Julio Irazusta responde a Tulio Halperín Donghi (Parte II)
Pero de todos modos la exposición de Ravignani es tan inobjetable que no disentí con uno solo de sus datos sobre los hechos, aunque sí sobre algunas de sus interpretaciones sobre los mismos.
Pero acerca del escepticismo del crítico sobre la guerra del silencio que nos puso el régimen, apoyado en la que José Luis Busaniche llamó la historia oficial subvencionada, le daré a nuestro crítico una sorpresa: ese obstáculo lo tuvo el mismo Ravignani. El radicalismo esbozó, antes de 1930, una revisión a fondo del pasado nacional. Bajo sus auspicios se editó una revista Anales históricos, con profusión de avisos de las instituciones oficiales, que atentaba contra los ídolos del liberalismo Y por su parte Ravignani no repartió hasta 1942 los documentos de La Liga Litoral, aunque el pie de imprenta de los tomos lleva la fecha de 1922.
La diferencia entre el papel de la introducción y el de los documentos es notable. Y prueba que hubo un accidente que impidió la continuación de los Anales Históricos y la aparición a su debido tiempo de la magistral edición de Ravignani sobre la liga litoral. Entre las causas de la revolución de setiembre, atribuyo gran importancia al incipiente revisionismo radical.
Si el señor Halperín Donghi se dice insatisfecho con nuestras explicaciones sobre la pseudo clase dirigente que deshizo al país heredero del Virreinato, le daré en pocas palabras una síntesis sobre lo que nosotros llamamos “la oligarquía argentina”, en la que aquella ha degenerado, en nuestro tiempo. Imposible remontarnos a las relaciones entre nuestros gobernantes y los agentes extranjeros que inspiraron la política nacional. Pero esas relaciones quedaron patentes entre 1930 y 1947. Y ellas determinan la índole de aquella oligarquía. Ella no es la de los vacunos, según la interpretación corriente entre marxistas y no marxistas, sino la de los servidores del extranjero. Y no se compone de representantes de una clase social, sino de elementos surgidos de todos los estamentos. Forma un aparato, como dicen los rusos, que constituye un colador perfecto para eliminar a los patriotas del gobierno, cualquiera sea su origen, constitucional o de hecho. Aparato más poderoso que el soviético. Pues los opositores al soviet, si pueden hacer pasar a Occidente sus protestas, se vuelven famosos de inmediato, mientras las de los disidentes del interés privilegiado extranjero que manda entre nosotros no trascienden jamás al resto del mundo. Este no debe saber que la finanza internacional tiene aquí su más ingente coto de caza.
Debo también negar, por mi parte, que nuestra “demolición de los que fueron rivales y herederos de Rosas” fuera “indiscriminada”. Siempre traté de guiarme, en el juicio sobre las personalidades salientes de nuestra historia, por el servicio o el deservicio del interés nacional. Nunca se me ocurrió negarle a Lavalle sus glorias como héroe de las guerras emancipadoras. Pero su extravío al aliarse con los agresores del país fue tan evidente que él mismo condeno esa alianza en términos implacables, antes de ser arrastrado a ella por la dialéctica de Florencio Várela Si por desgracia hubo algunos rivales o herederos indefendibles, cuyas opiniones siempre estuvieron dirigidas contra el país en su espíritu y en su integridad territorial, no tuvimos mas remedio que decirlo.
Otro error del señor Halperín Donghi consiste en creer que el revisionismo coincidió con la etapa en que combatimos el democratismo extremo, aparecido en la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen. Ocurrió lo contrario. Fue al comprender que el pueblo argentino siempre se había mostrado capaz de secundar los programas de interés nacional que les presentaban los políticos desde la oposición para ganar las elecciones, aunque después los traicionaban, que empezamos a rever los planteos sobre la problemática nacional, y a revisar la historia del pasado argentino. También se equivoca en sostener que el revisionismo no se había interesado hasta entonces sino muy marginalmente en la gestión económico-financiera que proponía como modelo”. Desde 1930 Rodolfo Irazusta expuso en La Nueva República grandes vistas sobre la situación económica del país; y en La Argentina y el imperialismo británico, cuya tercera parte inicia el revisionismo en 1934, se presta la mayor atención a la influencia que la legalización del estatuto del estatuto del coloniaje tendría en el futuro nacional.
Con motivo de las referencias que el crítico hace respecto de las diversas posiciones asumidas por unos y otros revisionistas, conviene aclarar que yo había definido mi posición respecto del caudillismo desde el Ensayo sobre Rosas en 1935, diciendo que según Burke era muy compatible el odio a las tiranías pasadas con el servilismo actual, y que soñar con dictaduras en aquel momento, en condiciones diametralmente opuestas a las de cien años atrás, era una estupidez. El régimen de excepción es indispensable para una emergencia agónica, como la que se le presentó a Rosas en los diecisiete años de su segundo gobierno. El mismo jamás creyó que su modo de gobernar fuera susceptible de prolongarse más allá del tiempo necesario para afrontar una coyuntura excepcional. Y el hecho de que la emergencia se prolongara mucho tiempo nada argüía en contra de su racionalidad. Por otra parte, he dicho en varias oportunidades que a no ser por las agresiones extranjeras, que duraron, en forma larvada o franca, durante todo el período dictatorial, Rosas habría sido el abominable tirano que dijeron sus adversarios contemporáneos o póstumos, los unos optando por la civilización europea no española, en contra de la integridad territorial; los otros ocultando las circunstancias exteriores en medio de las cuales se desarrolló la dictadura.
Ahora bien, los revisionistas que eran partidarios de Rosas por amor al palo; los encandilados por las dictaduras europeas posteriores a la primera guerra mundial; los que no discernían la diferencia entre la circunstancia argentina de 1835, y la de 1935, era natural que siguieran otros caminos.
Lo que el señor Halperín Donghi considera “una progresiva asimilación del revisionismo dentro de la corriente tradicional de la historiografía”, y mi supuesto “rosismo-mitrismo”, implica que nuestro crítico no ha comprendido bien mi criterio sobre la historia, talvez porque yo no le he expuesto en forma doctrinaria, aunque se halla disperso en mi Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia y en otros de mis libros. No creo que la historia sea maestra de la vida, como se dice tradicionalmente, porque de ella no se puede deducir un sistema o norma de acción para lograr éxito seguro en nada de lo que uno se proponga. Aporta conocimientos sobre experiencias pasadas, de las que pueden enriquecer la que el hombre adquiera en su vida, la que por dilatada que sea, jamás podrá equipararse a la que ofrece la historia de la humanidad. Y cuando ésta se ignora, se suele incurrir en errores garrafales, que cierto grado de erudición en la materia permitiría evitar.
Porque no creo que de la historia se pueda deducir un sistema de acción para lograr éxito seguro es por lo que no comparto la teoría del caudillismo como el mejor estilo de vida política argentina, que algunos de mis colegas en el revisionismo pregonan como panacea para resolver todos los problemas que afligen al país. Lo más que se puede sacar del estudio de la historia, cuando ella es la de una larga experiencia afortunada, es una descripción intelectual, que se traduce en un método de conducción nacional, e incluso permite darle el nombre de una forma de gobierno, las que jamás pueden establecerse a priori, sino que son posteriores a lo que Santayana llamaba las réussites, o sea, los éxitos en cualquier actividad espiritual. Por consiguiente, es absurdo pensar que en historia puedan existir partidos póstumos, de seguidores de éste o aquél personaje que el historiador elige para sus estudios.
Tampoco me parece juicioso exaltar la figura de todos los caudillos, por el mero hecho de serlo, en que se han empeñado algunos reivisionistas, sin tener en cuenta otro factor que el de haber sido cabecillas de movimientos populares, como si esta única circunstancia bastara excusar sus errores y extravíos en que incurrieron algunos de ellos.
Una de las críticas en que el señor Halperín Donghi hace más justicia al revisionismo es la página en que dice: “Las alternativas que caracterizaron su trayectoria no autorizarían a hablar de un fracaso, sobre todo en un país en que el proyecto de influir sobre el equilibrio político mediante una revolución intelectual se ha revelado siempre de realización tan difícil”. Pero en verdad, es demasiado generoso con el movimiento en ese juicio. Pues si como lo dice en el libro que comentamos, el revisionismo era más político que histórico, el fracaso en la primera parte del proyecto está presente en los hechos de la actualidad, pese a la apariencia de adhesión multitudinaria a la figura de Rosas que se presencia en estos momentos. Pues el objetivo político que buscábamos desde un principio los que más tarde iniciáramos el revisionismo fue modificar las cosas nacionales que entonces nos parecían malas. En cambio, en el pensamiento, hemos logrado entre todos un cambio notable, hasta el punto de que el señor Halperín Donghi ha considerado tema de interés aplicar su aguda inteligencia a estudiarlo.
Lo único discutible en la página editada es el miembro de frase que se refiere a la dificultad que opondría nuestro país al propósito de influir en el equilibrio político mediante una revolución intelectual. Tan no es así que la generación de 1837, luego de cambiar su nacionalismo inicial por un internacionalismo extremo, intentó legislar sobre una tabla rasa, al mejor estilo jacobino, y si no logró cambiar de todo la índole del país, por lo menos hizo de una nación capaz de enfrentar a las dos mayores potencias del mundo y salir airosa de la prueba, una factoría sumisa a los dictados del extranjero. Para dar vuelta esta situación, era indispensable una revolución intelectual que alcanzase éxito político, merced a un regalo como el que Urquiza les obsequió a los emigrados y a los brasileros. Al llegar a este punto advierto haber omitido en su debido lugar un argumento contra el señor Halperín Donghi, donde me acusó de pregonar un “rosismo-mitrismo”. Y es el siguiente: que yo jamás haría mitrismo, pues como se atribuyó a Hipólito Yrigoyen haber dicho, ello equivaldría a hacerse brasilero. Si alabé un aspecto de la acción de Mitre es porque correspondía en estricta justicia, según el criterio más arriba expuesto, sobre la discriminación que hay que establecer sobre los personajes de la historia patria, para aprovechar el valor de sus acciones negativas, que es como se forma un sistema feliz de conducción nacional. En el estudio sobre Guido y Spano que publiqué en Ensayos históricos señalé de paso el contraste entre la gran diplomacia de Rosas y la catastrófica de Mitre y de todo el partido liberal. Y en el folleto en que alabo la política estatizante de Mitre sobre ferrocarriles, aludí desde el comienzo a mi apreciación general sobre los errores del personaje, que favoreció, como todos sus correligionarios, la preponderancia del Brasil en el continente, cuyas consecuencias catastróficas estamos sufriendo en este momento en la cuestión de la Cuenca del Plata.
Como lo digo en Balance de siglo y medio, los mejores hombres del régimen ideológico y faccioso fundado en Caseros, advirtieron algunos de los errores garrafales cometidos por los profetas nacionales entronizados en el gobierno después de Caseros y Pavón. Pero, no hicieron una revolución intelectual. Veían los efectos, pero no las causas, como decía San Agustín: rem uiderunt, causam non uiderunt. Entre varios señalaron los males de la situación creada por el régimen. Pero no hicieron una revolución intelectual contra sus fundadores, ni siquiera el que llegó más lejos en la rectificación de su ideario, como Zeballos en el tomo 52 de la Revista de derecho, historia y letras. A nuestra generación le faltó solidaridad de principios y de conducta en el manejo de las circunstancias dadas en la situación existente en el país cuando iniciamos el revisionismo, aunque como lo he referido en otra parte, yo no estaba en condiciones de proponerme un objetivo tan ambicioso al iniciarme en la vida pública. Para 1933, cuando el movimiento empezó, ya me daba cuenta de que el efecto expansivo de las ideas iba a producir resultados aunque quienes las emitían no se lo propusieran, como ocurrió en 1833 con el movimiento de Oxford, cuyo centenario rememoré en un artículo de La Nación.
Esta recensión es ya tal vez demasiado extensa. El señor Halperín Donghi tiene la culpa. Me acusa de haber incurrido en mi Réplica a Celesia en el mismo defecto que el autor que yo impugnaba. Si el cargo fuera exacto, tal vez me dejé arrastrar por el espíritu polémico, a lo que provocaba el autor del Rosas. Pero esa polémica, que Croce decía indispensable para desbrozar el terreno antes de intentar la investigación de la verdad, en todas las actividades espirituales, la he hecho siempre. Y si hubiese empleado las argucias curialescas, es difícil que mi obra alcanzara la repercusión que tuvo, y que a mí mismo me asombró, cuando yo no pensaba haber escrito una obra original, sino, como me lo propuse, editar la correspondencia de Rosas.
El señor Halperín Donghi sugiere que Rosas pudo no endeudar al país porque durante todo su período dictatorial el crédito estuvo “casi enteramente ausente del subcontinente”. Cierto. Ya no era necesario, porque la sujección de nuestros países por trampas financieras estaba hecha desde la segunda década independiente en toda Hispanoamérica, según la explicación de Chateaubriand en su Congreso de Verona. Pero semejante sugestión descuida la circunstancia de que los legisladores de Rosas, y sus periodistas, denunciaron aquella maniobra recolonizadora en los términos más modernos posibles. Ante expresiones como las de Garrigós y Lorenzo Torres, al tratarse en la Legislatura la propuesta de Mr. Falconet para arreglar el atraso de los pagos por el empréstito de 1824, y las de Pedro de Ángelis en el Archivo Americano y Rosas mismo, ¿cómo se puede sugerir que ese equipo de gobernantes no se endeudo porqué en la época de Rosas Hispanoamérica no tenía crédito? Menos lo tuvo Norteamérica en el medio siglo siguiente, después de acrecentar inmensamente su territorio y superado la guerra civil. Y a eso debió su independencia económica y financiera, mientras nosotros quedamos persuadidos por los próceres unitarios sobre la utilidad de endeudarse, con los fines definidos por Garrigós y Lorenzo Torres. Pero sobre este punto, parece que la mayor deficiencia del movimiento revisionista es no haber “dado todavía ningún análisis aceptable del terror en el orden político rosista”.
Sus integrantes no podíamos alentar la ambición de superar a nuestros antecesores en la tarea. Y si el señor Halperín Donghi no quedó satisfecho con todo lo que hemos escrito sobre el asunto, no lo vamos a conformar con unas páginas de esta recensión. Pero vamos a repetir algo de lo analizado por varios escritores, para dar a conocer argumentos sepultados en libros en exceso voluminosos.
Desde 1829 aparecieron los detalles de la leyenda roja, en el proyecto de proclama de Lavalle al pueblo redactada por Florencio Varela: las violencias de Rosas en el campo, sus hábitos salvajes, su ambición desenfrenada, y hasta el famoso símil del “rebenque del estanciero” que había de sustituir al bastón del virrey si el caudillo llegaba a sentarse en el despacho del Fuerte. Rosas no había gobernado todavía. Pero en las dos décadas independientes se había peleado la guerra emancipadora y la guerra civil de modo tan sangriento que nadie, ni el propio San Martín, quedó libre de ser llamado tirano por ejecutar desertores o traidores, e incluso cometiendo errores; y abogando por los métodos discrecionales en tiempos de lucha a vida o muerte. Rivadavia, tan blando para ceder hacia el exterior, mostró una severidad implacable con los que conspiraban contra los gobiernos de que formó parte o que presidió. Sus partidarios desataron la guerra civil al comienzo de la contienda con el Brasil con unidades reclutadas para el ejército nacional. Por los días en que se escribía la diatriba de Varela contra Rosas a mediados de 1829, el general Paz llevaba la lucha en Córdoba contra Bustos a sangre y fuego, hasta llegar más tarde, después de Oncativo, a la degollación de prisioneros, “no por el furor de la soldadesca”, como dirá el manifiesto de la Comisión Representativa en 1831, “sino por órdenes de los jefes dadas fríamente después de la acción”. Durante veinte años largos la polémica no cesó entre los bandos enconados, con mejor literatura por parte de los unitarios, pero con mayor racionalidad por parte de los federales; al punto que uno de los primeros les daría la razón en 1875, según lo veremos enseguida. Y evidentemente aquella superioridad estética, apoyada en la victoria política de los literatos que fundaron el régimen ideológico que aún perdura, y que desde sus comienzos subvencionó con dineros del Estado la obra de sus profetas, debía influir la inteligencia argentina como no lo podían esperar los defensores de la causa nacional contra los agresores extranjeros a raíz de cuya derrota se fundó la mal llamada organización de 1853. Facundo, Las tablas de sangre, etc., etc., aún se esgrimen como verdades inconcusas.
Para que se tenga una idea de aquella defensa federal, reproduciré algunas páginas de La Gaceta Mercantil en lo álgido de la lucha contra la intervención anglo-francesa de 1845, la que se basaba en una machacona reproducción de todas las calumnias propaladas por los unitarios. Al contestar a Rivera Indarte, el oficioso rosista decía: ‘En cuanto a las ejecuciones legales sería escribir un volumen pretender especificar las que el gobierno británico y el de Francia han decretado, aún en tiempos de paz. Cualquier periodista del Británico podría con esos materiales (aportados por estadísticas oficiales inglesas) formar Tablas de sangre más abultadas contra la administración británica, en un año de paz, que las que aquel absurdo embustero ha fabricado contra el general Rosas en 14 años de agitación y de guerra. ¿Y qué son las tablas de sangre de El Nacional de Montevideo comparadas con las invectivas que han dirigido al gobierno británico los enemigos de la Inglaterra, con motivo de las ejecuciones y pacificación de Irlanda? ¿Qué son comparadas con las dolorosas crónicas de las sangrientas guerras de la India, sin ir más allá de la época de Tipo Sahib? ¿Qué son cotejadas con la guerra de exterminio en Norteamérica entre los republicanos de Washington y los guerreros de la madre patria? Sin deducir las groseras fábulas contenidas en la producción del Nacional es esta un átomo al lado de un coloso de sangre”.
En otra ocasión el oficioso rosista escribió: “No vivimos en una época en que la sangre no se haya derramado abundantemente en Europa; ni la historia presenta un solo gobierno regular y civilizado que no fuese tachado de Berberisco con la misma atroz injusticia con que ha establecido esta acusación el comodoro Purvis, en momentos los más inadecuados si se hubiese detenido a contemplar los actos de su gobierno. Invóquese la humanidad, pero ésta impone que la guerra se haga de modo regular, según métodos admitidos por todas las naciones. Gran Bretaña aplicó del único modo imaginable el sistema humanitario al verter ríos de sangre en Europa y en Irlanda, buscando los mayores resultados benéficos para el género humano. Su aliada en la guerra contra Napoleón, España, envenenó las fuentes y los víveres, y Murat mandó fusilar en masa a los madrileños sublevados sin que nadie se conmoviera. Rosas es víctima de ‘impostura infame o adulteración atroz’. Los actos que pertenecen al general Rosas —dice— llevan el sello de la justicia, el de la necesidad y conveniencia del Estado; y las irregularidades de la lucha, sin pertenecer a los cálculos de su política ilustrada, representan solamente el furor de sus enemigos y la calamidad terrible de las circunstancias… Cuando cada unidad, cada pueblo, cada campo de Europa sangra con los vestigios de tan dolorosos sucesos, nadie tiene derecho de reprochar a la América sus desgracias”.
Rosas no es excéntrico a su época. Y si sus enemigos lo fueran menos, se le habrían sobrepuesto. No lo consiguieron, por su crueldad y su ignorancia del gobierno. Europa debió recordar sus propios excesos en el ejercicio del derecho de defensa en la guerra civil o extranjera, antes de aceptar a la ligera las calumnias contra Rosas. Mal pueden reprochar a ésta la violencia quienes la desencadenaron en la Argentina, conspiraron y “entregaron la patria al extranjero”. La revolución había tenido fases sangrientas; pero en su primera década no se vendió la patria, como lo harían los unitarios: “El general Rosas no ha elegido a ilustres patriotas… para reproducir en el Río de la Plata, en pequeño número, una de esas grandes y largas expiaciones que los pueblos de Europa, sin exceptuar una sola, han consagrado en el ara de las necesidades premiosas, o de la razón de Estado. En sus inevitables represiones es preciso reconocer que esos fastos están exentos de las matanzas en masa que han enlutado la escena revolucionaria de la época, y que cotejados unos sucesos con otros, se advierte que en el Río de la Plata ha sido posible enfrentar el torrente que en otros pueblos ha ocurrido impetuoso y desatado”.
Más adelante agrega que contra Rosas, “el cargo de crueldad, es un absurdo lastimoso”. Lo prueban sus tres amnistías: después de Yungay, en 1839; después de la paz con Francia, en 1840; después de Arroyo Grande, en 1842. El retorno de los emigrados en gran número (como en pocos países convulsionados ha ocurrido) prueba el crédito y la solidez de su administración. El rigor no hirió sino a los perversos. “Rosas no ha prohibido la emigración de ciudadanos, como se ha efectuado en las naciones de Europa en circunstancias menos peligrosas que en las que se ha hallado la Confederación Argentina”. Cuando los argentinos vuelvan la mirada a esos hechos, se enorgullecerán.
La Gaceta señala que Mallalieu (periodista inglés, autor de las Cartas a Lord Aberdeen, favorables a Rosas, que aquí glosa La Gaceta Mercantil) coincide con Rosas en decir que los unitarios calumnian a éste para desviar la atención de sus propios crímenes. Enseguida recapitula las atrocidades unitarias, a partir del asesinato de Dorrego, la primera administración de Rosas y los años iniciales de la segunda.
¿Qué motivos tenían —pregunta— para rebelarse cuando lo hicieron?
Se alzaron a favor del extranjero en 1838. Pero Rosas no extremó el rigor con ellos: ni ley de proscripción, ni prohibición de emigrar. Purvis, digno sucesor de los unitarios, como causante de los efectos de que se queja, cometió un atentado inaudito en la convivencia internacional. Mallalieu pone al descubierto la inconsistencia de sus pretextos basados en la circular de Oribe contra los extranjeros que tomasen las armas a favor de Montevideo. Los principios que guiaban al presidente oriental eran los mismos que sigue Inglaterra, que siempre consideró enemigos a los que ayudaban al suyo. Ella es implacable con los combatientes irre- Jares. Fueron los rebeldes quienes empezaron las violencias y la guerra a todo trance, como bien lo señala Mallalieu. Y Purvis fingió no verlo para prolongar la guerra con todos sus horrores; y la humanidad se lo tendrá en cuenta. Arruinó el comercio británico en favor de unos monopolistas en Montevideo. Rosas, en cambio, pudiendo hacerlo, no quiso ensangrentar a la Argentina, como la Irlanda, la América del Norte, los campos de Fluerus y las profundidades del océano, con “un castigo sin piedad a los rebeldes, para ser humano y justo con los pueblos”. Moderación ya encomiable en épocas normales; pero ¿Qué no será en las crisis? “Colocado entre […] escollos, prefirió y tuvo el valor de realizar el bien, de decretar la salvación de sus enemigos, antes de elegir el medio lícito, ciertamente, aunque penoso, de las represalias y catástrofes que han ensangrentado la guerra civil de Inglaterra, Francia y España”. Luego de aportar una lista de indultos, la Gaceta sostiene que aún las venganzas esporádicas de algunos federales sobre los unitarios, no caracterizan la guerra; y harían sonrojar si los anales de Europa no estuviesen llenos de tales cosas. El redactor oficioso subraya el largo silencio de la prensa argentina hasta que creyó llegado el momento de decir la verdad; “la observancia leal de los compromisos extranjeros” hacían difícil esa franqueza. Había que atacar a muchos residentes de diversas naciones, y algunos agentes. El silencio se rompió cuando era imposible guardarlo”.
Después de las atroces denigraciones de la Argentina leídas en todos los escritores antirrosistas, resulta reposante el tono levantado de la Gaceta Mercantil para defender al gobierno nacional, sin ofender a los extranjeros. En lugar de las fluctuaciones de criterio de los primeros, según la exaltación con que reclamaban la ayuda de los países civilizados, o la furia con que increpaban a éstos recibirla insuficiente, vemos en el oficioso rosista un permanente equilibrio (impuesto sin duda por el vigilante dictador) entre la necesidad de repeler acusaciones que se aniquilaban en las plumas de los europeos, que las merecían más que nadie, y la de no herir la susceptibilidad de grandes poderes con quienes se trataba de evitar rozamientos, sin ceder un ápice en la defensa de los intereses y el decoro nacionales. Si en esos escritos falta el estro que indudablemente tenían los mejores periodistas argentinos de la oposición, emigrada en los países vecinos, es evidente en ellos la seguridad del criterio y la completa información acerca de la historia contemporánea. Los hechos alegados por el redactor de la Gaceta están hoy al alcance de toda persona culta. Pero los hombres de aquella época los conocían por la información diaria. Sarmiento no los ignoraba, y en sus momentos de depresión, cuando momentáneamente desesperaba de Europa, la enjuiciaba con severidad, acusándola de atraso político e injusticia social, al punto de hacer dudar acerca de qué parte estaba la barbarie y de qué parte la civilización, según la fórmula que propalaba para denigrar a su país. El o los redactores de la Gaceta Mercantil, controlados por Rosas, disponían de una información exhaustiva sobre los sucesos mundiales, en su pasado reciente y en su actualidad; y la manejaban con criterio firme y matizado, sin que en el ardor de la polémica con la diplomacia europea incurrieran en algún desliz. En conducta verdaderamente civilizadora, superaban no sólo a sus compatriotas de la emigración, sino también a los diplomáticos anglo-franceses. Como lo he demostrado en la Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, éstos estuvieron por debajo de todo.
Sus propios adversarios contemporáneos reconocieron implícitamente, de una u otra manera, que el terror fue provocado por la agresión, como en toda la historia universal. Alberdi sostuvo en La República Argentina a los 37 años de su revolución de Mayo que “el partido federal echó mano de la tiranía; el unitario de la liga con el extranjero. Los dos hicieron mal. Pero los que han mirado esta liga como crimen de traición, ¿por qué han olvidado que no es menor crimen el de la tiranía? Hay, pues, en ellos dos faltas que se explican la una por la otra”. Después del triunfo de los emigrados la tergiversación se perfeccionó. La tiranía y la liga con el extranjero agresor ya no se equipararían, neutralizándose, sino que la primera sería el crimen inexplicable, y la segunda el principio fundamental de la nacionalidad. Pero la verdad es que todo autoriza a invertir las posiciones según quedan registradas en la frase de Alberdi. Discutiríamos menos si este hubiese dicho: “El partido unitario echó mano de la liga con el extranjero; el federal de la tiranía”. Pues tal es el orden en que por lo general se producen las actitudes extremas adoptadas por los partidos que se enfrentan sangrientamente en las guerras civiles. Desde los albores de la revolución, los unitarios (al principio como Directoriales) habían sido partidarios de la liga con el extranjero, como dice Alberdi; mucho antes de que Rosas pensara intervenir en política y volverse “tirano”, en serie interminable de hechos desdorosos que aún gravitan en el destino de la nación y que sería ocioso enumerar por lo menudo. Hay consenso general en admitir que el primer gobierno de Rosas no fue tiránico; y si su reacción ante la complicidad de todos los emigrados (salvo honrosas excepciones) con la injusta intromisión armada de Francia, que provocó la dilatada lucha de 1838 a 1842, fue cruel y dio asidero a la acusación de tiranía, no fue sino la espontánea respuesta de todo poder jaqueado por una oposición armada en alianza con agresores extranjeros. Como la de los jacobinos contra los monárquicos emigrados, que en alianza con las potencias que se querían repartir a la Francia convulsionada por la Revolución contestaron con el “terror”. Como la de Pitt el joven contra los rebeldes irlandeses abastecidos por los revolucionarios franceses.
Sarmiento mismo, en un artículo de 1848, dejó esta confesión de adversario: que la ejecución de Camila O’Gorman y el cura Gutiérrez debióse, entre otras causas, a que “la autoridad necesitaba remontar un poco los espíritus olvidados de la mazorca y era preciso dar una lección a los jóvenes, que llegaban a la virilidad, desde 1840 en adelante; en ocho años de seguridad hay tiempo de olvidarse de que hay una autoridad que quiere ser respetada y obedecida”. ¿Se necesita un mayor mentís a la fábula sobre el terror y la mazorca permanentes durante los 17 años de la suma del poder? Por lo demás Sarmiento, desde el principio hasta el fin de su campaña antirrosista, siempre estuvo dispuesto a pregonar, alabar y ordenar todo lo que censuraba en Rosas: la ejecución de prisioneros, la exposición de sus cabezas en picas a la expectación pública, etc., etc. Al defender en Facundo la ejecución de Dorrego, dice: “Sin duda que nadie me atribuirá el designio de justificar al muerto, a expensas de lo que sobreviven por haberlo hecho salvo quizás, lo menos substancial, sin duda, en caso semejante… Estos errores políticos, que pertenecen a una época más bien que a un hombre, son sin embargo, porque de ellos depende la explicación de muchos fenómenos sociales. Lavalle fusilando a Dorrego, como se proponía fusilar a Bustos, López, Facundo y los demás caudillos, respondía a una exigencia de su época y de su partido”. Pero este principio no era aplicable a Rosas, cuya denostación y condena basaba en hechos de la misma especie, ocurridos en forma similar, y como respuesta a aquellos y en la misma época. Pese a decir en la frase citada que la forma era quizás lo menos sustancial en caso semejante, todo el Facundo tiende a pintar a Rosas como degollador por antonomasia. Ahora bien, el Registro de policía editado por Trelles en 1866 prueba que todo el modo ordinario de las ejecuciones era el de fusilamiento; el del degüello se dejaba para los que el gobierno consideraba grandes culpables políticos, cabecillas de rebeliones en complicidad con los agresores extranjeros. Pero esto mismo fue defendido por Sarmiento en el debate sobre la amnistía de 1875. Le dice a Rawson que sería muy joven para saber que en San Juan había un lugar llamado Las Cabecitas: “Yo las he visto, eran cabezas de salteadores mandadas poner allá por el juez… Sí, es cierto, es cosa que repugna un poco a los excesivos sentimientos de humanidad, que la cabeza de un hombre bandido se ponga en un palo, o que lo fusilen solamente; pero son maneras de apreciar las cosas, nada más; no hay crímenes, de amor a lo arbitrario ni a las violencias contra los bárbaros autores de aquellos atentados… Se me ha dicho que he celebrado con una nota la forma de ejecución del Chacho. He dicho que es indecente la forma que la nación más culta de Europa usa, en los tiempos modernos: la Francia usa la decapitación… No sé si dije tanto. Pero esta medida de rigor empleada contra salteadores de caminos es legal, y lo único vergonzoso es estar hombres serios discutiéndolo”. Por supuesto que para Sarmiento todos los caudillos desde Artigas, López, Quiroga, Rosas, hasta el Chacho eran “salteadores de camino”, y todos los hombres de mano de su partido, los que entregaron y ejecutaron a Dorrego, los asesinos de grandes personajes del interior durante la lucha que se siguió, los coroneles de Paz, los Sandes, los Iseas, los Irrazábal, los asesinos a mansalva del Chacho, eran dignos brazos dé la ley, cumpliendo la guerra de policía decretada por Mitre contra los alzamientos del interior después de Pavón. Pero un criterio tan simplista no es fácil que sea aceptado por una historiografía científica.
Otra rectificación de Sarmiento al enjuiciamiento habitual que hacía de la administración rosista es la que formuló en el mismo debate antes citado. Dijo que “las naciones fundan gobiernos para que respondan di» la tranquilidad pública y de la seguridad exterior nada más; su objeto es ese”. ¿Qué otra cosa hacía Rosas cuando Sarmiento lo acusaba de criminal por reprimir las rebeliones que lo acosaban? Mejor que los liberales contra el Chacho, pues en 1863 no amenazaba al país ningún peligro exterior. El más genial de los antirrosistas tuvo que llegar viejo, y pasar por la presidencia de la República, para adquirir el sentido del Estado que Rosas tuvo desde que, en el trato con la generación de los emancipadores, se lo asimiló desde su juventud. Sin su presencia en el gobierno desde la época de su primer período administrativo, la Argentina sería una expresión geográfica y no una nación.
Antes de caer Rosas, sus defensores intelectuales pudieron contestar a los europeos las atrocidades que vomitaron contra el jefe de la Confederación con motivo de las tormentas del 48. Estas habían provocado en París, en 4 días de enconada lucha, una matanza que dejó el saldo de 10.000 muertos entre soldados y obreros, en tanto que dice Bourgéois gran historiador de la diplomacia, “el número de jefes y oficiales que sucumbieron durante la insurrección excedió el de los muertos de cualquiera de las gloriosas victorias del primer imperio”. En carta a Oribe Guido comentaba desde Río: “El ejemplo de las atrocidades inauditas cometidas en París durante los cuatro días de sangre impone silencio a nuestros osados detractores. Jamás la humanidad fue tan ultrajada, ni la piedad más olvidada, que en esas escenas de delirio brutal”. Baldomero García epilogaba en la legislatura de Buenos Aires sobre aquellos sucesos diciendo que si la sangre que corre en un pueblo autorizase a entrometerse a ensangrentarlo más, Francia y París deberían ser “hoy” el teatro de la intervención universal; y concluye: “Allí están peleando unos contra otros con una ferocidad cuyo relato contrista; allí los partidos se desembarazan de sus prisioneros por mayor, a metralla; allí los parlamentos reciben una muerte cruelmente ingeniosa; allí es quemado entre dos fuegos el venerable prelado que predicaba humanidad y civilización; allí, cuando faltaba la luz del día para alumbrar carnicerías, era suplida por espantosos fanales: cabezas de prisioneros ungidas en pez y brea, eran incendiadas e izadas en las barricadas sobre las puntas de las lanzas, bajo la frenética gritería de: luminarias, luminarias. Ahí están los periódicos de París que lo refieren; Sres. jamás me contentan los males ajenos, .. .y una voz doliente siempre conmueve mi corazón aunque salga de entre mis enemigos; pero yo no puedo menos de exclamar Dios los ha castigado. Hirieron el honor de mi país diciendo que era país de bárbaros y asesinos, y Dios los ha castigado… Lo más particular es que los perpetradores de las barbaridades de junio, aún continúan llamándonos bárbaros… según corre en los papeles ingleses”. Tal es la tenacidad con que los partidos se aferran a sus pregones, aunque lo que dicen se aniquile en sus bocas.
Antes que empezara el revisionismo sobre la dictadura de Rosas, Francia volvió a dar otro ejemplo del aforismo rivaroliano, de que hasta en los países más cultos, la civilización tan cerca está de la barbarie, como el acero de la herrumbre. En 1871, Thiers (que se pasó 10 años acusando a Rosas de sanguinario) al sofocar la insurrección de los comuneros de París, ordenó en una semana la ejecución de 14.000 prisioneros, aparte de otros tantos deportados a Cayena. Y quedó limpio de toda picadura de la sangre que hizo derramar. Porque era el liberal por antonomasia en el siglo XIX. Y porque la sangre, en las guerras civiles no mancha según el partido a que se pertenece.
Saldías y Manuel Bilbao, escribiendo entre 1880 y 1890, no dejaron de mostrar la correlación entre agresión exterior y “terror”. El primero recuerda a todos los tachados en todas partes de traidores, desde Coriolano hasta el mejicano Almonte, pasando por todos los nobles franceses que sirvieron a Felipe II, diciendo: “Era necesario el patíbulo para que estos bellos señores aprendieran a respetar la patria. La idea de que ella es inviolable nació de la sangre que Richelieu hizo derramar”. El segundo, comparó la dictadura de Rosas con las otras grandes dictaduras de la historia, apoyado en la misma idea.
El propio Groussac dio implícitamente a entender que el “terror” no había sido permanente (según se desprende de las palabras de Sarmiento antes citadas), al decir en su ensayo sobre el Dr. Alcorta, que sólo se había manifestado en “dos crisis paroximales”, el 40 y el 42, disminuyendo en mucho el alcance que les daban los libelos antirrosistas, aunque omitiendo las circunstancias internacionales en medio de las cuales aquellas se produjeron.
Nosotros no hicimos más que aportar datos contemporáneos para ilustrar el mismo caso de historia ideal eterna de la humanidad, de que hablaba Vico. Y siempre dije, desde el Ensayo sobre Rosas, que un hombre de nuestro tiempo (el de la barbarie mundial, mostrada en las estúpidas carnicerías del 14 al 18 y del 39 al 45) que insistiera en volver contra Rosas al argumento del “terror” tenía pocas probabilidades de entender las vicisitudes de nuestro pasado, ni las perspectivas de nuestro porvenir..
Sobre el resto de El revisionismo histórico argentino debo decir que no me ocupo en contestar los comentarios que se refieren a las obras de mis colegas en el movimiento, a quienes correspondería responder por su parte al autor del libro que comentamos; y que después de todo agradezco al señor Halperín Donghi los lugares en que me ha favorecido con sus juicios, tal vez en demasía.
JULIO IRAZUSTA
FUENTE: Historiografía, revista del instituto de estudios historiográficos, Tomo I, Buenos Aires, 1974, p.p. 243-253
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