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Julio Irazusta – Adolfo Saldías

INTRODUCCIÓN

Aunque dejó muchos escritos y publicó antes de morir uná obra de aliento, Adolfo Saldías ha quedado como el hombre de un solo libro: su Historia de Rozas. Y este hecho es tanto más significativo cuanto que nada, en los antecedentes del autor, permitía esperar esa armonía entre el escritor y su tema de la que surge, por lo general, la obra maes­tra. Es por antonomasia el historiador de la Confederación Argentina, nombre que prevaleció en la edición definitiva de su gran historia. Antes de establecer una escala de valores sobre los méritos compara­dos de. unos y otros entre quienes trataron el asunto, Saldías ocupa lugar aparte, por la magnitud de la empresa y el tetón con que la realizó. Hasta ahora nadie repitió su intento de historiar en forma exhaustiva los veinte años de la dictadura de Rozas. Esa falta de émulos habla de las dificultades que la materia presenta. Y el hecho de que él las venciera, prueba una fuerza de espíritu que estaba de acuerdo con su ambición.

Pero ésta no consistió desde el comienzo de su carrera en escribir su obra mejor lograda, ni tal vez siquiera en ser historiador. Pocos, entre los que merecen el nombre de tales, eligen el género como una especialidad entre las infinitas que se ofrecen a las vocaciones juve­niles en la edad universitaria o la inmediatamente posterior. El caso de Gibbon, al elegir un tema entre varios otros, con absoluta libertad de indiferencia (elección decidida no por la íntima asociación en­tre el autor y el asunto sino por las ventajas que éste ofrecía para alcanzar el éxito), es raro entre los grandes. Por lo común, la gran historia surge como algo inevitable de un espíritu trabajado por una gran preocupación o por una gran idea. Y el historiador es un político y un militar, como Tucídides o César, o un filósofo como Voltaire, Hume o Taine, antes que un profesional de la materia. Guar­dadas las distancias, el caso de Adolfo Saldías no difiere de los que ofrecen las biografías de sus famosos predecesores en el género. La política lo llevó a la historia, y con la historia creyó esclarecer su política. Quien jamás pensó dedicarse a esa disciplina intelectual, pero angustiado por los problemas de su tiempo vuelve la vista a los de su pasado, en busca de soluciones para las dificultades de la vida nacional, y se interna en aquel laberinto sin Ariadna, comprenderá la pasión que puede apoderarse de él por hallar la salida del laberinto ideado por Dédalo. Y apreciar la medida en que un político práctico puede dar la madera con que se hace un historiador. Pero si antes de estar enredado en la ardua aventura, ya tenía nociones firmes sobre la dignidad del espíritu, no habrá interés temporal, por entrañable que sea, capaz de inducirlo a olvidar las responsabilidades inherentes a la búsqueda de la verdad. Y por otra parte sabrá de antemano que ésta, como el unum necessarium del Evangelio, da por añadidura las mejores directivas para servir las buenas causas. La historia es maestra de la vida sólo para quienes no le piden rece­tas de fácil y segura aplicación, sino que en su cultivo tratan de acendrar su conocimiento de la eterna operación del espíritu humano en el terreno de la práctica, y en los héroes verdaderos, cuyos aciertos tratan de descubrir y cuyos errores descartan, hallan inspiración antes que modelos de acciones, que la historia no puede ofrecer. Una disciplina así entendida puede y debe ser a la vez científica y útil a la colectividad del historiador.

Hace treinta años, al iniciarme en estas materias, por lo que rezaba con la historia argentina, intenté una síntesis sobre las relaciones entre la historia y la política con esta fórmula: que para el hombre de acción, la historia es el sucedáneo de la experiencia imposible; y para el historiador, la experiencia política es el mejor ingrediente de su criterio interpretativo. Trataba de explicarme las viejas nociones acerca de que el pasado es la mejor base de las innovaciones, de que el conocimiento de la historia, sumado a la experiencia de Néstor, educa al prudente ideal; y el no menos antiguo aforismo de que rara vez se estudia el pasado sino por exigencias del presente y para orientarse respecto del porvenir. Croce, cuya metodología de la historia me parece la mejor de nuestro tiempo, aclaró luminosamente, con su pensamiento de que toda historia es historia contemporánea, cómo se deben entender las relaciones que examinamos. Pero hasta que no se ha experimentado personalmente la verdad de su dicho, no se puede apreciar su hondura. Saldías no pudo leer a un metodólogo [I] tan bueno como el filósofo napolitano; y yo no estoy seguro de poder decir que su concepción de la historia sea tan depurada como lo ha­bría podido ser de haber él trabajado después que Croce. Pero lo cierto es que jamás confundió el plano de la acción política con el plano de la reflexión histórica. En lo que dependió de su apetencia de la verdad, y no de las deficiencias de su formación intelectual, investigó el pasado argentino con espíritu científico, aunque entendía el ejercicio de la inteligencia como servicio público. Pero no es me­nos cierto que el sentimiento que movió su ánimo a la revisión de la historia patria en su época más discutida, le hizo las veces de la meto­dología que le faltaba, llevándolo a ser el Colón de un nuevo mundo histórico argentino, con parecido empirismo genial.

Por otro lado, si en la época de Saldías la filosofía de la historia no estaba acendrada como hoy, los que abordaban esa disciplina te­nían una fe más ingenua en ella como instrumento para reconstruir una realidad abolida por el transcurso del tiempo. Si desde que Renán, en la segunda mitad del siglo XIX, dejó caer sus despectivas palabras sobre “esas pobres pequeñas ciencias conjeturales” que eran para él las morales y políticas, nunca faltaron quienes vacilaran acerca de la capacidad de la inteligencia humana para conocer el pasado, don Adolfo no fue uno de ellos. De haber tenido esa falla, no habría aco­metido la empresa de escribir su ponderoso libro.

Por supuesto que, en filosofía, como en todo lo demás, los escépticos son tan antiguos como el mundo. Pero aquel dicho del fa­moso incrédulo francés hizo impacto sobre los espíritus de una época ya divorciada en su mayoría de la ortodoxia tradicional, que a nues­tros antepasados les servía de tónico para tener fe en todo lo humano. Y el problema gnoseológico, central en la filosofía moderna (junto con las muchas ventajas que procuró a la metodología de la ciencia) debía hacer estragos entre los historiadores. Los de antes carecían, naturalmente, de infinitos elementos que ofrece a los de hoy el pro­greso de las disciplinas instrumentales. Pero en cambio era antes más frecuente que la profunda erudición se aliase como en Saldías a la fuerza intelectual y al arte narrativo. Aun los heterodoxos de los siglos XVIII y XIX que más hicieron por desacreditar el concepto de verdad trascendente, escribieron historia sin mostrar dudas sobre la verdad humana que creían haber hallado con los deficientes medios de que disponían.

Hoy entre nosotros la inmensidad de los elementos de juicio acumulados por los historiadores, parece estar en oposición directa con su disposición a juzgar. Y las profesiones de escepticismo se leen hasta en obras ingentes, cuya sola elaboración permitiría atribuir a sus autores una fe robusta en la disciplina que cultivan. Imposible abordar aquí el problema de fondo sobre la posibilidad de conocer el pasado. Pero hay una observación de carácter empírico que permite adelantar una conclusión afirmativa. Me refiero a esos descubrimien­tos que cada uno de los estudiosos ha hecho de un pasado sepulto bajo largo olvido, cuando halla que su reconstrucción, tenida sinceramente por original, estaba ya realizada por otros. Recuerdo haber leído en Taine (aunque no podría indicar dónde) una descripción de la em­briaguez que experimenta el principiante de filosofía al descubrir por sí mismo alguna de las grandes teorías clásicas en la materia. La misma sensación se apodera del investigador que logra reconstruir un fragmento del pasado, deliberadamente oscurecido por las generacio­nes intermedias, al descubrir por su cuenta los móviles de los hombres que actuaron en la época estudiada, y expresarlos en forma tan similar que podrían intercambiarse. Semejante coincidencia sería imposible, de no existir una verdad histórica. Lo que sucede es que dicha verdad no es fácil de hallar. Miles de causas se oponen a su comprensión exacta y científica. Por mucho tiempo, después de acaecidos, los he­chos históricos siguen demasiado mezclados a intereses y pasiones del momento en que ocurrieron, para que su examen imparcial y se­reno —como lo exige la Historia— no se dificulte. Sólo el transcurso del tiempo permite ir viendo cada vez mejor las cosas del pasado en una perspectiva adecuada. Y esto no se debe exclusivamente a que las pasiones se enfríen, hasta llegar a desaparecer o a transformarse favorablemente, sino a que mientras lo negativo de una época va quedando relegado al olvido, lo positivo sigue en pie, como lo único sucedido.

Una fe robusta en la capacidad de la mente humana para cono­cer el pasado es indispensable en la redacción de buenas historias. A eso se debe que en el período ardiente del agnosticismo contempo­ráneo, entre fines del siglo XIX y principios del XX. los historiado­res (salvo excepciones honrosas) hubiesen sido reemplazados por los cronistas o los meros investigadores; y que hoy, por el contrario, estén estos cediendo el lugar a aquéllos luego de la gran reforma de la metodología histórica que en todo occidente realizó la filosofía con­temporánea, fuertemente imantada hacia el acontecer concreto. La aparición, en abundancia, de excelentes libros de historia, en todos los países cultos, empezó a producirse a poco de quedar superado el agnosticismo que marchitó la investigación historiográfica hace medio siglo. Al final de su vida Santayana marcaba este punto, en carta a una vieja amiga de infancia: “Lo que a mí me gusta e interesa ahora es la historia, y los historiadores de hoy día son excelentes. No elo­cuentes y falsos como los liberales, pero científicos y exactos en lo que cabe.” Esta mitad del siglo XX que estamos viviendo dramáti­camente, podrá dudar de su capacidad para preparar un futuro ape­tecible, pero no de su capacidad para conocer el pasado.

Entre nosotros esta evolución no se ha definido aún de modo cabal. La producción historiográfica es muy abundante. Pero el es­cepticismo hace estragos hasta en el espíritu de los mejores obreros de la especialidad. Cuando el conocimiento de las obras filosóficas que aclaran las categorías de la materia, alcancen mayor difusión, el movimiento cultural que ha dado tan óptimos frutos en el resto del mundo se acentuará en la historiografía argentina. Entonces los es­tudios históricos, que ocupan a tantos intelectos distinguidos, harán el papel que les corresponde en la preparación y el esclarecimiento del destino nacional. Entonces puede también que aparezca algún histo­riador que supere a Saldías por sus categorías mejor ajustadas, siempre que llegue al mismo nivel por su vigor para la narración histórica, hasta ahora poco menos que incomparable. Entretanto seguirá ocu­pando un lugar aparte, entre los cultivadores del género entre nos­otros, como el historiador de la Confederación Argentina.

Imposible dividir el estudio de su personalidad, separando su vida de su obra, para estudiarlas a cada una en sí misma. Ambas se relacionan de modo tan estrecho que de continuo las luces que de la una se desprenden iluminan la otra, y vicerversa. En el comienzo de su carrera, sus amistades y su actuación influyen en sus escritos más de lo que los temas elegidos permitirían suponer, mientras al final el sistema histórico que acaba elaborando por sí mismo, parece decidir el sentido de sus actos y la elección de sus amigos. Así lo seguiremos pues desde sus primeros hasta sus últimos años, paso a paso, yendo de su vida a su obra y de su obra a su vida, como él las fue viviendo y realizando en entrañable maridaje, para mostrar cómo del amor pa­triótico que puso en ambas salió una labor historiográfica de las más sinceras, osadas y nobles entre las que componen la literatura ar­gentina.

[I] Aunque un esbozo de las ideas de este autor se había publicado en La lógica romo ciencia del concepto puro, en la primera década del siglo xix, la Teoría, e historia de la historiografía, si bien dispersa en artículos de revista, n0 apareció en forma de libro hasta después de la guerra de 1914.

 

Fuente: Irazusta, Julio, Adolfo Saldías, Ediciones culturales argentinas, Buenos Aires, 1964, pp. 7-11




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