Julio Irazusta responde a Tulio Halperín Donghi (Parte I)
Halperín Donghi, Tulio. El revisionismo histórico argentino. Buenos Aires, Siglo veintiuno, 1971. 95 p. (Colección mínima, 38)
Creo que por primera vez un crítico responsable se ocupa en la tarea desarrollada por un sector importante de nuestra generación, con el propósito de apreciar, a la vez que su obra discutible o negativa, la parte positiva de la misma. Su examen abarca la extensa gama de las obras que integran el movimiento, desde los primeros intentos, iniciados por Alberto Ezcurra Medrano y por mi hermano Rodolfo en La Nueva República, hasta los revisionistas de última hora, que habiendo expresado en libros su repudio de la dictadura rosista, ahora aparecen como figuras señeras en la reivindicación del caudillo condenado en 1857 como “reo de lesa patria”, en una ley políticamente estúpida, votada a medias entre sus ex partidarios y sus adversarios de toda la vida, y que acaba de ser derogada.
Por algunos de los juicios que emite sobre mi labor historiográfica, me corresponden las generales de la ley, pues el crítico me favorece tal vez demasiado, entre mis compañeros de trabajo. Pero si la circunstancia me cohíbe para reproducir sus expresiones en tal sentido, no creo que me inhiban para salir en defensa del movimiento que él somete a un cerrado escrutinio. Por otra parte, advierto al lector que me referiré a puntos que toca el autor en tomo a los orígenes e intenciones del revisionismo y a mi obra, sin ocuparme de las impugnaciones que emprende contra los revisionistas de última data.
Una de las primeras objeciones que parece formulamos es de carecer de “formación profesional como historiadores”. Por lo que me concierne, el cargo me afecta a mí más que a mis compañeros de causa, pues si muchos de ellos tienen títulos universitarios, y algunos hasta de profesores de historia, yo no tengo más que el de bachiller; y en mi presentación a la Academia Nacional de la Historia, referí cómo llegué a esta disciplina, partiendo de la crítica literaria y pasando por la política. Fue el fracaso del grupo de “La Nueva República”, al organizar la revolución de 1930 con fines opuestos a los que Uriburu le dio al triunfar el 6 de setiembre, lo que me impulsó a profundizar el estudio de nuestro pasado, que hasta entonces no conocía sino por los clásicos nacionales, pertenecientes a la generación de 1837 y de la llamada organización nacional. Pero como entretanto había hecho por mi cuenta mis humanidades en Europa, desde 1923 hasta 1927, y leído (además de los clásicos griegos y latinos de todos los géneros, entre los que cuentan historiadores como Tucídides, Tácito y Tito Livio, que leí lápiz en mano y anoté en volúmenes de notas manuscritas que conservo en mi biblioteca) los historiadores italianos, españoles, franceses, ingleses, no me parece que esa formación pueda calificarse como menos profesional que la de los egresados de los institutos modernos de profesorados de historia. Estos tendrán una mejor formación técnica en las disciplinas accesorias, y desde el comienzo de su actividad un panorama de mayor amplitud que el ofrecido por los historiadores antiguos. Pero quien ha leído a los iluministas del siglo XVIII y a los clásicos del XIX, llamados “de la historia”, siempre tendrá el afán de enriquecer sus conocimientos del pasado mundial con la lectura de la literatura histórica más reciente. Ya decía Santayana que “los historiadores de hoy día son excelentes. No elocuentes y falsos como los liberales, pero científicos y exactos en lo que cabe”. Agregúese que, además de esas lecturas, hice en la misma forma la de la mayoría de los grandes filósofos, desde Platón, pasando por Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Maquiavelo, Descartes, Leibnitz, Quevedo, Saavedra Fajardo, Bacon, Vico, Galiani, Burke, Rivarol, hasta Croce y Maurras, con especial dedicación a los que el autor de la Scienza Nuova llamaba los “filósofos políticos”, para considerar si se puede calificar de historiador “sin formación profesional” a quien con ese bagaje emprende el estudio del pasado nacional, por otra parte sin el ánimo de cultivar el género como una profesión. Desde que cesó de aparecer La Nueva República, en 1931, hasta mi primer trabajo histórico, en colaboración con mi hermano Rodolfo, en La Argentina y el imperialismo británico, escrito a raíz del tratado Roca-Runciman, y luego de acalorada discusión con mi maestro Luis Doello Jurado, jamás tuve la idea de cultivar el género de la historia como un profesional, como tampoco el de establecer un plan de gobierno, con espíritu ideológico, según lo dice nuestro crítico. Hace varios años referí en el semanario Ulises cómo fui arrastrado a la acción por los promotores de La Nueva República, sin estar preparado para hacer una opción práctica, aunque mis estudios teóricos estaban bastante avanzados como para escribir, en febrero de 1928, que el mejor gobierno era el mixto, y que ninguna experiencia política afortunada podía llevarse a cabo sin un jefe unipersonal (hereditario o electivo), una minoría asesora, clase dirigente cerrada o abierta al mérito nuevo, y un pueblo capaz de comprender y acompañar a cumplir un programa de interés nacional propuesto por el jefe y sus asesores. Por otra parte, mi hermano, que era el que tenía verdadera vocación política, si bien decía, hasta mediados de los años 20, “yo soy el último liberal”, a su regreso de Europa era un empírico puro, y el realismo aprendido en la filosofía contemporánea había limpiado su mente de toda ideología. Incluso su serie de artículos sobre la tesis de que “la democracia no está en la constitución”, no tenía más alcance que el pensamiento de Vicente Fidel López en el “prefacio” de su Historia, en el sentido de que “el gobierno libre [es] evidentemente incompatible con el sufragio universal”. Afirmación basada en el hecho de que la palabra “democracia” no se halla una sola vez en la Constitución de 1853. Tan ajenos a toda ideología éramos en La Nueva República de la primera época (anterior al revisionismo) que Rodolfo Irazusta, con su imaginación de lo hacedero, que caracteriza al político, ofreció al segundo gobierno de Yrigoyen un programa de realizaciones en el que figuran todas las que luego se debieron llevar a cabo, sin que ningún otro partido las propusiera en un plan de conjunto [1]. Tan poco ideólogos reformistas éramos, que nuestro propósito consistía en defender las instituciones existentes, basadas en la constitución del 53 que considerábamos amenazadas por un democratismo teórico extremista, incompatible con el texto de la carta fundamental. Equivocados o no. nuestra guía era el realismo político. Y por lo demás, el revisionismo historiográfico apenas asomaba en algunas páginas de Alberto Ezcurra Medrano y Rodolfo Irazusta, pero no en las de Ernesto Palacio o en las mías. Repito lo dicho en otra parte, que los dos últimos nos opusimos en 1928 a la propuesta de Rodolfo Irazusta de publicar en folletín el Rosas y Thiers de Carlos Pereyra. Al comentar El Indio del Desierto de Dionisio Schóo Lastra, y repetir los juicios de Roca, favorables al dictador, yo lo calificaba como “tirano”. [2] Cuando recogí las expresiones del conquistador del desierto, respecto de la obra positiva de su antecesor, estaba a mil leguas de imaginar que llegaría a las conclusiones que alcancé en 1933 sobre la dictadura. Las recogí a título de estudioso de todos los problemas nacionales, examinados con un criterio ajustado a las categorías universales sobre la política.
Nuestra evolución acerca del tema fue similar a la de Saldías y Manuel Bilbao, que comenzaron por ser detractores de Rosas, para ser sus primeros reivindicadores. Y las causas, tan parecidas, que ellos fueron políticos activos desde la extrema juventud, mientras nosotros nos iniciamos con un programa de política intelectual que aspiraba a examinar la vida pública del país sin espíritu banderizo; pero en ambos casos, el afán de ahondar en el estudio del pasado surgió de los interrogantes planteados por las dificultades del momento en que aquellos y nosotros actuamos.
Aquí debemos llamar, la atención sobre una circunstancia que sorprende en la crítica del señor Halperín Donghi, a saber: que haga datar el revisionismo de la obra de nuestra generación, cuando subraya que nosotros (yo por lo menos) confesamos nuestra dependencia de los trabajos ajenos: de los de Saldías. A Bilbao lo leí mucho después, cuando la Historia de la Confederación me había permitido llegar a conclusiones propias, más avanzadas que las de don Adolfo, pero que coincidían con las del autor de Vindicación y memorias de Antonino Reyes. ¿No sería porque el revisionismo de Saldías y Bilbao (contemporáneo de los trabajos con que Mitre y Vicente Fidel López echaban las bases de la historia oficial) reanudado más de medio siglo después, probaría que basta conocer la historia de la dictadura, para reivindicar al dictador? Ahora bien, nuestra dependencia de los autores nombrados no significó que apeláramos a los profesionales de la historia, lo que ni Saldías ni Bilbao eran. Estos se habían formado solos. Y no creo que haya muchos egresados de institutos de profesorado, con “formación profesional como historiadores”, capaces de repetir la hazaña del historiador de la Confederación, así fuera en sentido opuesto al de su obra. Pero ¿qué “formación profesional como historiadores” tuvieron, no digamos los de la antigüedad (de quienes tan poco se sabe), sino los del Renacimiento, Maquiavelo y Guichardini; los del iluminismo, Voltaire, Hume o Gibbon, filósofos o que se creían tales, y políticos innovadores; los de las escuelas alemanas, promotores de una causa nacional para una antigua nación derrotada por Bonaparte antes que profesores de historia; Ranke era eximio humanista y teólogo antes que el patriotismo lo impulsara a estudiar las antigüedades germánicas, etc., etc.
Pero dejemos de lado este aspecto del problema, para insistir algo en la historia oficial subvencionada a que aludimos antes y que, según nuestro crítico, nos propusimos combatir. Tan no es así, que leímos clásicos nacionales sin ánimo de disentir de ellos, sino de averiguar quien estaba más acertado sobre lo que discutían entre sí: por ejemplo Alberdi y Sarmiento sobre Urquiza; Mitre y López sobre los prolegómenos de la nacionalidad. Así nos ocurrió entre nuestro acceso a la vida del espíritu y nuestras lecturas posteriores de los clásicos mundiales, políticos filósofos, historiadores. La revisión surgió de aplicar un criterio más depurado que el que teníamos antes de nuestros estudios humanísticos, a la materia histórica argentina; y a la luz del fracaso político experimentado en 1930.
La relación entre política e historia, en mi espíritu, respondió al aforismo de Benedetto Croce, según el cual toda historia es historia contemporánea. Si lo leí antes de vivirlo, como es probable, o después, poco importa. Lo cierto es que luego de la experiencia septembrina, las páginas iniciales de Teoría e historia de la historiografía me parecieron luminosas.
Pero esa relación entre el interés por los problemas contemporáneos, que nos llevó al estudio del pasado, jamás nos tentó a hacer política con la historia. He criticado esa pretensión en mi réplica al Dr. Celesia, y en toda mi polémica con la historia oficial, porque esa fue la gran simonía cometida por el régimen surgido de Caseros. Y por mi parte creo haber dado pruebas suficientes de que no he incurrido en ese error. En mi conducta política desde el advenimiento del peronismo hasta su caída en 1955, en ningún momento sentí la tentación de confundir el plano de la acción política con el plano de la reflexión histórica. Y en Balance de siglo y medio, no incurrí en el criterio maniqueo de dividir a los gobernantes en réprobos y elegidos. Y traté de apreciar la acción de unos y otros ajustándome a lo que creí la verdad objetiva. Pude cometer errores. Pero no injusticias deliberadas, por espíritu de partido.
El señor Halperín Donghi data nuestro revisionismo de 1930. Pero se equivoca. Algunos gérmenes de nuestra labor futura se hallan en La Nueva República, desde su aparición hasta la revolución de Uriburu. Pero fueron notas aisladas, como mi reconocimiento al mérito de Rosas en la expedición al desierto, sobre la base del elogio de aquel hecho por Roca; o la alabanza de la resistencia a la intervención anglo-francesa, que le habíamos oído a nuestro padre.
Imposible seguir al autor comentado, en todos los detalles de su crítica, a veces acertada, a veces errónea. Como paso inmediato en este examen, quiero referirme a la relación que establece entre el revisionismo de 1930 y lo que él llama “mi conmovedora lealtad al recuerdo de la derecha francesa”, inspirada por Maurras. He referido en varios lugares (aunque tal vez ello no llegó a noticias del señor Halperín Donghi) que mi realismo político se debió a Croce y Santayana antes que a Maurras. El espíritu sistemático de éste, en su pregón de la monarquía, no cuadraba con nuestro enfoque de la actividad práctica, aunque del maestro monárquico hayamos recibido ejemplos inolvidables de civismo y de método objetivo para la acción y la discusión política. Perdimos uno de los que hubiesen sido de los mejores colaboradores, porque nos dijo “no querer asociar el destino del país al nombre de la república”, por nueva que la concibiéramos nosotros. Lo que marca la distancia que nos separaba de los “maurrasianos ortodoxos”, como aquel se decía, incurriendo en el error que Groussac señalaba en el Dogma Socialista de Echeverría. Y para decirlo todo, antes de ser hechizado por la literatura (más que por la política) de Maurras, escribí contra él y sus secuaces de La Acción Francesa, en mis cuadernos de notas (inéditos), que el giro que daban a su propaganda era ‘’abominable”. Lo que marca la distancia que nos separaba de los fascistas es la respuesta de Ernesto Palacio a Lugones[3], quien había dicho de nuestro nacionalismo que era “una precipitada imitación de una cosa europea”, en el siguiente párrafo: “¿no le parece que convendría mejor a sus tentativas fascistas? Nosotros, por el contrario, tratamos de entroncar en la tradición del país y mantenernos en el terreno de las instituciones”. Cierto, seguíamos con atención las revoluciones de Europa. Pero nuestro realismo nos permitía distinguir entre las condiciones de países sobrepoblados y escasos de recursos alimenticios, que si no se disciplinan no comen, y el nuestro, sobrado de todo para una población escasísima. Comprendíamos el desarrollo del fascismo y del nazismo, como novedades que probaban la posibilidad de buscar otras vías que las del liberalismo capitalista o del marxismo, ambos fracasados. Pero jamás se nos ocurrió pregonarlos entre nosotros como soluciones para los problemas de un país en circunstancias diametralmente opuestas a las que atravesaban las naciones en que se habían producido aquellos fenómenos políticos. En algunas ocasiones me tocó discutir con amigos nacionalistas, tentados por el fascismo, sobre la conveniencia o inconveniencia de ese sistema para la Argentina de hoy. Y durante la guerra, aún en medio de los triunfos alemanes que habían inflamado las imaginaciones de muchos amigos, escribí que si se diera a un nazista argentino el manejo de las finanzas fiduciarias practicadas en Alemania con éxito, sería capaz de producir un inmenso desastre.
Tampoco fue por lealtad al maurrasianismo que consideré criminal la legislación de Argel, avalada por de Gaulle, sino por la enseñanza del gran perito militar inglés Lidell Hart, genio que estuvo a disposición de su país, y que éste no supo aprovechar, ni entre las dos guerras ni durante la última. Es el escritor mundial que mejor señaló la barbarie con que se pelearon las dos grandes conflagraciones del siglo XX, y al deducir sus conclusiones sobre la primera, dijo que había sido una carnicería estúpida y criminal; que pregonó (con Fuller, a quien generosamente reconoció la prioridad en la iniciativa) la necesidad y la posibilidad de resucitar la estrategia por medio de las guerras de movimientos, con el tanque y la aviación; que desoído por los ingleses, fue escuchado por los alemanes, que así vencieron a los franceses con ideas británicas; que desaconsejó armar guerrillas en la retaguardia del ejército alemán de ocupación en Europa por los peligros que esa iniciativa anárquica acarrearía a todos los Estados, como lo estamos viendo en estos días, en todo el mundo; y que por último se pronunció siempre contra las guerras a vida o muerte, y contra la idea misma de la victoria total, como causante de una inacabable serie de guerras de desquite. Y bien, Maurras no compartía las ideas de Lidell Hart; y en la medida que pregonó la conveniencia de aplastar a Alemania como el perro rabioso de Europa no dejó de contribuir a los errores que han puesto a la civilización en extremo peligro.
El señor Halperín Donghi no se da por satisfecho con nuestras explicaciones sobre la línea tradicional de la conducción política y económica desde mayo a nuestros días. Si después de haber escrito ocho tomos sobre Rosas, y varios volúmenes sobre los problemas de la actualidad no hemos dado a conocer “los criterios para distinguir el elemento esencialmente negativo de la minoría ilustrada’’ que desgobernó al país ¿qué más podemos hacer? No vamos a plantear cuestión de números para refutar al crítico. El auge actual del revisionismo no tendría para mí mucho valor, si mis pares en la materia no hubiesen confesado (algunos de los mejores) que mis razones del Ensayo sobre Rosas los indujeron a variar de criterio para enfocar la época de Rosas. Yo no me atrevería a negarle al señor Halperín Donghi la insuficiente capacidad de persuasión de nuestras demostraciones contra la “minoría ilustrada” ni siquiera a considerarme historiador, si un número considerable de espíritus autorizados para opinar (entre los revisionistas y los que no lo son, profesionales o no en la materia) no me hubieran alentado con sus juicios favorables.
La desautorización que lanza contra nosotros, los representantes del revisionismo, diciéndonos carentes de la formación adecuada para la investigación erudita y dependientes de la ajena labor es extraña. Por lo que me toca, la erudición que acumulé en mi primera juventud sobre materias literarias, fue celebrada por los amigos cuando yo tenía poco más de veinte años, en un banquete del que conservo el discurso de quien me lo dedicó. Conservo asimismo la documentación, en catorce volúmenes manuscritos, en que registro mis lecturas comentadas de los clásicos argentinos y universales. Cuando dediqué esa aplicación metódica al estudio de la historia, lo hice con mayor escrúpulo de información, y de criterio gobernado por el afán de hallar la verdad. El fruto de ese trabajo se halla en quinientas gruesas carpetas de tamaño in folio. Por supuesto que toda la erudición del mundo no permitirá a nadie encontrar la verdad, si carece de capacidad para la síntesis histórica. Y si el crítico me la niega, nada tengo que contestarle.
El cargo sobre la dependencia de la ajena labor lo emparenta con el Dr. Celesia, quien en su libro sobre Rosas parece querer dar a entender que todo lo que se sabía del tema se iniciaba con su trabajo. Nosotros partimos del criterio opuesto, a saber: que toda labor intelectual, sobre cualquier tema, es una cadena que comienza por las aportaciones de los primeros espíritus conocidos por la historia, enriquecida por los especialistas en cada género literario, de cada generación. El cargo es, por otra parte, tanto más extraño cuanto que nos reprocha haber subestimado la tarea historiográfica de la “nueva escuela histórica”, la de los Levene, los Ravignani, los Molinari, a la vez que señala mi dependencia del primero, en mi Ensayo sobre el año XX. Lejos de subestimar la obra de los nombrados, yo la aprecié como es debido. Levene cumplió una tarea inestimable sobre la historia anterior al 25 de Mayo, aunque no tanto sobre la historia independiente; sin embargo, sus aportes documentales sobre la iniciación de Rosas en la vida pública enriquecieron la información sobre el tema. Molinari abrió picadas importantísimas sobre la trata de negros y sobre la Representación de los Hacendados. Y en torno a la guerra civil y a Quiroga en sus conferencias de 1939, acontecimiento intelectual de ese año. El mejor en mi opinión fue Ravignani. Para no referirme sino a su trabajo más importante, diré que su Introducción a los tres tomos de documentos sobre La Liga Litoral es de una objetividad insuperable. No comparto su criterio de que la acción del país, desde su emancipación, se encaminaba al establecimiento de la constitución. Ningún pueblo ambicioso puede proponerse un objetivo tan formalista. O si ello fuera cierto, explicaría nuestro fracaso nacional.
FUENTE: Historiografía, revista del instituto de estudios historiográficos, Tomo I, Buenos Aires, 1974, p.p. 237-243
[1] La Nueva República, Buenos Aires. 20-X-1928. Es el primer número posterior a la asunción del mando por Yrigoyen en su segunda presidencia.
[2] Ibidem, 26-V 1928.
[3] Ibidem, 21-VII-1928
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