respetan mucho en el exterior ciertamente, aunque sí más que en el interior. Esta nación no existe; desde acá (de Quillota) no ven más que la figura descompuesta de una que fue, de la cual no subsisten más que las estatuas arrogantes y pechudas en las plazas —y en las estampillas. Pero ellos aquí (en Chile) no conocen el secreto de nuestro corazón, donde ELLA existe. Siquiera sea macilenta y con los pechos secos.

Entretanto, los paisillos “democráticos” de Hispanoamérica, UNados, OEAdos, se aprestan a defender con legalismo y monetismos la Religión de la Democracia en la Argentina, si así lo dispone la Gran Tutora.

La solución concreta del problema político argentino yo no la sé ni la voy a ver, si es que al fin viene; que podría no. Sin sombra de interés personal ni nada esencial que ganar o que perder para Leonardo Castellani, el problema ha sido puesto en las manos de mi meditación, como un niño enfermo en manos de un lego en medicina. Todas las cosas deste mundo mundillo, hasta las enfermedades, han sido hechas en orden a que ingresen algún día en un libro —o en una mente mortal.

Sé por experiencia que el diablo tiene más poder en lo material que todos los medios de salvación que Dios ha puesto en su Iglesia, incluso el Santísimo Sacramento.

“Todo esto mío es, y a quien yo quiero se lo doy”. En lo político, Dios parece extrañamente más débil que su adversario. Una y otra vez las construcciones cristianas desbaratadas; aunque no sin culpa de los cristianos, eso es cierto; pero todo lo material es sólo apariencia. Cuando el diablo hace una olla siempre se olvida la tapa. El diablo hizo crucificar a Cristo, pero “en mí él no tiene parte alguna, el Príncipe deste mundo —dijo Cristo— y desde hoy mismo está vencido” (Dom-lV, p.P.).

Dios juega con trampa: tiene escondido en la manga el As de Espada, la carta de la Resurrección.

Cuando esté más oscuro, sabed que por allí amanece. Y de la Higuera aprended una comparación.

Tribuna,, San Juan, 13 de junio de 1962.

 

 

III. LA TIRANIA Y LA ANARQUIA

La tiranía y la anarquía, los dos males supremos para un país, en los libros de teoría política —como en la POLÍTEIA de Platón— están situadas en los dos extremos de los regímenes posibles; entre los cuales se escalonan dos, tres o cinco “regímenes lícitos”; aristocracia, timocracia, democracia…

Pero en la realidad histórica, esos dos “extremos” suelen estar muy próximos —los extremos se tocan—, porque en las naciones corrompidas o descangalladas se produce un movimiento pendular que va fácilmente del uno al otro cabo, sin poder encontrar el medio; sobre todo desde que rige en el mundo lo que es llamado “la Revolución” con mayúscula.

El medio de este movimiento pendular no es otro que el delicado equilibrio —nunca perfecto en este pícaro mundo— entre los derechos del individuo y las exigencias del Estado; y entre las ventajas de un régimen unitario y fuerte —ventajas que hacen decir a los filósofos que teóricamente el mejor régimen es el de UNO: “monarjía” y las reacciones libertarias convulsas, a veces salvadoras o alocadas, que suscita el abuso del régimen UNO, cuando abandona la consagración difícil al bien común, se convierte en tiranía, técnicamente hablando. La corrupción de lo óptimo es pésima —casi es mejor no ser óptimo en este mundo, ¿no?—. Esta es la base de nosotros los “republicanos”. Preferimos un gobierno menos “perfecto” teóricamente, pero con menos peligro de corrupción suprema. Nuestra teoría prevé un gobierno baratito y como de entrecasa, “sin frenéticos espasmos de dolor o de alegría. De los cuales las enfermas pobres almas van en pos…”, como dijo el romántico.

Pues como íbamos diciendo, esto del movimiento pendular se puede contemplar por ejemplo en la historia del Imperio Romano en tiempos de San Agustín. No es necesario repasar los estudios monumentales de Mommsen o Guglielmo Ferrero, bastan las obras del Obispo de Hipona. Las continuas sublevaciones de generales, que ponían o deponían Emperadores, habían concluido por avezar a la usurpación del poder; y por convertir por ende en título de legitimidad gubernamental el mero hecho de tener armas. De donde siguió una cadena de períodos de tiranía y períodos de anarquía, cortados por períodos de las cosas juntas…

En el tiempo de la vida del Santo, desde mediados del siglo IV a principios del V (354-430), hubo en Roma nada menos que tres generales usurpadores: Máximo III —que duró tres años—, Juan I —dos años, y después asesinado, por supuesto— y durante cuyo mando se produjo el tercer ataque y saqueo de la Urbe cabeza del mundo civilizado. En este tiempo de la vida de un hombre, el Imperio se dividió y se reunió tres veces; en tanto que los reyezuelos bárbaros luchaban entre sí y se quedaban con pedazos tan grandes de él como toda España (godos y vándalos) y Sud-Francia (francos) ; hasta que al fin el Imperio se pierde en Occidente y queda reducido a su parte Oriental, Constantinópolis.

San Agustín abandonó los temas políticos —después de declarar altivamente que “los pueblos corrompidos sólo pueden ser gobernados por tiranos” – y se dedicó al tema religioso; en lo cual sería bueno que yo lo imitara un poco, según me dicen, ¡ay de mí! Estaba en el Concilio de Cartago contra los Donatistas y Pelagianos el año 410, cuando le llegó la noticia de la destrucción de Roma por Alarico, que muchos cristianos tomaban como señal de la inminencia del fin del mundo; y otra vez quiso hacerse el duro, y proclamó que “no tenía por grandes a quienes se asombraban de que las casas cayeran y murieran los mortales”. Mas cuando los bárbaros cruzaron el Estrecho y sitiaron a Hipona, dejando tras sí un reguero de ruinas, aflojó el Santo y se murió de pena: “pidió a Dios que se lo llevara” —dicen los devotos—. En el fondo era patriota, o por lo menos, era patricio, aunque parecía un perfecto nazi.

La razón de que se oscile tan fácil de la tiranía a la anarquía es que en el fondo de ambas hay algo común, que es el desgobierno: el Tirano, aunque parece que gobierna demasiado, no gobierna en realidad; porque no ordena mas solamente manda y atropella. Pero la gente de este país no sabe a punto fijo lo que es tiranía ni lo que es anarquía: lo conocemos solamente por sus efectos, es decir, cuando ya es un poco tarde… Educados por José Mármol y José Ingenieros, creemos que “tiranía” es a manera de un despatarro de mazorqueros, fusilamientos arbitrarios, cintas coloradas, insultos inmundos y salvajes al adversario político… y la pobrecita Amalia que cae atravesada de balas en los brazos de su amante Torcuato —o como se llame el amante— en medio de las carcajadas satánicas de Cuitiño; y en cuanto a la “anarquía” se nos hace que es una especie de caos, despelote y entrevero general. Pero en realidad de verdad, tirano no significa ni duro, ni déspota, ni cruel, a no ser en los dramas de Lope, donde dice: “Mi dulce tirana”. Luis XI de Francia fue todo eso y no fue un tirano, lo mismo que Solano López, del Paraguay. Ni tampoco anarquía significa una merienda de negros; hay anarquías de frac y corbata blanca.

Técnicamente, anarquía significa falta de vigencia de la Ley, y tiranía significa falta de vigencia de la Ley. Ley significa un algo que esté por encima de la voluntad y aun de la cabeza de los hombres, en el sentido que diremos ahora. En los dos extremos de la corrupción política predomina sobre la Ley la voluntad de los hombres: en la Tiranía, la de Uno; y en la Anarquía, la de Muchos.

Guando dije Ley, no quise decir lo que llaman ley Grotius, Kant, Hegel o Carl Schmitt, y en general los juristas modernos; es decir, un instrumento de la voluntad del Político, sino lo que llamaban ley —positiva o natural— los antiguos: “ordenación de la ley natural”… y “las leyes naturales son las mismas inclinaciones de las cosas a sus fines propios”… y “Ley Natural no es otra cosa, al cabo, sino la luz del intelecto infundida en nosotros por los cielos, con la cual conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”.

Esta diferencia entre el concepto de ley de la Tradición, y la nueva ley rusoniana de la Revolución debe ser objeto de otro artículo, pues ella es capital; no es indiferente, antes es diversísimo que la ley descienda del intelecto, como quería la antigua filosofía; o de la voluntad, como quieren las modernas filosofías voluntaristas, o por mejor decir, la sofística contemporánea. “Decir que de la voluntad de Dios depende la ley moral (Occam, Descartes) es blasfemia”, enseñó Tomás de Aquino.

Baste decir ahora que cuando nuestros abuelos el siglo pasado hablaban de “restaurar las leyes” y ornaban con el título de Restaurador al que no nombraré —porque si lo nombro, ya soy ipso facto “nazi”—, querían decir “volver a las leyes de antes”, a las de siempre, a las eternas, a la idea antigua de “Ley”. No pretendían muchas leyes nuevas, que si a eso vamos, don Bernardino González Rivadavia era machazo en eso, e hizo lo menos cinco veces más leyes que “el Otro”. Lo que querían era que “la Ley” se mirase de otra manera; querían en suma que fuera obedecida; y eso, por parte de todos, empezando por el mismo Mandatario, convertido así en “Promulgador” y vocero de la Razón, y puesto por debajo de ella. Para lo cual era necesario que la ley promulgada fuera justa, pareja y prudente; o sea, de acuerdo a las costumbres y “derivada de la razón en orden al bien común” —o derivada de Dios en definitiva, “fuente de toda razón y justicia“: “de los cielos”, como dijo el de Aquino. Mas para que la ley salga realmente Ley —lo cual no es soplar y hacer botellas—, ley justa, pareja y prudente, comúnmente se requiere que no salga del mate de uno solo, sino se junten varios mates buenos. . . y si es posible, todos. Y esto es “democracia”, según el muy “nazi” de Santo Tomás ¡que era hijo de una condesa alemana!… No “democracia cristiana”, porque en aquellos tiempos atrasados no se habían misturado todavía lo político con lo religioso, sino democracia a secas, o república; porque “el gobierno es más suave y más feliz —enseña el Aquinate— cuando todos tienen alguna parte en él en la medida de su capacidad”…  Ojo con esta medida de la capacidad.

 

A mí en la clase de historia me enseñaron cuando chico que en este feliz país en que nací hubo una cadeneta de períodos de tiranía y de anarquía, cortados por relámpagos de Libertad, a saber:

  1. Tiranía bajo los reyes de España, atestiguada por el mismísimo Himno Nacional;
  2. La Libertad, que como un rayo rompió con ruido todas las cadenas,

el 25 de Mayo

día del trueno y del rayo,

último del Despotismo. . .

y… primero de lo mismo”,

como decía el maestro Parodi, un catalán que me enseñó a leer;

  1. La Anarquía;
  2. La Tiranía de nuevo;
  3. La Libertad de nuevo, con la Constitución de 1853, esta vez libertad definitiva y eterna…

Pero resulta que en el 90 hubo una revolución muy seria contra la “Tiranía” de nuevo; y en 1912, cuando salí de la escuela, se implantó el sufragio universal libre y obligatorio; y se recobró la Libertad definitivamente. Pero en 1930, el glorioso Ejército argentino, mandado por Uriburu, hizo otra revolución contra la Tiranía; y luego en 1943 otra revolución contra la Tiranía, mandada por diversos generales. Entonces se me confundió toda la historia, “perdí mi latín”, y ya no comprendía nada. Recuerdo en 1930, cuando estaba estudiando en Amiens, los diarios franceses de provincia describían los sucesos argentinos más o menos así:

. .et alors, le général Ouribourú sortit son revolver et chassa le général Irigoyén: mais alors, quoi, un autre general Agustín Justó, sortit son revolver et chassa le general Ouribourú: lequel, étant un grand ami de la France, vint á París. . . et y mourut”…

Recuerdo que daba una vergüenza imponente leer eso; hasta que al final me consolé diciendo, con el autor de EL ENTE DILUCIDADO: “Los monstruos ¿lo somos nosotros o lo son ellos?“.

Pero se me confundió grande toda la historia argentina, y recién ahora, a los 60 años, se me comienza a ordenar de nuevo. Días pasados encontré a un muchachito de doce años leyendo precozmente la VIDA DE JUAN MANUEL DE ROSAS, de Manuel Gálvez; el cual me dijo: “Tío, el fruto de esta lectura es bastante triste; porque resulta que en la escuela me han engañado”. A lo cual respondí: “Dale gracias a Dios que te enteras a los doce años; yo no me enteré hasta los 35″.

Pero de esto que diré ahora, recién me enteré a los 60, a saber: el eje permanente de la historia argentina es la pugna entre la tradición hispánica y el liberalismo foráneo, bajo cuyo signo nacimos a la “vida libre”: y esa pugna continuará hasta el año 2.000 por lo menos, como está descripto en el libro Su Majestad Dulcinea (segunda parte de El Nuevo Gobierno de Sancho) de inminente publicación… después que yo muera. El pueblo argentino jamás asimiló el liberalismo francés o inglés o norteamericano; no se sabe porqué. Los liberales lo han tenido aquí todo para hacerlo asimilar: el progreso, la moda y la mentira, prensa grande, libros, universidad… y hasta sacerdotes, curas y obispos liberales o liberaloides; y el pueblo argentino no lo asimiló: mala suerte. Cada vez que el pueblo eligió libremente “su caudillo” —como decía Estanislao López— eligió un caudillo antiliberal. Ninguno de ellos le salió muy santo, y uno de ellos le salió al final un canallita; mas el pueblo, les petites gens, como dice el francés, persistió tozudamente en su actitud antiliberal. El Partido Radical, cuando empezó a “liberalizarse”, empezó a decaer; es un hecho: algo aflojó en su espinazo.

Esto es para mí una especie de prodigio. Será por tozudo o por inteligente, por falta de religión o por sobra de religión, por falta de cultura; pero el hecho está allí, macizo como una roca: el pueblo no quiere a los liberales.

En este momento histórico, ello se comprende un poco: no hay liberales de gran talento aquí ahora. Fíjense en los que ahora escriben o hablan bien —con autoridad, eficazmente— son todos o comunistas o nacionalistas; liberales de gran calibre no hay. Pero en otro tiempo hubo un Sarmiento, un Mitre, digamos en otro plano, un Lisandro de la Torre. . . Mas el pueblo erre que erre: en cuanto le dan cancha libre, va y ensalza a un caudillo antiliberal hasta las nubes. . . Para mí que la culpa la tienen los médicos y los curas rurales, o la Acción Católica.

 

De modo que al pueblo argentino le pasa un poco como le pasó a Julio Camba. Cuando el gran humorista español escribió su mejor libro, Haciendo de República, sus amigotes de la peña, la redacción y el café dijeron: “¡El gordo se ha convertido al catolicismo!”, a lo cual el gordo replicó: “No. Lo que pasa es que me he dado cuenta de que era católico”. Así que el pueblo argentino, que no sabe definir el liberalismo, se da cuenta bruscamente sin cesar que es antiliberal. Y no se puede decir que la culpa la tengan los nazis: en tiempo de Yrigoyen no había nazis.

De manera que si la Historia tiene leyes fijas —lo cual no es seguro— se podría decir esto: ahora se han copado la revolución los liberales, gobernarán un tiempo, vendrá otra revolución y pondrá en el inestable y codiciado trono a un antiliberal… ¿En qué plazo? En menos de diez años. ¿Por qué? Porque los plazos de las revoluciones argentinas se van acortando visiblemente…

Hablo de las revoluciones grandes, que cambien el régimen del país, haciendo oscilar el péndulo de un extremo a otro; no hablo del golpe de San Martín en 1812, o de las revoluciones radicales de 1893 o de 1905, que fueron meros colazos del 90. Y bien:

De la Revolución de Mayo a Caseros, 43 años.

De Caseros a Alem-Yrigoyen, 42 años.

De la del 90 a Uriburu, 40 años.

De Uriburu a Farrel, 13 años.

De Farrel a Lonardi, 12 años.

¿A qué se deben estos ciclos? Estos ciclos se deben a que los militares jóvenes tienen que imbuirse de la ideología correspondiente para hacer la correspondiente “revolución” —es decir, tienen que ir juntando rabia—, penetrándose de la ideología de Rousseau y de Echeverría si gobierna un caudillo absoluto; y de las ideas absolutistas si gobiernan Presidentes liberales totalitarios… Así, durante la “década infame”, los oficiales jóvenes absorben las ideas de El PAMPERO, y se convencen de que el país marcha mal; y durante la década siguiente, se dan cuenta por sí mismos —y por los panfletos— de que la libertad también es necesaria, y que otra vez el país marcha mal, y entonces ¡pumba!… “le général X sortit son revolver, et chassa le général Z”… y así sucesivamente.

Hay que tomarlo un poco en broma; al fin, la vida es corta; y el que se hace mala sangre se la acorta más todavía. Pero lo que queríamos decir es que hay que salir de una vez del movimiento pendular, si se puede; y que no se puede salir si no se consolida la Ley… o se restauran las leyes, como ustedes quieran. Y la Ley no se puede restaurar sino sobre la base de una restauración moral.

¿Y cómo se hace la restauración moral? Mucho preguntas, Sancho: ése es el tema de otro artículo. Pero por de pronto, moralízate tú, el que estás leyendo esto, antes de querer moralizar a los demás a la fuerza. Tú. . . aunque seas Comisario Investigador y émulo del mismísimo Mahatma Ghandi…

“hypocrite lecteur, mon semblable, mon frere…”

 

DINAMICA SOCIAL, N9 65, Buenos Aires, enero de 1956.

 

Fuente: Castellani, Leonardo, Esencia del liberalismo, Bs.As., Dictio, 1976, pp. 153-167

 




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