Donald Trump Addresses GOP Lincoln Day Event In Michigan

Fernando Francisco Romero – La derecha desnuda

El ejercicio pleno de la hegemonía moral del marxismo cultural corresponde, no obstante (y al menos de momento), en su mayor medida a los organismos de la sociedad civil, y con ellos a la cabeza, los medios de comunicación. Éstos, cuyas sentencias son emitidas con supuesto respaldo en la opinión pública, dibujan los límites entre lo que se puede decir y lo que no; entre el correcto y el incorrecto pensar y actuar.

 

O ‘de Trump y el pánico moral progresista’, bien podría ser otra frase para titular este recorrido acerca de un fenómeno particular que se ha ido verificando en los últimos meses con motivo de la candidatura de Donald Trump a las primarias republicanas en Estados Unidos. Y es que, especialmente turbulenta se ha tornado esta campaña recientemente, cuando una verdadera histeria colectiva se ha levantado en torno a la figura de Trump. Desde artículos que señalan al candidato como una amenaza a la paz mundial, hasta reiterados anuncios acerca de una posible emigración masiva hacia Canadá de varias celebridades y votantes de izquierda en caso de que ganara la presidencia de los Estados Unidos, y sin olvidarnos de las comparaciones de rigor con Hitler y Mussolini; una auténtica campaña de pánico moral ha cundido en los medios de comunicación de todo el mundo en torno al polémico candidato. La histeria colectiva ha llegado incluso afomentar agresiones y ataques contra el candidato, quien el Sábado pasado tuvo que suspender uno de sus actos de campaña ante una turba que irrumpió en un mitin en Chicago, en un acto sin precedentes de violación de las más elementales libertades y garantías democráticas en un proceso electoral. Y más recientemente aún, el intento de agresión directa de un individuo que intentó atacar a Trump mientras daba un discurso en Ohio. Todo parecería legítimo a no pocos para detener al ‘próximo Hitler’. La creencia en una eventual amenaza fascista ha hecho a un progresismo de izquierdas, poco menos que en pie de guerra, reflotar el antiguo slogan de ‘No pasarán’.

Curioso, no obstante, es el hecho de que toda esta crispación, expresada mayormente a través de los medios de comunicación, repita el mecanismo del moral panic, generalmente empleado por sectores conservadores y religiosos en los años 70’s y 80’s, como manifestación de escándalo frente al avance del progresismo y marxismo cultural. Éste, ahora devenido de contracultura a hegemonía de pensamiento, hace uso de la misma mecánica para señalar con horror a la derecha en auge.

Pero los gritos de guerra no sólo se han oído provenientes de entre el campo progresista: de las propias entrañas del partido republicano y demás sectores de derecha se ha montado una auténtica coalición del establishment político para impedir, a toda costa, la nominación de Trump. Con tal energía incluso, que la virulencia mostrada desde estos sectores ha sorprendido a propios y extraños.

Ni el demócrata socializante Obama, o su sucesora Hillary Clinton, y ni aún siquiera el explícitamente comunista Bernie Sanders, despiertan tamañas resistencias y pasiones combativas dentro de las élites del partido republicano como la figura de Donald Trump. De hecho, no pocos de ellos ya han hecho llamamientos abiertos a votar por Clinton en un hipotético escenario Trump vs Hillary. Cabría preguntarse entonces ante tan sorpresiva reacción, ¿Cuál es el verdadero motivo por el cual el establishment republicano preferiría a una demócrata en vez de un candidato salido de su propio partido?, ¿Cuáles han sido los imperdonables crímenes que empujarían a los cabecillas del Grand Old Party al riesgo de su ruptura con total de frenar  a uno de sus candidatos?, ¿Es verdaderamente imperdonable su propuesta de frenar la inmigración y levantar un muro en la frontera, como ha hecho Israel y varios países europeos recientemente?, ¿Les resultará profundamente incompatible la idea de no aceptar refugiados musulmanes en masa como han hecho Japón, las monarquías del Golfo y la incondicional aliada Arabia Saudita?, ¿les soliviantará quizás su propuesta de recorte de impuestos?, ¿O acaso la idea de combatir al ISIS junto a Rusia, en vez de empujar por todas las vías posibles hacia una guerra con esa potencia, al tiempo que se financia al terrorismo islámico disfrazado de ‘primavera árabe’ o ‘rebeldes democráticos’?, ¿O a lo mejor se trata del tono ‘vulgar’ y ‘agresivo’ de Trump lo que solivianta a la élite política republicana, hasta el punto de preferir a un candidato demócrata con total de salvar las ‘buenas formas’?…

Los pecados de Trump

Lo que no se le perdona verdaderamente  a este candidato son dos aspectos fundamentales, que desgraciadamente se han pasado por alto entre medio tanta liviandad imperante en los análisis locales e internacionales sobre el fenómeno Trump. El primero de ellos, es el sencillo hecho de que su campaña esta mayormente autofinanciada con dinero del propio magnate, y el resto son pequeñas donaciones voluntarias de personas comunes. Esto le otorga la particularidad de ser el único candidato republicano que no está financiado por los grandes lobbies del poder económico. Y también, el único que prácticamente no ha hecho uso de los anuncios televisivos en la campaña, diezmo de rigor hacia poder mediático.

Esto, sumados al creciente número de victorias electorales de parte de Trump, quien ya cosecha triunfos en 20 estados frente a los 8 de su rival más próximo, y que hacen pensar cada vez más en la probabilidad real de su eventual candidatura; han quitado el sueño a la elite económica y prebendaria norteamericana. La semana pasada, de hecho, ha tenido lugar una reunión ‘secreta’ entre el establishment del partido republicano y la elite económica, incluyendo a los CEOS de Apple y Google, para intentar frenar a Trump. Una nota en INFOBAE al respecto sintetiza la maniobra:

“La autonomía de Trump y su autofinanciamiento de campaña permite que el candidato “no deba favores a nadie” y ése es un gran problema para los grupos de poder económicos que intentan controlar, para su beneficio, las políticas gubernamentales. Con Trump en la presidencia, el establishment pierde poder.”

Por otra parte, el segundo motivo de preocupación, y quizás el  más trascendente,  fue el hecho de haberse negado a pedir disculpas en reiteradas ocasiones ante los tribunales mediáticos que le exigían una retractación por sus dichos acerca de la inmigración ilegal, y sobre otros comentarios acerca de particulares que la prensa inmediatamente, y en uso desvergonzado de las formas más burdas del non séquitur y la generalización apresuradas, extendió sobre todo un colectivo. Así, por ejemplo, los entredichos verbales entre Trump y Rosie O’Donnell (un personaje mediático), o la periodista Megan Kelly se convirtieron forzosamente en un ataque al género femenino todo; el apunte sobre los elementos criminales presentes en la inmigración ilegal, especialmente mexicanos, devinieron en embestidas ‘racistas’ contra la totalidad de los habitantes que viven al sur del río Grande, etcétera.

Ante estas acusaciones, lo habitual hubiera sido retractarse, pedir disculpas (aún de  afirmaciones no hechas o  tergiversadas) para que la posible lectura de un ‘insulto’ a las minorías y grupos sensibles no tire abajo la campaña política a través de una condena generalizada de la prensa, en su papel de autodesignada vocera de la opinión pública. Trump evadió sin embargo el cálculo especulativo tan común en los políticos de carrera adscriptos a la moral hegemónica -gestada en las universidades progresistas- y, lo que es más, decidió redoblar la apuesta. En una memorable escena durante uno de los primeros debates, en la cadena Fox, Megan Kelly, una de las ‘moderadoras’ del encuentro, increpó a Trump sobre unos antiguos dichos sobre la tal Rosie O’Donnell tildándolos de un ataque hacia todas las mujeres, ante lo cual Trump respondío que “el verdadero problema de este país es que es políticamente correcto…. Francamente no tengo tiempo para ser políticamente correcto, y hoestamente, este país tampoco”.  En otro episodio acaecido en una entrevista con el comediante Stephnen Colbert, Trump lo dejó más claro aún: “no apologies”.

A partir de estos episodios, sucedidos a mediados del año pasado, cuando la candidatura de Trump apenas asomaba, su popularidad ha ido creciendo enormemente hasta eclipsar al resto de los candidatos, que desde ahora en adelante, debieron imitar en parte su discurso para subir un poco en las encuestas. Todo el arco se había corrido un poco más hacia la derecha. Y justo en el preciso instante en que el electorado norteamericano observaba estupefacto los frutos maduros del correctismo político al otro lado del Atlántico: Alemania abriendo irresponsablemente las puertas de Europa a la inmigración masiva y descontrolada, con la excusa de atender a principios humanitarios hacia los ‘refugiados’; los atentados de París perpetrado en parte por elementos recién llegados, y más recientemente, las violaciones masivas de parte de los migrantes de origen musulmán hacia mujeres europeas, cuyo epicentro fue el ataque en la ciudad de Colonia en vísperas de año nuevo, pero que se han venido repitiendo desde entonces con una frecuencia cada vez más alarmante y cotidiana.

La hegemonía de la moral progresista se puso en entredicho, y el recalcitrante candidato no sólo no se hundía en el descrédito y el repudio, como habían calculado los popes mediáticos y especuladores políticos varios, sino, y muy por el contrario, la popularidad de Trump no hizo más que crecer tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo. En Argentina, de hecho, la atención periodística comenzó a posarse sobre Trump con especial interés a partir de este suceso. La noticia no eran sus dichos sobre México o la inmigración ilegal, sino su negativa a disculparse, de lo que para él había sido no otra cosa que el señalamiento de una verdad evidente acerca de las crecientes problemáticas en torno a la inmigración, el multiculturalismo y la desaparición de los estados nacionales.

 

El Perdón.

Y aquí quizás valga la pena detenerse un momento acerca de esta idea, ya que el perdón no es sólo el reconocimiento del error, sino, y principalmente, la corroboración de la hegemonía moral que lo exige. Dicha exigencia es incondicional, aun cuando ni siquiera su cumplimiento garantice la supervivencia política, o literal, como la de Winston en la última escena de 1984. De lo que se trata en definitiva es de la corroboración de la moral imperante, más que la eliminación de los que la contradicen. La misma lógica era empleada en la inquisición, a la cual le interesaba no la muerte de los herejes, sino su retractación pública para demostrar así la inatacable consistencia del sistema en las subjetividades.

Foucault se refería en parte a este modelo como el poder pastoral. Una superestructura invisible y sutil de la sociedad civil y el estado que refuerzan los mecanismos de hegemonía y control, a través de un entramado de relaciones en las cuales se verifica una actitud tutelar de parte de agentes que trabajan, consciente o inconscientemente, en función de moldear las subjetividades en determinado sentido. Para Foucault este sentido último emanaba del poder político arraigado en el Estado. Aunque con Gramsci sabemos que la conquista de la hegemonía cultural puede ser independiente o paralela al control de los aparatos represivos estatales (el poder político sin hegemonía). Esto podría brindarnos una idea de por qué el correctismo político progresista se ha ido afianzando desde las instituciones de la sociedad civil hasta cristalizarse en organismos del estado, con independencia del signo ideológico de los gobiernos habidos.

El ejercicio pleno de la hegemonía moral del marxismo cultural corresponde, no obstante (y al menos de momento), en su mayor medida a los organismos de la sociedad civil, y con ellos a la cabeza, los medios de comunicación. Éstos, cuyas sentencias son emitidas con supuesto respaldo en la opinión pública, dibujan los límites entre lo que se puede decir y lo que no; entre el correcto y el incorrecto pensar y actuar.

Cuando Trump les negó el arrepentimiento, entonces, lo que se quebró fueron tanto la autoridad de los autoinvestidos agentes pastorales de la moral progresista, como ésta en sí. Herida en su posibilidad de continuar ejerciendo el poder pastoral sobre el potencial presidente de la primera potencia mundial, la moral progresista puso en movimiento entonces, todos los aparatos disponibles para frenar al candidato recalcitrante. El poder mediático, los establishments de ambos partidos y el poder lobista incapacitado de ejercer tutela sobre el díscolo aspirante, emprendieron una campaña cuyo punto culminante vino como estocada desde las propias filas del mismísimo partido republicano, y de uno de sus antiguos candidatos: Mitt Romney.

De manera que ya no nos resultaría tan extraño preguntarnos por qué Trump, un candidato que se mantiene dentro de los márgenes de la economía de mercado y del sistema tradicional norteamericano, y que sólo acaso promete una vuelta a ciertas raíces para revitalizarlo, es, sin embargo atacado con mayor violencia si cabe, que un candidato como Sanders, cuyas propuestas son abiertamente disruptivas con todo el sistema económico y político estadounidense. O Clinton, promesa segura de la profundización del socialismo en el país según el esquema más sutil de la rana en la olla. Y es que, en definitiva, lo que está en discusión, “no es la economía, estúpido”, sino algo más profundo: el orden moral.

 

La contrarreacción de los ‘cornuservadores’.

El control que ejerce esta moral progresista sobre la derecha, se ha sintetizado en el término ‘cuckservative’, que el periodista español Carlos Esteben, traduce como ‘cornuservadores’ en un brillante artículo de La Gaceta.es. Allí puntualiza que:

En Estados Unidos existe una idéntica tendencia por parte del partido supuestamente conservador, el Republicano, a aceptar con una pausa cada vez menor las premisas ideológicas de sus contrarios Demócratas, y si antes se calificaba como RINO (Republican In Name Only, “republicano solo de nombre”) al miembro del GOP con demasiadas afinidades progresistas, cada vez son más los que, desde la derecha, han concluido que los republicanos son algo muy parecido a la “oposición controlada” de Lenin y que el partido está en manos de quienes, al juicio de sus críticos, solo aspiran a que la izquierda mediática les pase de vez en cuando la mano por el lomo premiándoles con el adjetivo de ‘moderados’: estos son los cornuservadores. (…)”Un ‘cornuservador’ es un autodenominado “conservador” que se venderá y estará dispuesto a traicionar a la gente, cultura e interés nacional de su país a fin de obtener la aprobación de terceros que le desprecian o ignoran”. ¿Les suena?.”

A la luz de todas estas consideraciones, nos resultara más fácil comprender, por lo tanto, por qué, quienes desde la derecha se han visto obligados a vivir disfrazados, en completo sometimiento ideológico hacia la moral imperante del marxismo cultural, sean los primeros en horrorizarse y escandalizarse hasta la crispación frente a una derecha que se presenta desnuda y brutal, despojada de las ataduras del lobbismo, y que sin la menor consideración con la mojigatería progre, viene a patear el tablero de lo políticamente correcto. Con el brío intempestivo y el celo rabioso de los conversos, le salen entonces al paso éstos ‘cornuservadores’ del establishment , a hacerle frente con todas sus armas a un candidato que pone al descubierto todo este travestismo ideológico al que fue sometida la derecha. Y que por lo tanto, amenaza con poner en evidencia la pusilanimidad de todo un sector político que ha comprado por entero los presupuestos del progresismo, y que ha sacrificado sus principios en aras de un supuesto ‘consenso’ cada vez más corrido hacia la izquierda.

¡Populismo!, es el último epíteto esgrimido por este establishment político para denunciar no otra cosa, que aquellos que se atrevan a dar cauce a las demandas y reivindicaciones que se encuentran por fuera de éste consenso político imperante, o como lo denomina Carlos Esteban: “ese partido único de dos facciones”. Todas estas armas, sin embargo, parecen no sólo resultar fútiles, sino incluso contraproducentes. La filípica de Mitt Romney hacia Trump avivó las contradicciones entre el establishment político (cada vez menos simpático a la vista del ciudadano común norteamericano) y los outsiders. La candidatura de Donald Trump, que era tomada por una broma pesada de unos cuantos meses de vida por parte de un excéntrico magnate, se fue volviendo con el pasar de los meses una realidad cada vez más consolidada por el apoyo popular. Ello bien ameritaría, por otra parte, unas sinceras reflexiones, especialmente de los medios, que no supieron o no quisieron ver en éste conjunto de reivindicaciones explícitas o latentes en el discurso de Trump, una serie de demandas políticas válidas y atendibles. Encerrada en su propia narrativa de las cosas, en su propia representación, la moral progresista no consideró viable ni legítim aquello que niega, y un buen día, la realidad la desbordó.

De todas formas, aún queda camino por recorrer. Y no podemos asegurar con certeza que la candidatura de Trump se termine imponiendo dentro del partido republicano, y menos aún que consiga ganar las elecciones presidenciales. Una serie interminable de tecnicismos y recursos leguleyos de parte de un sistema electoral ideado para preservar el estatus quo, amenazan con privarlo de la nominación aun obteniendo la mayoría de los votos y delegados en la convención republicana. Lo que sí se puede señalar, sin embargo, es que la profunda estela dejada a su paso en esta abrupta y trepidante carrera electoral, no va a dejar el escenario político en el mismo estado que antes. Un eventual triunfo de la élite política y el establishment que se valga de estas triquiñuelas del sistema electoral para arrebatar la candidatura al aspirante rebelde, sería sólo una victoria temporal que no obstante profundizaría aún más el abismo ya existente entre el votante y la clase política. Una crisis de representación incluso podría poner en entredicho la continuidad del esquema bipartidista.

Phillipe Muray, filósofo francés, señala que frente al ‘consenso totalitario’ del mundo post moderno y la moral progresista, las pequeñas grietas y contradicciones con el pensamiento hegemónico van paulatinamente estableciendo una distancia entre ésta y el común de los sujetos (sujetados a esa moral). De momento, no estamos en condiciones de justipreciar las dimensiones reales de la brecha abierta por la violenta acometida de Donald Trump, y de muchos otros personajes que en el terreno político Occidental han empezado últimamente a levantar cabeza contra la hegemonía del correctismo político (Orbán es otro ejemplo a destacar). Lo que quizás nos resulte un poco más fácil advertir es que, y a juzgar  por el volumen de los gritos, los clamores de desesperación, y la violencia reactiva; la herida infringida en el sistema, parecería ser de cierta gravedad.

*Investigador del Centro de Estudios LibRe




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