Julio Irazusta – Perón y la crisis argentina

Julio Irazusta – La farsa de la industrialización peronista

El despojo al agro se consumó so pretexto de fortalecer la industria nacional y otorgar subsidios al consumo interno.

La falacia de este último punto quedará en descubierto con decir que, si bien el encarecimiento del costo de la vida atribuíble a la inflación, no dependió exclusivamente de Perón (que recibió un circulante excesivamente abultado por el emisionismo de sus predecesores entre 1940 y 1943), él optó resulta y deliberadamente por arruinar la moneda argentina, cuando pudo acercarla mucha a la paridad con el dólar, como lo probamos en anterior capítulo de este libro[131]. Cierto, los consumos fueron subsidiados. Pero no por consideración al pobre pueblo, injustamente expuesto repercusiones de una inflación del todo innecesaria. Sino por demagogia, para ahorrar a sus electores pasados o futuros las consecuencias de las emisiones macizas de billetes que meditaba, para envilecer los precios de nuestros artículos de exportación. No se necesita encarecer su calidad de engaño y mentira. Pero en su responsabilidad con respecto a la inflación, pasó toda medida. Cuando su asesor económico había declarado que “el remedio indudable contra la inflación no se halla por ahora a nuestro alcance”[132] , Perón hacía desmentir airadamente a La Prensa, que lo acusaba de inflacionista, invocando la obra de Miranda en defensa de la moneda [133].

La industrialización a expensas del agro es otro cuento tan burdo como el anterior. Ya vimos lo que uno de los ministros encargados de montar la máquina electoral para Perón dijo sobre su ojeriza contra el nacionalismo económico, a la vez que se declaraba partidario del intervencionismo estatal en la economía. Pero esa era la nota permanente que daban los gobernantes revolucionarios. El general Mason, a quien conocemos por su rebaja de arrendamientos, para permitir el aumento de las tarifas ferroviarias (cuando las empresas eran aún británicas) dijo que las manufacturas argentinas debían ser reajustadas a la terminación del conflicto mundial[134]; “el primer secretario de Industria y Comercio osó decir públicamente que después de la guerra tendrían que desaparecer las industrias nacidas de ella. El Estado argentino, que no supo preveer, el bloqueo, ni la escasez de combustible, ni la falta de caucho, o de hierro, a favor del país, se apresura con exceso de celo a preveer la eliminación de industrias que dejaría a centenares de miles de obreros sin trabajo, cuando la manufactura nacional en lo que va de los años 1939 a 1944 ha dado trabajo a un millón de obreros argentinos”[135]. Esta actitud, que sin duda contaba con la aprobación de una mayoría de la opinión nacional, cambió únicamente al advertirse que el abastecedor al que se quería devolver nuestro mercado consumidor de manufactura, no podría mandarnos absolutamente nada.

A poco de terminar la segunda guerra mundial, el Buenos Aires Herald publicó, bajo el título “Inglaterra necesita un milagro económico”, un artículo ilustrativo al respecto. Su autor la decía desgarrada ante este dilema: o descuidar sus exportaciones para reconstruirse, restaurarse y mejorar su nivel de vida, o descuidar el consumo interno, mantener su bajo standard vital del tiempo de guerra, y desarrollar sus mercados de exportación. Para mostrar algunas de sus necesidades internas, decía que necesitaba un millón[136] de nuevos hogares, esfuerzo excesivo para un país cuyo promedio anual de preguerra no pasó de 400 mil en ése renglón. Por añadidura, 500 mil edificios habían sido bombardeados, y otros 4 millones dañados. Apenas en diez años podrían los 1.200.000 obreros británicos de la construcción llenar aquellas necesidades. La producción había caído de 1935 a 1945, en calzado, de 160 millones de pares de zapatos a 90 millones; de millón y medio de bicicletas, a 540 mil; de casi dos millones de receptores de radio, a 50 mil. Fuera del carbón y del cemento, debía importar casi toda materia prima indispensable para sus industrias, y no tenía renta con qué pagarla. De nación acreedora, con una renta anual que oscilaba entre los 800 y los mil millones dólares, había perdido casi todos sus créditos, salvo unos millones de dólares, y pasado a ser deudora de 12 mil milIones de dólares, principalmente a la India. Aunque reciba ayuda financiera americana, decía Mr. Palyi, economista de Chicago, el inglés deberá hacerse tan nacionalista en sus gustos, como antes fue cosmopolita de espíritu. Para reconstruir, debería importar materia prima que no p pagar sino con exportaciones; y no podía exportar sin antes reconstruir sus industrias desmanteladas por la guerra. De ahí el milagro económico de que hablaba el título. Pero el estrambote fiaba la solución a un factor azar: “Su carta más promisora es —decía-—, su pueblo, con inquebrantable fe en el destino de la nación”[137]. Sin embargo, hubo parte de milagro: la generosidad argentina.

Para que ésta fuera completa, cuando nuestros gobernantes vieron que no podían esperar los abastecimientos ingleses que añoraban, y decidieron ayudar a Gran Bretaña ilimitadamente, aumentando nuestras exportaciones a crédito sin compensar las deudas recíprocas, y resignándose a dejar que el país produjera la manufactura que aquel no podía mandarnos, establecieron rígido intervencionismo estatal para controlar la industrialización inevitable, de modo que una gran industria argentina fuera imposible. De un antiproteccionismo aduanero absoluto, pasaron a un proteccionismo igualmente absoluto. Pero no a favor de la industria nacional, sino en contra. De una total indiferencia por el desarrollo industrial, de un celo excesivo por reajustarlo al fin de guerra, pasaron a no hablar de otra cosa que de industrializar el país, a expensas de la ganadería y la agricultura, que antes miraban como a las niñas de sus ojos. Pero estos amores repentinos suelen ser de los que matan.

Así, por ejemplo, cuando las circunstancias favorables creadas por la guerra habían permitido a los productores argentinos de textiles copar mercados exteriores, como de Sud África, del que habían desplazado a la industria británica, el gobierno decretó la suspensión de las exportaciones a base de manufactura de algodón. Por esa medida los tops de lana, los hilados y tejidos de algodón, lana y mezcla, quedaron sujetos al régimen de permisos, con excepciones relativas a “pequeños envíos con destino a la Cruz Roja Internacional, Prisioneros de guerra, Instituciones religiosas o Benéficas”. El pretexto era evitar el encarecimiento de ciertos artículos, que gravitaban en la “economía popular”; amparar al “consumidor nacional, tan castigado por el insaciable afán de lucro de especuladores”. La Comisión Nacional de Racionamiento se quejaba del aumento geométrico de las exportaciones en el ramo, que “a su juicio no tiene justificativo cuando el precio del mercado interno llega a ser prohibitivo para la clase obrera y la clase media”. Y anunciaba medidas “inexorables” contra los “interesados” en las exportaciones de manufactura de algodón; pero esperaba que ellos mismos renunciasen “voluntariamente a una parte de sus fabulosas ganancias en beneficio del pueblo”[138]. Desde el tratado Roca-Runciman, el afán de lucro era malo en los argentinos aunque no fuese insaciable. Exportar tejidos ganando mucho resultaba catastrófico. Por eso el aumento geométrico de las exportaciones de carne y cereal, se toleraban, porque se hacían a pérdida. Muy pronto se fomentarían, doctrinas al caso, respecto de los males que provoca la sobrealimentación. Uno de los procedimientos oficiales implicó en un proceso por contrabando a una de las firmas textiles más tradicionales. Y el mercado sudafricano se perdió para siempre.

Luego vinieron los aumentos de salarios, otorgados por decretos-leyes [139], y destinados a captar los votos de la masa obrera, abusando de la escasa preparación política que entonces tenía. El sistema podía dar una solución al régimen militar, que hacía más de dos años se debatía en medio de dificultades al parecer invencibles. Y armonizaba perfectamente con el antiindustrialismo y antinacionalismo económico de los más influyentes voceros del gobierno que procuraban el triunfo electoral de Perón. Mas indudablemente no permitía anticipar una acción del candidato oficial, si resultaba electo, a favor de la industria nacional. Las consecuencias no desmintieron el antecedente.

En el momento estelar que la Argentina tuvo para una expansión económica excepcional, desde que se mostró la pujanza de su pueblo en la producción industrial, a la vez que se veía cómo los desastres del mundo hacían las veces de proteccionismo espontáneo en su favor, el reajuste de los salarios se había ido operando por sí solo, sin necesidad de la intervención estatal. A una mayor demanda de brazos en las fábricas, había correspondido automáticamente un aumento en las remuneraciones. Sin duda la inflación conspiraba contra los salarios, porque ella siempre causa una suba mayor de los precios. Admitamos que hubiese existido entonces la necesidad de corregir esa disparidad —por otra parte incorregible. Pero eso habría debido ocurrir únicamente hasta que el fin de la guerra no ofreció ocasión de acabar con el emisionismo incesante provocado por el pago de las exportaciones a Inglaterra a expensas de nuestra moneda. Aquella anormalidad debió cesar en cuanto nuestro principal deudor obligóse a pagarnos saldos de guerra. Sucedió lo contrario. Pues fue precisamente cuando todo permitía sanear la economía argentina (compensando nuestras deudas con nuestros créditos y recibiendo valores británicos, para retirar de la circulación las emisiones que ya los representaban en su totalidad a cambio de empréstitos internos a colocar en un mercado financiero local riquísimo), fue precisamente entonces que empezó el sistema de los salarios políticos aumentados artificialmente.

Que esta tendencia inflacionista y antiindustrial era del caudillo incubado en la casa de gobierno, lo confirmó su administración. Cuando podíamos esperar que los recursos demagógicos fueran un expediente de oportunidad, para salir de un mal paso, su demagogia volvióse después del triunfo más furiosa que antes. Los salarios políticos, los aumentos artificiales de las remuneraciones fueron su única receta de gobierno. El vulgo inculto agradecía el mal como si fuera un bien. Qué sería de nosotros, decíase, si Perón no hubiese estado ahora para remediar la suba de precios con los aumentos de salarios. No advertía que aquella suba se debía a la inflación, por la que el caudillo había optado resuelta y deliberadamente al no comprar los ferrocarriles con el saldo de libras bloqueadas durante la guerra, y al no retirar, en consecuencia, las emisiones de billetes es que representaban el valor de nuestros suministros a las potencias aliadas. Aquella opción encajaba en un sistema general, calculado contra el país, para arruinar su moneda, neutralizar el efecto de las nacionalizaciones inevitables, agravar la crisis social, impedir la consolidación de la industria naciente, envilecer los precios de la ganadería para alimentar gratis a Inglaterra, y enriquecer a gobernantes con el despojo de los productores agrícolas. Si por añadidura la expoliación era agradecida por sus víctimas, como el mayor beneficio ¿cómo podía el caudillo pensar en otra cosa? Mefistófeles había engañado, no al anciano Fausto, sino al joven pueblo argentino. Y su cuento era creído hasta por los que se santiguaban al sólo recuerdo de su aparición.

Mas Perón no se contentó con perseguir a la industria argentina con los aumentos de salarios, con efecto retroactivo, anarquizando la producción, a la que obligaba a precaverse de esos atracos imprevistos con subas especulativas de precios. Legal o arbitrariamente se ensañó con los mejores industriales argentinos, hasta llevarlos a la quiebra o clausurándoles lisa y llanamente sus empresas.

 

[131]  Ver cap. XV

[132]  La Prensa de Bs.As., 22 de Septiembre de 1946.

[133]  La Prensa de Bs.As., 21 de Septiembre de 1947.

[134]  Voz del Plata de Bs. As., 8 de Octubre de 1943.

[135]  Ver en el Apéndice N° 1, al final de este libro, nuestro manifiesto de diciembre del 45, tantas veces citado.

[136]  Por evidente error de imprenta el texto dice 100.000; pero entonces, ¿cómo no podía construir esos 100 mil nuevos hogares que necesitaba, si antes de la guerra su promedio anual en ese renglón era de 400 mil?

[137] Buenos Aires Herald, 13 de Septiembre de 1945.

[138]  La Prensa de Bs.As., 29 de Julio de 1944

[139]  El conato de lock-out esbozado por la producción y el comercio en una reunión de la Bolsa de Buenos Aires (La Nación, 28/XII/45) no tuvo ninguna eficacia práctica.




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