Cornelio Saavedra 2

Cornelio Saavedra (datos biográficos)

Cornelio de Saavedra

Militar. Los Saavedra constituyen la familia más antigua de origen andaluz —por línea de varón— que llegó a Buenos Aires a comienzos del siglo XVII. Nuestro personaje nació en la hacienda de “La Fombera”, próxima a la ciudad de Potosí, el 15 de setiembre de 1759. Era hijo de don Santiago Felipe de Saavedra, porteño, y de doña María Teresa Rodríguez Michel, potosina. Bautizado en la iglesia de Santa Ana Matuca la Baja, parroquia del pueblo de Otuyo, se le impuso el nombre de Cornelio Judas Tadeo. “Fue su madrina —consigna el acta de bautismo— la india que hizo oficio de partera, llamada Pascuala a quien advertí su obligación y parentesco espiritual.” Detalle revelador de su cristiana humildad es el madrinazgo del quinto descendiente de Hernandarias. A los ocho años vino con su familia a Buenos Aires donde realizó los estudios primarios, y a los catorce ingresó al Real Colegio de San Carlos.

En 1773, se contó entre los dieciocho alumnos con que inauguró sus clases el ilustrado sacerdote Carlos José Montero. Asistió a sus lecciones mostrando especial dedicación por las disciplinas filosóficas cuyo examen final rindió en 1776, cuando tenía 17 años.

A esta altura de su vida se dispuso a secundar a su padre en sus trabajos. Casóse en 1778, con su prima hermana, doña Francisca de Cabrera y Saavedra, viuda de Mateo Ramón de Álzaga, y de ella tuvo tres hijos. En su condición de vecino de buena posición económica y merecida consideración social, el Cabildo lo designó en 1797, regidor cuarto, y al año siguiente, regidor tercero. Siendo Síndico procurador, en 1799, produjo un informe adverso a la proyectada corporación de zapateros, por excluir de la dirección del gremio a los extranjeros y a la gente de color, y con ese motivo abogó por la libertad de trabajo.

En 1801, fue elegido alcalde de segundo voto y juez de menores, nombramiento que confirmó el virrey Avilés. Viudo, contrajo nuevas nupcias el 28 de abril de ese año con doña Saturnina Bárbara de Otálora y del Rivero. En 1804, fue designado 2° Cónsul del Consulado de Buenos Aires, luego reemplazado por Jaime Alsina y Verjés. En 1805, el Cabildo lo nombró administrador de los granos del diezmo, y en marzo expuso su opinión al informar sobre el estado de las cosechas, precios, almacenes, etc., demostrando su competencia en el asunto. En 1806, se le encargó la compra de trigo, su acopio, recolección y administración. Luego de combatir en la primera Invasión Inglesa al organizarse uno de los cuadros de milicias, el de “Patricios”, fue nombrado comandante jefe del Regimiento, el 8 de octubre de 1806.

Este fue el origen de mi carrera militar —dice en sus Memorias— y la honrosa distinción que le hicieron los hijos de Buenos Aires prefiriéndome a otros muchos paisanos suyos para Jefe y Comandante, me hicieron entrar en ella.”

En las gloriosas jornadas del 5 de julio de 1807, Saavedra al frente del Regimiento de Patricios, rechazó las columnas británicas de Pack y Cadogan, que por las actuales calles Bolívar y Perú marchaban hacia la Plaza Mayor, y rindió a la segunda, con su jefe, en la casa de la Virreina Vieja. Henchido de legítimo entusiasmo, exaltó en una proclama del 30 de diciembre de 1807 el brillante comportamiento de sus soldados declarando que “no son inferiores a los españoles europeos y en valor y lealtad a nadie ceden”. No conforme con ello, remitió notas a los Cabildos del virreinato y de Hispanoamérica con el triple objeto —dice Ruiz Guiñazú— de señalar el heroísmo de los criollos, expresar su fe en la gestación emancipadora del nativo, y difundir un sentimiento de comunidad americana. Recibió calurosas congratulaciones, y esta correspondencia le hizo conocer fuera del ámbito de la ciudad porteña.

En 1808, con motivo del sitio que debía corresponder a los cuerpos voluntarios en las formaciones militares, Saavedra exigió el primer lugar para los Patricios, y subrayó la notoriedad del “derecho que nos asiste para esta preferencia, por hijos y dueños de este suelo”. Tales ideas fueron las que lo decidieron a intervenir con sus tropas para sostener la actividad del virrey Liniers, compañero de glorias en la Defensa, dispersando el movimiento tumultuario del Cabildo que quería reemplazarlo por una junta de tipo popular el 19 de enero de 1809.

Hombre enteramente ajeno a las ideologías de la Revolución francesa, estaba imbuido de las clásicas ideas de los grandes pensadores españoles, en especial, de Francisco Suárez. Contaba aunque sólo parcialmente, con dos elementos de grande valía: el ejército y las comunidades religiosas. Por eso Mitre, dijo que “Nada podía hacerse entonces en Buenos Aires sin contar con el apoyo de Saavedra”. Su participación en los prolegómenos de la Revolución de Mayo fue trascendente, siendo en ella la primera figura. Los patriotas que la habían preparado en reuniones secretas le encomendaron su dirección, y fue él quien dio la orden de romper el fuego. En la reunión de comandantes convocada por el virrey Cisneros el 20 de mayo para pedir adhesiones, levantó la voz para negar el apoyo. En el Cabildo Abierto del 22 de mayo al emitir su voto por la destitución de Cisneros sobre un total de 225 votos: 61 votaron a favor del virrey, y 164 en contra, 86 de los cuales aceptaron el voto de Saavedra en todas sus partes. Sostuvo que la autoridad del virrey debía pasar al Cabildo “ínterin se forme la Junta que deba ejercerla”, y declaró que la formación de dicha Junta debe ser en el modo y forma que se estime por el Cabildo, agregando: “no quede duda que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando”. Dicha fórmula no procedía de la fuente ideológica de Rousseau, sino de la elaboración doctrinaria enseñada por los tratadistas españoles desde el siglo XVI sin interrupción dentro de la ortodoxia católica. Al oír aquella frase, el comendador de La Merced, fray Manuel Aparicio, las aplaudió en forma entusiasta, y a la par de él, aunque con modificaciones accidentales, las aceptaron: Manuel Belgrano, Domingo French, Francisco Ortiz de Ocampo, Antonio Luis Beruti, Vicente López y Planes, y el mismo Castelli, entre otros.

El 25 de mayo de 1810, fue elegido presidente de la Primera Junta de gobierno. Su nombre encabeza la nómina de nuestros gobernantes independientes. Pero en seguida surgieron disidencias entre los miembros de ese gobierno y las facciones. Saavedra tenía práctica en la función administrativa y había demostrado condiciones de realizador, pero esto valía poco contra las sutilezas políticas. Sufrió el primer impacto cuando el secretario Mariano Moreno redactó el famoso decreto de supresión de honores al presidente de la Junta, quitándole el sitio de privilegio que otro decreto le había acordado meses antes. Desde ese momento cayó en desgracia, y aunque pareció fortalecerse después del golpe del 5 y 6 de abril de 1811, con que excluyó del gobierno a los herederos del pensamiento de Moreno después de su viaje sin retorno, su derrota estaba decidida.

El 23 de agosto salió de Buenos Aires en viaje a Salta para reorganizar los restos del ejército destruido en el Desaguadero. Apenas llegado después de un incómodo y penoso derrotero, recibió la noticia oficial de la formación del Triunvirato, y su exclusión del gobierno.

Al cesar se vio en la necesidad de reconocer la autoridad de Pueyrredón en el mando del ejército del Norte, solicitando entonces su salida desde Salta con destino a la región de Cuyo. Pasó a Mendoza con un pasaporte firmado por Pueyrredón en el Cuartel General de Jujuy, el 9 de febrero de 1812. En ese mismo mes partió con el visado que suscribió Saravia, en marzo pasó por Tucumán con el de Villafañe, y por Catamarca con el de Mota. En abril en La Rioja, el gobernador Mota le concedió la visa, y en mayo en San Juan Sarassa hizo lo propio, llegando a Mendoza en el mismo mes donde Bolaño le concedió permiso para residir.

Pero desde Buenos Aires se había desatado una tenaz persecución al ser separado del ejército por la medida dictada el 26 de octubre, y su confinamiento a la ciudad de San Juan, con una mísera pensión. Mientras tanto, el Director Supremo envió una nota dirigida al gobernador Intendente de Cuyo, don Juan Florencio Terrada, y al Cabildo de San Juan en ejercicio del mando después del derrocamiento de Sarassa, para que lo prendiesen a Saavedra y lo mandaran en el término de ocho días a la Guardia de Luján. Saavedra se apresuró a dejar la ciudad de San Juan donde se encontraba su esposa con cuatro hijos pequeños y en trance de dar luz a otro. Saavedra emprendió el 7 de marzo la fuga a Chile, auxiliado por buenos baqueanos que lo condujeron por esos caminos intransitables. En Pismanta tomó derechamente al oeste, traspuso la imponente cordillera andina, llegó al valle de Hurtado en la otra banda, descansando en la estancia de don Jorge Miranda, al cabo de ocho días de marcha en mula y a treinta leguas de la ciudad de Coquimbo. Las autoridades de esta plaza destacaron un ayudante militar para el traslado y alojamiento del ilustre fugitivo. El gobierno y el vecindario —dice Saavedra— me colmaron de favores y distinciones. Se dirigió entonces al Director de Chile, don Francisco de la Lastra, solicitándole la autorización para proseguir viaje hasta Santiago.

Mientras tanto, su hijo Diego había efectuado una presentación el 23 de marzo de 1814, ante la Asamblea del Año XIII apelando el decreto del destierro, y destacando el odio de los españoles hacia su padre. Llegado a la capital trasandina, el 9 de junio de 1814, el jefe del Estado le prodigó la mayor cortesía, concediéndole seguridades para su persona, y Manuel Salas lo alojó en su propia casa. Fue, por entonces, según expresión de Saavedra en su Memoria, cuando Juan José Paso representante de Buenos Aires en Santiago reclamó la extradición del ex presidente por orden del Director Posadas para deportarlo “a alguna isla o costa desierta”. El gobierno chileno respondió que Saavedra no sería entregado y el asilo se mantendría, en iguales términos al concedido por el gobierno de Buenos Aires a Juan José Carrera, bajo la protección de Alvear.

Saavedra había sido condenado a exilio perpetuo por la Asamblea del Año XIII, tras un simulacro de juicio de residencia que se abrió contra él y demás autoridades, en 1814. Sobre ella dejó un manuscrito con las instrucciones pertinentes a su apoderado fechado el 3 de agosto de ese año. Producida la reconquista de Chile por el general Osorio, triunfante en Rancagua, en setiembre era inminente la restauración de la administración española. Ante la posibilidad de una operación ulterior de ese enemigo en Santiago, Saavedra retornó a Coquimbo, adonde llegó el 4 de octubre. Pero en ese lugar tampoco estaría a salvo ni seguro, por el peligro que entrañaba el ejército vencedor. Entonces decidió retornar a la patria, dispuesto “a caer en manos de mis enemigos antes que en las de los españoles”. Por las riberas del río Elqui, inició Saavedra la vuelta a Cuyo. El general Elorriaga mientras tanto procedía a castigar con una multa de 4.000 pesos a los regidores de Coquimbo, por no haber evitado la salida del ex presidente. Cuando se cumplía ese escarmiento, Saavedra se hallaba cruzando la Cordillera acompañado de su hijo Agustín y de un criado fiel para ocultarse en San Juan, a un tiempo que el deshecho ejército chileno con Carrera y O’Higgins lo hacía en dirección a Mendoza. Su estada en San Juan fue más prolongada, pero también le resultó por demás odiosa. Durante 40 días permaneció en Colangüil, villorrio miserable contiguo a la Cordillera, en el departamento de Iglesia —escribe el historiador Guerrero—, esperando la decisión del gobierno sobre su persona. Penosa fue su permanencia en aquel lugar, por lo apartado de la ciudad y desprovisto de toda comodidad, sin otra compañía que un arriero y rodeado de leones y guanacos, dice en sus Memorias.

El teniente de gobernador Corvalán, negó el permiso solicitado, y propuso que se diese por no hecho el pedido. Mientras tanto su esposa que se encontraba en la ciudad de San Juan, gestionaba ante José de San Martín gobernador de Cuyo, a la sazón, residente en Mendoza, le permitiera al confinado permanecer en aquella ciudad, a la espera de lo que resolviera el gobierno central, pedido éste que le había sido denegado por Corvalán. El Libertador con la generosidad y sentido humanitario que lo caracterizaba, le permitió trasladarse de Colangüil a la ciudad de San Juan, el 18 de noviembre, hasta tanto se pronunciara el Supremo Director. Gozando ya de la hospitalidad sanmartiniana, Saavedra retomó el hilo de su correspondencia con don Cristóbal de Aguirre, su noble amigo y fiel apoderado, según lo ha documentado Gelly y Obes. En varias cartas se extiende sobre la necesidad de liquidar sus pocas propiedades y las que había recibido en herencia su esposa, para hacer frente a la dura realidad que le imponían las circunstancias. En este sentido confiaba plenamente en Aguirre, que se hallaba vinculado al comercio porteño, ocupando una posición de espectabilidad por los cargos que también desempeñaba. Le encomendó Saavedra la venta de una calera y de una chacra, la distribución de sus esclavos, la orientación del trabajo de sus hijos, y le da noticias de la administración de un establecimiento vitivinícola sanjuanino que mantenía en colaboración con el presbítero José Ignacio del Carril. Allí permaneció Saavedra otro tiempo más reunido con su familia, y en ese lapso se vio envuelto en un ruidoso asunto en el cual su nombre se vio implicado en un sumario por contrabando de tabacos y yerba mate del Paraguay.

A pesar de todo esto, el pueblo sanjuanino le dispensó toda clase de atenciones, tales como las reconociera después él en sus Memorias, al decir que su familia vivió “con el consuelo del favor que disfrutaba de todo aquel noble y honrado vecindario”. En esa ciudad le había nacido un hijo Pedro Cornelio, y en ella, encontró a seis vecinos de responsabilidad que le sirvieron de fianza para poder viajar tranquilo a presentarse a su destino, como lo tenía ordenado. Llamado por el Director Alvear vino a Buenos Aires en un viejo coche facilitado por su vecino José Ignacio Maradona, quien lo comisionó para que se lo vendiera en esta capital. Después de los trastornos acaecidos al romperse un eje y una rueda del vehículo, en que debió hacerlo reparar en Mendoza, continuó el viaje tirado por bueyes hasta la estancia de su hermano Luis en Arrecifes (Prov. de Bs. As.). Tras mil reclamos del propietario del coche, lo vendió al doctor Juan Francisco Seguí, que no lo pudo pagar, por lo que tuvo que hacerlo él mismo. Tras los inconvenientes relatados, llegó a esta capital pocos días antes de estallar la revolución contra Alvear (15 de abril de 1815).

Al producirse el cambio, cuando el Cabildo asumió el poder por acefalía, dos días después, se le devolvió el grado militar y los honores; pero el Director interino Álvarez Thomas que lo sustituyó dejó sin efecto la medida. Sólo en 1818, consiguió la rehabilitación. Con incansable perseverancia, Saavedra elevó reiteradas presentaciones al Congreso, quien finalmente encomendó a Pueyrredón la solución del enojoso asunto. Una comisión nombrada por el Director Supremo declaró el 6 de abril de 1818, “nulos, atentados y sin ningún valor los procedimientos” del proceso realizado por la Asamblea contra Saavedra, aconsejando se le repusiese en sus grados y honores. Una segunda comisión revisora ratificó el fallo y el Congreso lo sancionó. El 24 de octubre Saavedra fue reincorporado a la plana activa del ejército con el grado de brigadier.

En 1819, desempeñó por corto tiempo la jefatura del Estado Mayor. Se volvió a reclamar al Congreso Constituyente el reconocimiento de sus servicios prestados, el 12 de setiembre de ese año, con las firmas de Pueyrredón, Florencio Terrada, Martín Rodríguez, Marcos y Juan Ramón Balcarce. En 1822, se acogió a la ley de retiro y premio a la clase militar. Ofreció sus servicios en la guerra con el Brasil, que no le fueron aceptados por la edad.

Sus últimos años transcurrieron en el seno de la familia en su estancia del Rincón de Cabrera, en Zárate, donde en noviembre de 1828, redactó su testamento ológrafo con noticias de indudable trascendencia histórica. El largo y meditado documento con inspiración cristiana que abarca 40 páginas de pequeños y apretados caracteres, es un relato minucioso de todas sus penalidades materiales y morales. Medio siglo de su vida está allí balanceado en sus crisis espirituales y económicas —ha escrito Gelly y Obes—, en el cual, con la permanente obsesión del perseguido por la calumnia y maledicencia, trata de demostrar hasta en sus menores detalles, la pulcritud de su administración económica pese a las tremendas dificultades por que atravesara. Escribió sus Memorias póstumas, en 1829, que reprodujo a su muerte “La Gaceta Mercantil”, de Buenos Aires (20 de marzo al 28 de abril de 1830), y las terminó con las siguientes palabras:

Aunque la conciencia no me acusa de haber hecho mal a nadie, ni con ánimo resuelto y deliberado causado heridas en sus intereses y reputación, si alguno se cree en este caso le pido que me perdone”.

Falleció el 29 de marzo de 1829. Dejó instrucciones para que lo condujeran al cementerio “en un carro de última clase, sin más acompañamiento que el de mis hijos”. El 13 de enero de 1830, se celebraron en la iglesia de La Merced sus funerales, con asistencia del gobernador Rosas acompañado por sus ministros Guido y Balcarce. Después de la misa, el Dr. Ramón de Olavarrieta, cura vicario del partido de Lobos, pronunció su elogio fúnebre. El mismo día a petición del coronel Celestino Vidal, los batallones cívicos de la Capital, reasumían el nombre de “Regimiento de Patricios”. El gobierno de Rosas le decretó honores póstumos haciendo levantar un mausoleo en la Recoleta. Se encuentra ubicado a la entrada de dicho cementerio hacia la derecha, y la inscripción que lleva, indica que fue construido por orden del gobernador de Buenos Aires, en 1831. Se ha escrito que “Además de ser el militar que gozaba de mejor reputación en Buenos Aires, era un caudillo urbano que poseía el don de hacerse querer al mismo tiempo por la clase acomodada y por la plebe; y, sobre todo, reunía las condiciones de amar a Buenos Aires y haber nacido en el Alto Perú. Moderado por naturaleza, su mayor defecto consistía en su condescendencia, atenuada, sin embargo, por su autoridad de veterano que se imponía sola” (Uteda, Vida Militar de Dorrego, cit., p. 57). Su estatua obra del escultor belga Julio Lagae es de bronce, una vez y media el tamaño natural sobre pedestal de granito, y se levanta en las calles Córdoba y Callao. La Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires la inauguró en 1910, y su pedestal ostenta en uno de sus frentes una placa de bronce, colocada en ocasión de celebrarse el centenario de la independencia de la República de Bolivia, por disposición de su gobierno, con la siguiente leyenda:

“Homenaje de Bolivia a su hijo preclaro Coronel de Patricios Cornelio Saavedra. Caudillo militar y espíritu moderador de la Revolución de Mayo. Agosto 1925”.

La provincia de su nacimiento lo recuerda al haberse impuesto su nombre en el Depto. de Potosí, y en la plaza principal se le ha erigido un monumento. Un Museo Histórico Municipal que lleva su nombre, situado en los límites de la ciudad, mantiene desde el año 1942, su perennidad, al haberse reconstituido su hogar, donde se halla el presidente de la Junta rodeado de los miembros de su familia —al estilo de los personajes del Museo Grevin de París— presentando en forma ordenada la ornamentación de cada habitación, con muebles de la época, cuadros, efectos personales, documentos, reliquias todas que el patricio apreciara tanto en vida. En ese Museo se encuentra con su traje militar ceremonioso, su mano ensartada en la pechera, y sus despachos militares, parte del espistolario con Cristóbal de Aguirre, y la numismática correspondiente. Al celebrarse el Sesquicentenario de la Revolución de Mayo fue exaltada su figura reconociéndosele como el primer presidente argentino. Se incorporó su busto tallado en mano, obra del artista argentino Francisco Cafferata, realizado en 1884, en la galería de bustos notables del Salón Blanco de la Casa de Gobierno, por decreto del P.E. del 9 de junio de 1961. La Academia Nacional de la Historia se expidió sobre el particular, señalando que desde 1810, Saavedra desempeñó la presidencia de la Junta de Gobierno hasta nuestros días, quedando establecido el concepto doctrinario, político e histórico de la irreversible unidad y permanencia del ser nacional, su auténtico origen y su definitiva estructura. En mayo de 1810 – añade – por decisión popular, el país se dio su primer gobierno independiente, presidido por el brigadier general Saavedra, el cual contó con el reconocimiento y aceptación de los demás pueblos que hoy componen la República. De lo cual – agrega – se deduce que Saavedra fue el primer jefe del Estado argentino, con la suficiente jerarquía y la necesaria importancia histórica para iniciar la galería de presidentes. Su presencia era necesaria apra que dicha galería fuese la expresión auténtica de la unidad y continuidad nacional. Y no podía ser de otra manera – agrega – dado que con Saavedra se inician los gobiernos nacionales que, con algunas interrupciones, han proseguido hasta nuestros días, sin alterar el sentimiento de unión entre todas las provincias. Otro busto artístico se mantiene en el patio de honor del cuartel del “Regimiento de Patricios”, como recordación del creador y primer jefe de esa unidad militar. Una escuela primaria lleva su nombre, y en 1961, también se designó a la Escuela Industrial de la Nación N°4. Una miniatura sobre marfil de autor anónimo, y un óleo hecho por B. Marcel en 1835, existen en el Museo Histórico Nacional.

 

Cutolo, Vicente Osvaldo, Nuevo Diccionario biográfico argentino (1750-1930), Bs.As., Editorial Elche, 1983, pp. 513-517




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