Emilio Becher

Andrea Pasquaré – Emilio Becher ante la condición humana

Fue en una mañana de invierno. La primera hora de clase había terminado y reunidos en el grupo ruidoso, donde el contacto diario del aula vincula para toda la jornada, charlábamos no recuerdo si de la última velada de la Ópera ó de las carreras del domingo siguiente… Por el centro del patio atravesó alguien que no conocíamos. Tenía ese aspecto de despreocupación que sólo poseen los que viven únicamente mundos mentales y en toda su persona ese ‘no sé qué’ físico de los raros y superiores: Y sin advertir las miradas curiosas que lo seguían, se internó en el jardín, camino de la Biblioteca. La extraña silueta persistía nítida en mi memoria cuando muchos meses más tarde me fue presentado EMILIO BECHER”[1].

 

Con estas líneas Becher era presentado por Ricardo Olivera a los lectores de la revista Ideas, que había sido fundada para dar voz a jóvenes literatos que a comienzos del siglo XX, luchaban por ingresar al campo literario libres de los condicionamientos del poder político y con el sólo propósito de hacer del oficio de escritor, un modo de vida[2]. Esta rara caracterización de nuestro personaje nacería de los vínculos profundos de amistad y camaradería de quienes se conocían más que en sus virtudes, en sus limitaciones. El claustro de la Facultad de Derecho -carrera que pocos alcanzaron a terminar- fue el escenario de esos encuentros entre Rojas, Gálvez, Olivera con Emilio Becher.

Nacido en Buenos Aires en 1882, cursó sus estudios elementales en esta misma ciudad. Ya adolescente, se trasladó con su familia a la ciudad de Rosario donde completó su bachillerato en el Colegio Nacional. Al finalizar estos estudios ingresó a la Facultad de Derecho para cursar Abogacía, carrera que abandonó para convertirse en escritor y periodista. Fue redactor de Diario Nuevo, El País y La Nación, y colaboró como corresponsal en diversos órganos del interior del país y del mundo.

Desde su juventud fue un alumno destacado fundamentalmente en las Humanidades, que absorbió sabia y anticipadamente las enseñanzas del modernismo rubendariano que ya por entonces, se estaba introduciendo paulatinamente en las cátedras de Literatura de enseñanza media. Durante su estancia en Rosario, fue secretario del centro juvenil del Colegio Nacional, y colaborador de la revista El Parnaso Moderno, revista literaria, sociológica y de actualidad.

En un discurso en el que se refractaban los valores laicos de la educación universal, Becher recordaría con gran emoción esos años en la escuela de Rosario: “El segundo momento de mi vida, ya lo sabéis, es el Colegio Nacional. No lo olvidaré nunca. He dejado un pedazo de mi alma -el mejor- adherido a la vieja casa, a los árboles, a los bancos de la clase, al aire mismo, a todo lo que es capaz de hacer vibrar mi recuerdo, y despertar la pasada ilusión…. ¡Oh escuela gloriosa, iluminadora de cerebros, purificadora de corazones! … Que seas como un templo, como la Iglesia vencedora de mañana, donde se levantará el trabajo, plegaria de acción. Que tu taller modele cerebros fuertes y corazones fraternales. ¡Y que tu cúpula culmine sobre los campanarios y las bayonetas!”[3] La escuela como un espacio sagrado del saber, modeladora de las almas y cincel de la humanidad en los valores del progreso era, por entonces, un tópico del positivismo.

En 1898 fue laureado por los juegos florales de Rosario organizados por la Sociedad Literaria “Sarmiento”. Ese mismo año terminó sus estudios en el Colegio Nacional de esa ciudad, y se trasladó a Buenos Aires a estudiar Derecho, carrera que abandonó cuando estaba cursando el tercer año para dedicarse al periodismo. Allí tomó contacto con otros santafesinos: Bianchi, Gálvez y Ortiz Grognet.

Colaboró en la revista Preludios dirigida por Alfredo Bianchi, donde junto con Ortiz Grognet, fue redactor de la columna de crítica literaria y arte: “El Crisol”. Asimismo, integró el comité de redacción de las revistas Ideas, El Globo, Letras y Colores, todas ellas de corta existencia, que aparecieron entre 1902-1905 (Bianchi, 1921). Pero el salto definitivo al periodismo lo dio en 1904, cuando abandonó su carrera de Derecho. A partir de allí, trabajó en varios periódicos como El Heraldo, periódico político fundado en 1904 y dirigido por Ricardo Olivera, del que salió para ingresar al Buenos Aires Herald donde fue reportero policial y municipal hasta 1905. Al año siguiente pasó a integrar la redacción de El País, y en 1906 ya estaba en La Nación, el “que sería para él un hogar espiritual” (Gálvez, T. 1, 1961: 80).

Sus primeros pasos en las letras, como hemos visto, los realizó siendo muy joven en Rosario. Por aquellos años, ya revelaba grandes dotes de escritor, las que combinadas con la profundidad de su espíritu y la amplitud de su cultura, lo convirtieron en un exponente fiel de la “nueva sensibilidad” que acompañaría el tránsito del siglo XIX al XX. Espiritualista y profundamente esteticista, esta nueva sensibilidad fue desarrollándose al amparo del modernismo literario[4], movimiento de renovación iniciado en Buenos Aires en 1893 con la llegada de Rubén Darío y secundado por Lugones, su representante local. Becher tomó contacto con Darío y Lugones cuando vino a Buenos Aires a matricularse en la Facultad de Derecho.

La estancia de Rubén Darío en esta capital trajo consigo una profunda renovación de las formas estéticas, la métrica y los usos del lenguaje, y un rechazo contra toda forma de dogmatismo y encorsetamiento literario (Biagini, 1996: 44-5). Este movimiento literario se posicionó en contra de la burguesía y del materialismo porteño, hecho especialmente gravitante si se tiene en cuenta la obsesión civilizatoria y urbanística que por aquellos años se vivía; dialogó con y recepcionó el regeneracionismo español (Cacho Viú, 1998; Díaz -Plaja: 1997; Mainer, 1975; Salinas, 1996; Royano, 2000; Serrano Alonso y otros, 2000; Shaw, 1997) que tras la pérdida de sus colonias antillanas, procuraba sacudir una España adormecida por el dolor y establecer nuevos puentes culturales y científicos con sus antiguas colonias (Delgado Gómez- Escalonilla y González Calleja, 1991: 274), y encaró una revalorización de la tradición latina en América, contra el imperialismo anglosajón y el utilitarismo, individualismo y capitalismo que éste representaba.

Juvenilista, este modernismo literario encaró también una actitud revolucionaria y disconforme con los valores vigentes de la burguesía, e instaló como práctica una bohemia transgresora y rupturista (Biagini, 2000), que ponía en contacto en las mesas de café estudiantes y artistas, escritores y periodistas trasnochadores, hambrientos y, en algunos casos, como el de Soussens, andrajosos.

Estudiante aún, el joven Emilio Becher, participó con Alberto Gerchunoff, Charles de Soussens, y Alberto Ghiraldo en las tertulias y peñas que Rubén Darío celebraba en La Helvética, el Aue’s Keller o en lo de los hermanos Luzio, bares, restaurantes y cervecerías. Estas tertulias fueron una práctica común de los intelectuales que inauguró Darío durante su estancia en Buenos Aires. Cada uno de esos encuentros representaba una oportunidad para entablar conversaciones, intercambiar lecturas, difundir las nuevas tendencias literarias, conseguir empleos en diarios y revistas, fortalecer vínculos de amistad y hasta de patronazgo intelectual.

Estos años de aprendizaje intelectual fueron poniéndolo en contacto con amigos y compañeros con los que fundaría la revista Ideas. Esta revista de corta duración, publicada entre 1903 y 1905 y dirigida por Manuel Gálvez y Ricardo Olivera, se destacó por el abordaje de temas espiritualistas, decadentistas, tradicionalistas e hispanistas. Receptores del “arte social” a través de las obras de Ibsen, Tolstoi, Maeterlinck, Kropotkin, Wagner, Anatole France, Balzac, Flaubert, Zolá, reconocían, también, el magisterio artístico de Rubén Darío y Lugones. Si bien la revista duró poco, dejó como herencia una generación, la generación de Ideas, de las que según Manuel Gálvez, Becher, junto a Rojas y Gerchunoff, constituía por “la nobleza de su alma, la hondura de su talento, su bondad y la riqueza de su vida interior” una de sus “atracciones” principales: la del “éxito espiritual que lo revelaba como un ser de excepción” (Gálvez, T. I., 1961: 44).

“Era un pensador y un artista”: con esta definición lo presentó Gerchunoff en su responso. Intelectual, cronista, ensayista, crítico, pero también creador de ficciones, y poeta, este escritor fue también el vaso comunicante, el mediador cultural de una generación literaria que procuraba, no sin dificultades, vivir de sus productos literarios. Su colaboración en La Nación le permitiría difundir las obras de jóvenes intelectuales que buscaban abrirse camino en el campo literario argentino. Crítico y ensayista, su mejor aporte fue como periodista donde destacó por su prosa clara, justa, irónica.

Su temprana muerte a los 38 años en 1921, dejó una marca profunda en los hombres de Ideas, que desde su llegada a Buenos Aires, lo habían acompañado en su vida intelectual: sus amigos Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Alfredo Gerchunoff, Manuel Gálvez, Emilio Ortiz Grognet, Ricardo Olivera no dejarían de lamentar su triste pérdida, ni de recordarlo por la calidez y armonía de su espíritu, y por su exquisita sensibilidad: “Todos éramos sus amigos -manifestó Gerchunoff en sus palabras póstumas- porque a todos resultaba igualmente accesible en su ilimitada bondad, en su inextinguible actitud de ternura, en su sencillez espontánea que era uno de los signos denunciadores de su inalcanzable superioridad” (Becher, 338).

 

Becher: crítico y polemista.

Las palabras póstumas con que fue despedido por sus congéneres y compañeros de ruta, escritores y académicos del país y del mundo como Leopoldo Lugones, Alfredo Bianchi, Alberto Gache, Joaquín de Vedia, José María Salaverría, han permitido conocer los rasgos fundamentales de su compleja personalidad, y el aporte que representó no sólo como periodista, sino también como crítico, escritor o, simplemente como un amigo entrañable.

Profundamente espiritualista, su espiritualismo se reflejaba en una afanosa búsqueda que lo llevó a indagar en la historia de las religiones. Exégeta, luego de bucear en las fuentes del cristianismo primitivo, los textos de los padres de la Iglesia y la filosofía escolástica, se abrió a otras creencias orientales como el budismo e hinduísmo. Por una y otra vía exploratoria, Becher llegó también a la teosofía, muy en boga por aquellos años entre los intelectuales hispanoamericanos, la que le permitió fortalecer una conciencia integradora, humanitaria, vitalista y defensora a ultranza de las libertades como una vía de regeneración espiritual (Casaús, 2001; Casaús, 2002; Casaús, 2003; Devés Valdéz y Melgar, 1999). Esta corriente había encontrado en el espiritualismo, neoplatonismo y espiritismo, un interés común por el pensamiento, la vida y el estudio de las religiones comparadas, y compartía además con el modernismo hispanoamericano su prédica por el unionismo y continentalismo, la confianza en el mejoramiento de la raza por la vía de una educación integral e igualitaria, y la defensa del indigenismo (Devés Valdéz y Melgar, 1999; Casaús, 2003: 325).

Becher fue un defensor apasionado del ocio, como negación del trabajo, el materialismo y los valores de la burguesía. Creía que el ocio, destinado solamente a espíritus selectos, contribuía, sin embargo, a la salvación de una sociedad. La inactividad -adevertía- era precisamente la fuente de las grandes religiones, el derecho y las filosofías universales como el Brahamanismo: “Los brahamanes inactivos crearon toda la filosofía, descubrieron los dogmas idénticos de las religiones, que veneramos todavía en nuestras iglesias, encontraron las leyes de la humanidad universal, la evolución de los seres y la causalidad de los hechos, sobre los cuales se funda nuestra ciencia” (Becher 117).” Su obra ha perdurado, destacaba, aún después de que su civilización fuera reiteradamente invadida y devastada por árabes, mongoles y británicos.

En Elogio a la pereza, artículo publicado en La Nación en 1906 presagiaba la ruina de una sociedad consagrada al trabajo y la acumulación de riqueza y bienes materiales:

“El exceso de trabajo extenuará pronto a nuestros pueblos que ya prodigan, en una actividad exagerada, esfuerzos que la reserva de la raza y el reposo no alcanzan a compensar. Los médicos han demostrado que el abuso de los deportes no produce en la persona enfermedades menos serias que el ascetismo. Es un peligro semejante el que amenaza a toda la humanidad. Si seguimos gastando cada día una suma de fuerzas superiores a nuestra capacidad dinámica no tardaremos en degenerar. Seremos dominados por Naciones más hábiles, que hayan sabido economizar su vigor”. (Becher, 119)

Esta defensa de las libertades e igualdades, de las ideas sobre la acción, se trasladó también al contexto bélico de 1914-1919. Al producirse la Primera Guerra Mundial, Becher se convirtió en un fervoroso polemista, antibelicista y defensor de la causa aliada, rechazando toda forma de imperialismo e imposición del poderío de una nación sobre otra: “Yo ya he visto lo único que he querido realmente ver: la victoria de los aliados; ahora, nada me interesa”, confesaba a Joaquín de Vedia poco antes de morirse (Vedia, 1922).

Su intervención en la esfera pública contrastaba esta vez con la abulia e indiferencia que años atrás, se había instalado en su espíritu. Su extrema sensibilidad y espiritualismo, se vieron conjugados en este caso, además, por una extraordinaria facultad de persuasión, que, como formador de opinión, desplegaba en sus páginas para seducir al público lector. Diario, revistas, conversaciones fueron testigos de ésta, su acendrada convicción pacifista en la que confluían simultáneamente una ciega defensa de la libertad y la justicia entre las naciones. Así se pronunció en sus columnas “La guerra europea y sus consecuencias”, aparecidas en la revista Nosotros; sin embargo, no pronunció ningún juicio sobre la Revolución rusa, a pesar de la militancia socialista que tuvo durante su juventud. El influjo que esta guerra, y particularmente el sector aliado ejercieron sobre su personalidad fue grande, haciéndolo olvidar transitoriamente su abulia y desesperanza[5].

Nacida de una encuesta[6], su colaboración en Nosotros se centraría en desmontar la imagen de superioridad racial que sustentaba el discurso germanófilo, y en demostrar la amenaza que, de ganar la guerra, simbolizaba Alemania para el mundo occidental. El “egoísmo”, la “voracidad” y la “falta de sentido moral” de esta nación los impulsaba a perseguir como único objetivo la idea imperial: “La victoria alemana sería tan inicua, sería a tal punto una quiebra del derecho, una glorificación tan escandalosa de la fuerza brutal que todas las ideas morales quedarían trastornadas. El mundo entero se convertiría probablemente al materialismo. Éste es el verdadero sentido de la palabra barbarie…” (Becher, 1938: 314-3).

Siguiendo a Ernst Renán, afirmaba que el fundamento principal del principio de las nacionalidades era el de la razón y el derecho por sobre la tradición y la fuerza de la materia. Su análisis anteponía la facultad plebiscitaria a la fuerza de los imperios, esto es “la agrupación de los hombres según la voluntad arbitraria de las dinastías o los intereses egoístas de los estados” (Becher, 1938: 317). A su criterio, la voluntad de constituirse como nación, nacida del consenso de las amplias mayorías, debía imponerse sobre los privilegios y tradiciones dinásticas[7]. La influencia de Renán en estas páginas es irrefutable: en su valoración de una nacionalidad plebiscitaria se encuentra una voluntad ajena a toda idea de conquista que se nutre de los valores supremos de justicia y civilización, y en el reconocimiento del otro por los atributos que comparten y prefiguran su “razón de ser”[8].

Crítico implacable, además de periodista de actualidad este rasgo de su labor fue presentado por José María Salaverría, con estas palabras: “Yo confieso que durante una larga temporada ese ‘alguien’, ese censor o fantasma familiar para quien yo escribía, fué Emilio Becher. Terminada la labor, caliente e inédita todavía la obra, la pregunta secreta saltaba al punto: ‘¿Qué pensará él de esto….?” (Becher, 354). La plataforma de Ideas y La Nación, como veremos, le permitiría jugar ese papel dentro del campo intelectual, lugar que en su caso tenía una significación adicional si tenemos en cuenta el reconocimiento que, por su amplísimo bagaje intelectual, le tenían sus compañeros de generación. Manuel Gálvez, Joaquín de Vedia y hasta el español Alberto Gache no dejaron de advertir la enorme “atracción” que ejercía su figura, la claridad con que dominaba varias fuentes del pensamiento y la brillantez de sus juicios (Gálvez, 1961: 44 y 86; Vedia, 1954: 225; Gache, 1921).

Sus colaboraciones críticas abarcaron no solamente las letras argentinas, sino también las francesas e hispanoamericanas. Dentro de las primeras y las últimas, encontramos su presentación de “La conferencia de Ugarte” y una nota crítica de “La Victoria del Hombre” de Ricardo Rojas, ambas aparecidas en 1903 en la revista Ideas[9], otra de “Bordeland”, obra de Atilio Chiappori, publicada en 1907 en La Nación (Becher, 275), y un estudio de las Poesías de Miguel de Unamuno, aparecido también en ese mismo diario (Becher, 283).

Sus colaboraciones como crítico literario fueron, además, publicadas en La Nación bajo el seudónimo de Stylo. A través de estas columnas, Becher presentó a los escritores Ángel de Estrada y Horacio Quiroga, y realizó un estudio de los decadentistas rioplatenses.

En sus análisis de las letras argentinas y latinoamericanas se apreciaba una confianza ciega en la civilización y evolución conjunta de los hombres, sentimientos que emanaban de su adhesión al Socialismo como una ideología de progreso inclusivo para toda la humanidad. Pugnaba por una doctrina que se convirtiera en bandera contra las fuerzas del orden y en defensa de la paz, la solidaridad y el bienestar de todos (Becher: Ideas, 1903, T. II, Nº 8 en Becher: 1938: 257). Asimismo, al abordar el decadentismo y sus representantes en América, como Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, entre otros, rescató la significación de este movimiento en la renovación de las formas estilísticas del español rioplatense, y asumió una enconada defensa del simbolismo en la literatura. El principal aporte del modernismo literario que como crítico destacaba, fue el de la libertad mental, la ausencia de sectarismos que le permitió encarar una notable revolución de la métrica y emplear los símbolos como un recurso principal, convirtiéndolos en agentes que a lo largo de un poema personificaban una idea, una raza, una palabra[10].

Al tratar la figura de Miguel de Unamuno rescató la pedagogía como una marca esencial de su vida pública, autoridad que había trascendido también el Atlántico alcanzando a la nueva generación hispanoamericana y argentina de la que él mismo se sentía un representante. Sin embargo, la galofilia de Becher lo alejó de Unamuno, a quien presentó como un exponente de la vieja España: severo censor, asceta, un “verdadero monje”. Las elocuentes críticas al decadentismo y simbolismo francés vertidas por Miguel de Unamuno eran ya conocidas en el Plata.

Pero donde más se destacó, fue en la sección “Letras francesas” que escribió para la revista Ideas entre 1903 y 1904. Esta sección significó, para los de su generación, una ventana abierta al pensamiento francés contemporáneo en sus aspectos más multiformes. Por las páginas de sus comentarios transitan el intelectualismo y el laicismo de Zolá, su confianza en el método sobre la fe y su rechazo a toda forma de aristocracia[11]; los monjes locuaces, benévolos, llenos de gozo, viviendo en el siglo, que como expresión del modernismo católico, retrata Huysmans (Becher, 81-84); el pesismismo fin- de- siècle que reproduce Anatole France, teñido de ironía y escepticismo (Becher, 63-65); el retrato de la decadencia burguesa, con sus ambiciones, mentiras y fracasos de Bourget[12]. Al conocer la muerte de Renán, prefirió presentarlo en la revista Ideas como un “hombre de paz” que amó la verdad y fue el portador de tres virtudes: “fe, esperanza y caridad”, virtudes que sin embargo, no lograron superar el rechazo que, sobre cierta porción del clero ultraconservador, despertó su Vida de Jesús (Becher, 87-94).

Estos artículos sintetizaban las diferentes fuentes que dentro del neo-humanismo e irracionalismo finisecular anclaron en su espíritu, nutriéndolo de un profundo misticismo y espiritualismo. Estas mismas fuentes se tradujeron en América y coincidieron con el modernismo, clima intelectual y a su vez literario y filosófico que vino a cambiar la relación del intelectual con el lenguaje y la representación.

Hasta su propia apariencia física y personalidad lo convertían en un exponente fiel de este movimiento: fue José María Salaverría quien lo presentó como una figura asimilable al ícono del novecentismo, el Ariel de Rodó, genio eterno, puro e incorruptible. “¿Ya no existe -se lamentaba- la fuerte y luminosa inteligencia que estaba asistida, milagrosamente, por un corazón dulce, por un carácter delicado! La Providencia, como deleitándose, quiso reunir en él todas y las más raras perfecciones; ni la belleza física quedó ausente (rubio, blanco, de mirada azul, claridad de mancebo germánico o escandinavo). Pero, al final, ¿cómo fue que la Providencia se fatigó?…” (Salaverría, 1921). Su belleza interior contrastaba con los valores más exaltados del materialismo, perturbadora influencia que como un agente de desviación, ponía un freno al espiritualismo de los artistas. Y estos rasgos de su personalidad lo condicionaron precisamente en el quehacer literario.

Su abandono de toda forma de pragmatismo y utilitarismo se vió reflejado en su negación de algunas de las condiciones básicas de su trabajo como intelectual: el del posicionamiento a través de un nombre, una marca, un lugar dentro del campo literario. Tal vez, en las palabras de uno de sus amigos españoles tengamos la explicación de la escasa trascendencia que lo ubicó en un segundo plano hasta su muerte, como así también del profundo desconocimiento que existía alrededor de su persona, si se lo compara con otras figuras destacadas de su generación, como Gálvez, Rojas, o Gerchunoff:

“Lo cierto es que le faltaba el ímpetu ambicioso, el ahínco perseverante, la codicia arribista, el valor o el impudor de la publicidad y ese grano de grosería, batalladora y emuladora y acumuladora imprescindible en esta gran (¡horrible nombre!) ‘lucha por la vida’ de nuestra trepidante civilización. Fallándole, pues, lo esencial para el triunfo (le faltaba ante todo grosería, brutalidad). Emilio Becher se apartaba a un lado y esperaba, fumando, sonriendo, conversando, a que llegase la muerte” (Becher, 354).

Estos rasgos de su personalidad contrastaban con el exacerbado personalismo y exhibicionismo que, a ambos lados del Atlántico, ponían de manifiesto tanto escritores consagrados como en vías de consagración (Salaverría, 1921). Era otro, uno más enfermo de civilización, que no supo adaptarse a las normas impuestas, a las reglas del arte que en un marco de competencia y pugna permanente igualaban “nombramientos”, “fama”, celebridad -estar en boca de otros-, con “prestigio” y calidad literaria. Su manera de hacer las cosas -en el anomimato, sin firmar los artículos que redactaba en La Nación o publicándolos bajo el seudónimo de Stylo-, lo hacía, en contraste con otras figuras de su generación, rechazar el éxito fácil, la palabra aduladora.

La diferencia de Becher, el gusto por el anonimato, y el afán con que escapaba de la fama ya habían sido advertidos años atrás en 1903, cuando inició su camino literario en la revista Ideas. Ricardo Olivera no dejaba de señalar en su presentación uno de los rasgos principales de su personalidad intelectual: “Becher es un modesto exagerado y aunque en apariencia las dos afirmaciones se contradigan, es también un soberbio. No siente impaciencias, convencido quizás de que las revelaciones tardías, si se sabe esperar trabajando, llegan brillantes. Ha tenido el raro valor de permanecer casi inédito. Y es así cómo nos toca la rara fortuna de presentar a este ignorado, que ya tienen fuerzas sobradas para ganar honradamente su primer jornal de gloria”[13].

 

Becher, mediador de una élite intelectual

Sin embargo, cabe aclarar, ese mismo anonimato, le permitió ir tejiendo de los hilos invisibles de un espeso entramado que puso en contacto nuevos y viejos escritores, consagrados y no consagrados de su generación, intelectuales que se diseminaban de un punto a otro del mundo de habla hispana. Fue un personaje clave en la construcción de una generación: por su vecindad o amistad, supo ponerse a sí mismo en contacto con quienes compartía el gusto y la profesión de la literatura, y a ellos entre sí. “Pensar, dudar, soñar, fumar, escribir; todo gustaba hacerlo en compañía,” proclamaría Salaverría en su despedida.

Fue a instancias de Becher que se formó el grupo de Ideas. La amistad de éste con Ortiz Grognet constituyó “el centro, eje o espina dorsal” del movimiento (Gálvez, 961:38), el impulso incial que hacia 1903 fue aglutinándolos alrededor de la revista del mismo nombre. Ambos escritores santafesinos fueron quienes mediaron entre unos y otros para ponerlos en contacto. Ortiz que conocía a Manuel Gálvez de Santa Fe, le presentó a Becher y poco después a Alberto Gerchunoff. A su vez Gálvez, que era amigo de Echagüe del Club del Progreso, les presentó a ambos. Asimismo, llevó a Ricardo Olivera a quien conocía desde su infancia, cuando los dos cursaban en el Instituto Nacional que dirigía Pablo Pizzurno, y a Mariano Barrenechea, con quien “se trataba” desde el primer año de la Facultad. Ricardo Rojas era un gran amigo de Becher de la Facultad de Derecho. Atilio Chiappori había sido compañero de Ortiz Grognet en el Colegio del Salvador, pero desde hacía años, no se veían y Rojas los puso en contacto.

A estos había que agregar figuras como los porteños Mario Barreda y Abel Chanetón, el santafesino Leumann, el tucumano Mario Bravo, los cordobeses Alfredo López Prieto y Gustavo Martínez Zuviría que por una u otra vía habían ido sumándose a la agrupación. Quienes ingresaron a ésta, compartían su juventud y origen provinciano: con excepción de Chiappori, Barrenechea, Barreda, Chanetón que eran capitalinos, todos los demás procedían de diferentes provincias: Rojas, de Santiago del Estero; Echagüe, de San Juan; Becher, Gálvez y Ortiz Grognet, como ya hemos dicho, de Santa Fe, por ejemplo.

El lugar de encuentro habitual de este grupo fue la habitación del hotel Helder (Florida 340) que ocupaba Ortiz Grognet. Esta sede constituía una especie de cenáculo donde se reunían estudiantes procedentes de Rosario, su ciudad natal, aprendices de escritores -muchos de ellos recién llegados a Buenos Aires- y otros ya consagrados para discutir las novedades literarias porteñas. La fuerza y cohesión de este cenáculo se afirmó con la instalación de la sede de la revista Ideas en la calle Florida a pocos pasos de ese cuarto. El otro lugar habitual de reunión lo fue el hotel Apolo, la residencia de Becher en Buenos Aires. El vínculo existente entre ambos escritores era tal que resultaba imposible referirse a uno sin recordar el otro: sus personalidades opuestas, tenían igual atractivo entre sus amigos. Ortiz era locuaz y extrovertido, de fácil carcajada, mientras Becher, era grave, “apagado y tímido”. Sibarita y desprejuiciado, al primero le gustaba el sexo opuesto y la buena vida; el segundo, en cambio, era de una castidad absoluta[14]. Tampoco en el terreno espiritual se parecían: Ortiz era indiferente hacia lo religioso, mientras Becher tenía pasta de místico.

Sus literaturas eran también muy diferentes: Ortiz Grognet escribía prolíficamente crónicas amables, literatura de folletín, mientras Becher sólo publicaba artículos cortos y se destacaba más como un estudioso de vasta erudición, un lector voraz que a los doce años ya conocía bien a Renan, Michelet, Saint-Beauve. Estas lecturas -muchas de ellas aparecidas, como hemos visto, bajo la forma de notas críticas en la revista Ideas- lo convirtieron, a pesar de su juventud, en un maestro de sus compañeros de generación: Becher fue quien introdujo a Rojas, Gálvez y Gerchunoff en textos finiseculares que abarcaban un amplio abanico que iba del nacionalismo, al modernismo católico y al espiritualismo pasando por el reformismo social.

Los dos Emilios eran personajes emparentados por un mismo destino: espejos invertidos, uno no podía ser concebido sin el otro. Su amistad era tan honda, que la profunda depresión que llevó a Becher al alcohol, se desató en 1907 cuando Ortiz Grognet cayó enfermo y debió regresar a Rosario con su familia. A esto se sumó el alejamiento físico de otros de sus amigos: Rojas que en 1908 marchó a Europa, mientras Gálvez y Chiappori lo hicieron dos años después, y Gerchunoff se trasladó a Tucumán donde vivió durante dos años.[15] Y esta soledad terminó por consumirlo (Gálvez, 1961: T. I, 83).

 

Diálogos anticipatorios y preludios de su ocaso

Pero, ¿cuándo comenzó a desviarse su personalidad, a presentar los aspectos mórbidos antes descriptos? Para Rojas, la verdadera razón de su enfermedad había que buscarla en un desengaño amoroso, aunque, según afirmaba Gálvez, no se le conocía flirt alguno. Su familia, sin embargo, no dejaba de advertir el alcohol como la causa principal de su trágico destino. La muerte de sus padres fue el trágico detonante que puso de manifiesto los primeros síntomas de su neurastenia:

“La muerte de la madre, a quien entrañablemente amaba, y la de su padre después, agravaron su peso de fatalidad sobre esta vida que era por su fragilidad como la de un niño. Dos hermanas a quienes él quería paternalmente, quedaron en la casa desolada. ¡Momento fatal! La pesadumbre de Emilio tomó entonces formas neurasténicas. Sus fobias latentes se agudizaron. La luz del día, el ruido, el esfuerzo del vivir cuotidiano, tornáronse insoportables. A su contacto se encogía como el resplandor de la luz un ojo herido” (Becher, XXXVII).

Un discurso degeneracionista se instala en la explicación de las causas de su enfermedad: su naturaleza esquizoide que se manifestaba en su excesiva reserva y timidez, falta de jovialidad, tendencia a la melancolía, fobia social y desconexión con la realidad, fue la que preexistió y lo hizo caer en el alcoholismo[16].

Lo cierto es que en su personalidad encontramos reproducidos todos los componentes atávicos que señala Max Nordau, al hablar de la degeneración de intelectuales y artistas. Becher fue como estos un bohemio nato, desapegado de lo material, noctámbulo, aficionado a los cafetines y las tertulias en cuartos de pensiones; fue además un místico pues encontró en la religión una vía de evasión y consuelo, pero personificó también todos los elementos atávicos y deformantes que atrofiaron su voluntad, paralizaron su potencial creativo y potenciaron los impulsos destructivos que lo condujeron a la muerte. Su temprana defunción estaba anunciada -“la clave de su personalidad nos la suministraría su deseo de morir”(Becher, 410)-: el alcoholismo terminó aniquilándolo tempranamente, cuando sus compañeros de generación estaban alcanzando la cima de sus respectivas glorias.

Fue esta suma de comportamientos desviados, pulsiones hacia la acción e impulsos de letargo, la que terminó minando su producción literaria y periodística. Si bien su calidad como escritor era incuestionable, para su contemporáneo le faltaron los dos ingredientes fundamentales que alimentan el trabajo intelectual: “voluntad y ambición”:

“El escritor verdadero -reconocía Gálvez- escribe en cualquier situación en que se encuentre: en la fortuna o en la pobreza, en la libertad o en la prisión, en medio de los honores o en el destierro, en la salud y entre enfermedades, disgustos o trabajos agobiantes y ajenos a la literatura. Becher no pasó miserias jamás, ni padeció enfermedades, ni creo que tuviera grandes disgustos. Si no escribió fué porque no sentía el llamado de la vocación, la orden imperativa que oye en su interior todo hombre que tiene un destino” (Gálvez, 1961: 87).

Sin embargo, este estado de apatía general que lo consumía día a día, no dejaba de preocuparle. En una carta personal dirigida a Ricardo Rojas, le confesaba de qué manera su cuadro de melancolía estaba afectando su trabajo:

“Yo he pasado una mala época: una gran depresión intelectual y moral. Estoy esplinético y rabioso. Mi trabajo en La Nación se mecaniza cada día más. Y fuera de La Nación no tengo nada. Vuelvo á entrar en un nuevo período de sueño nirvánico (?). Mi único descanso espiritual es Emilio [Ortiz Grognet]y Chiappori á quienes veo todos los días. Pero estoy tan reventado que hace casi quince días ha salido el libro de Chiappori. Es un libro que me gusta, que elogiaría sin esfuerzo, en una palabra es un gran libro de un buen amigo y sin embargo no puedo escribir la nota bibliográfica, y los días se me escurrren de entre las manos como un chorro de agua. Necesitaría que estuviera Ud. para sacudirme un poco.” [17]

Estos ciclos de absoluta inactividad que él atribuía a “lentitud” o “haraganería”, eran una consecuencia directa de esa enfermedad del espíritu que le impedía cumplir con sus compromisos, y lo obligaba a ir abandonando paulatinamente sus obligaciones. Finalmente, sus notas bibliográficas para La Nación pasaron a ser escritas por Gerchunoff, otro de los hombres fuertes de su generación, y así se lo confesaba a Rojas:

“En cuanto a mí, me tengo y reconozco por más grande miserable del mundo. Estoy anonadado de pensar que aún no he escrito sobre su libro. No sé lo que me pasa: no puedo materialmente hilvanar dos ideas. Ya no hago bibliografía en La Nación: la hace Gerch [unoff] que desde hace un mes se ha incorporado á nuestra ilustre redacción”[18].

Bebía para morir y eligió una muerte lenta que paulatinamente iba limitando sus facultades mentales, debilitando sus fuerzas y vigilia, anulando la capacidad de gestar y llevar a cabo proyectos (Vedia, 1954: 228). En su mente enferma pensaba en la muerte como en una liberación.

No se destacó como autor de novelas, historia o teatro porque el trabajo sostenido de escritor que estas obras requerían, el que lo enfrentaba día a día a la hoja vacía, no parecía ajustarse a su personalidad. “Hubiese sido un gran profesor de Literatura francesa, o un insuperable director de la Biblioteca Nacional”, decía Rojas. Las conjeturas de sus amigos acerca del modo en que hubiese podido enderezar su destino fueron muchas; sin embargo, no llegaron a producirse. Lo que sin duda fue, en cambio, un eximio periodista: la claridad de su prosa, la precisión de sus críticas lo convirtieron en un gran maestro de la crónica de actualidad, la polémica y la crítica de opinión.

Quienes lo recordaron con motivo de su muerte destacaron, además, “su rica humanidad” (Salaverría), su “alma pura, buena y luminosa” (de Vedia), “el preciosismo de su prosa”, y su vasta erudición (Gerchunoff), “la gracia, finura y precisión, la elegancia de idea y de lenguaje” (Salaverría). “Su prosa excelsa, diamantina, elegante, nítida” hacía que su autoría fuera inconfundible, aún cuando sus columnas de prensa no llevaran firma. La exaltación de su figura llegó también de otra ciudad española, Barcelona. Albergo Gache, escribió para La Vanguardia un texto acerca del autor, que fue a su vez, presentación y despedida:

“La admirable, copiosísima erudición, … le llevaba a destacar siempre su personalidad incomparable en todas las actividades de la intelectualidad. Un ansia de saber, un afán de investigación sin límites, un gran anhelo de penetrar en la cima de lo desconocido, en las doctrinas y enseñanzas de los filósofos de todos los tiempos, en el misterio del porvenir, habían tornado a Becher un pesimista” (Becher, 360).

A su muerte, en 1921, Becher fue velado en la sede del diario La Nación. Rojas, quien en nombre de sus amigos había sido invitado a despedirlo, no pudo hacerlo. Recién un año después de su muerte, pudo recordarlo. Las palabras póstumas con que sus amigos personales lo despidieron fueron pronunciadas por Alberto Gerchunoff. Ese mismo año fue designada una comisión especial destinada a la publicación de sus obras. Dicha comisión presidida por Ricardo Rojas, quedó integrada además por sus amigos, los diputados nacionales Mariano de Vedia, Mario Bravo y Alberto Gerchunoff, entre otros. Finalmente, en 1938, el presidente de esta comisión, Ricardo Rojas, decidió hacerlo a través del Instituto de Literatura Argentina, que bajo su dirección funcionaba en la Facultad de Filosofía y Letras (Becher, 1938: 413-4).

 

OBRAS DEL AUTOR

Becher, Emilio. Diálogo de las sombras y otras páginas. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras-Instituto de Literatura Argentina, 1938. [Contiene: “La guerra europea y sus consecuencias”, artículo publicado en Nosotros. Buenos Aires en febrero de 1915, año IX, tomo XVII, nº 70. Letras francesas, serie publicada entre 1903 y 1905 para la revista Ideas de Buenos Aires. Stylo, columna escrita para La Nación de Buenos Aires en 1906 bajo ese seudónimo.]

Becher, Emilio-Ricardo Rojas. Epistolario de Ricardo Rojas. Manuscrito. Archivo Casa- Museo Ricardo Rojas. Secretaría de Cultura. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

 

BIBLIOGRAFÍA SOBRE EL AUTOR

Gerchunoff, Alberto y otros. “Póstuma”, discursos de despedida publicados en La Nación al conocerse su muerte el 26 de febrero de 1921. En: Emilio Becher. Diálogo de las sombras y otras páginas. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras-Instituto de Literatura Argentina, 1938.

Giusti, Roberto F. “Emilio Becher y la generación del 900”. Conferencia inaugural de los cursos de la Filial del Colegio Libre de Rosario, leída el día 20 de abril de 1954. Cursos y Conferencias. Buenos Aires, Año XXIII- Vol. XVV, Nº 265, Junio de 1954, pp. 21-36.

Rojas, Ricardo. “Evocación de Emilio Becher”. En: Emilio. Diálogo de las sombras y otras páginas. Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras-Instituto de Literatura Argentina, 1938. pp. V-XLVII.

Vedia, Joaquín de. “Emilio Becher”. En: Cómo los vi yo. Buenos Aires: M.Gleizer, Editor, 1954, pp. 219-237.

 

BIBLIOGRAFÍA GENERAL

 

Biagini, Hugo. “Espiritualismo y positivismo.” En: Roig, Arturo A., El pensamiento social y político iberoamericano del siglo XIX. Madrid, CSIC-Trotta, 2000.

________. Fines de siglo, fin de milenio. Buenos Aires, Unesco/ Alianza Editorial, 1996.

________. Utopías juveniles. De la Bohemia al Che. Buenos Aires, Leviatán, 2000.

Casaús Arzú, Marta E. “Las redes teosóficas de mujeres en Guatemala: la Sociedad Gabriela Mistral, 1920-1940”. Revista Compluense de Historia de América, 27 (2001): 219-255.

________. La proyección vitalista de Masferrer en Guatemala: El Libro de la Vida. Madrid, 2002.

________. “La creación de nuevos espacios públicos en Centroamérica a principios del siglo XX: la influencia de redes teosóficas en la opinión pública centroamericana.” En: Quijada, Mónica y Jesús Bustamante. Élites intelectuales y modelos colectivos. Mundo Ibérico (siglos XVI-XIX). Madrid: CSIC, 2003, pp. 323-354.

Devés Valdez, Eduardo y Ricardo Melgar. “Redes teosóficas y pensadores (políticos) latinoamericanos, 1910-1930.” Cuadernos Americanos, México, 6.78, (1999): 137-152.

Díaz-Plaja, Guillermo. Modernismo frente a Noventa y Ocho. Una introducción a la literatura española del siglo XX. Madrid, Espasa-Calpe, 1997.

Gálvez, Manuel. Recuerdos de la vida literaria. I. Amigos y maestros de mi juventud. Buenos Aires, Librería Hachette, 1961.

Huertas García Alejo, Rafael. Locura y degeneración. Madrid, C.S.I.C., 1987.

Mainer, José Carlos. La edad de plata (1902- 1931). Ensayo de interpretación de un proceso cultural. Barcelona, Los Libros De La Frontera, 1975.

Nordau, Max. Dégénérescence. Tome premier: Fin de Siècle- Le Mysticisme. Cinquième Edition. Paris, Félix Alcan, 1899.

Salinas, Pedro. Literatura Española, Siglo XX. Madrid, Alianza Editorial- Libro de Bolsillo, 1996.

Shaw, Donald. La generación del 98. Madrid, Cátedra, 1997.

 

 

Notas

[1] En el primero número de la revista Ideas, Ricardo Olivera se ocupó de presentar a quien sería el encargado de la sección “Letras francesas”. Ideas. Revista mensual. Buenos Aires, 1º de mayo de 1903, Tomo 1º- Núm. 1, 1903, p. 84.

[2]El mismo Ricardo Olivera se encargaría de puntualizar los propósitos con que esta revista había sido fundada. Estos deseos reunía a su vez el conjunto de aspiraciones de la agrupación del mismo nombre: “Ideas porque es de la juventud será entera para la verdad. No es una revista conservadorani es tampoco una revista revolucionaria: no pertenece á ninguna escuela. En sus páginas recibirán hospitalidad afectuosa, todos nuestros verdaderos intelectuales, de los ya consagradoslo pocos que deben su fama al propio mérito, de los inéditos los que sean dignos de surgir.” “Sinceridades”. Ideas. Revista mensual. Buenos Aires, 1º de mayo de 1903, Tomo 1º- Núm. 1, 1903, p. 9.

[3]Fragmento de su autobiografía, marzo de 1900. Reproducido por Alejandro Murguiondo, “Emilio Becher”. La Nación, Buenos Aires, 22 de mayo de 1921. Correspondencia para La Nación, desde Armstrong (Pcia. de Santa Fe). En: Emilio Becher, Diálogo de las sombras y otras páginas. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras- Instituto de Literatura Argentina, 1938, “Póstuma”, p. 363. [e. s. e. n.] [4]El término “modernismo” fue utilizado por primera vez en 1890 por Rubén Darío para referirse a esa nueva corriente del pensamiento literario. En 1899 fue Menéndez y Pelayo quien auspició su incorporación en el Diccionario de la Real Academia Española.

[5]“La guerra cambió a Becher, lo electrizó, le devolvió sus energías dinámicas; pero en las largas angustias de los primeros años, cuando él mismo sentía flaquear su confianza , algo debió romperse en su organismo, o debilitarse, preparando la crisis final.” Joaquín de Vedia, “Emilio Becher”, En: Cómo los vi yo. Buenos Aires, M. Gleizer, Editor, 1954, p.231.

[6]Este artículo es respuesta de Becher al siguiente cuestionario: “1º ¿Qué consecuencias entrevé usted para la Humanidad, como resultado de esta guerra? 2º ¿Qué influencia tendrán los acontecimientos actuales en la futura evolución moral y material de los países americanos y especialmente de la República Argentina?” Nosotros. Buenos Aires, febrero de 1915, Tomo XVII, nº 70.

[7]Cfr. “Ha de admitirse, pues, que una nación puede existir sin principio dinástico, e incluso que naciones formadas por dinastías pueden separarse de estas dinastías sin dejar de serlo. El viejo principio que no tiene en cuenta más que el derecho de los príncipes no puede mantenerse; además del derecho dinástico está el derecho nacional.” Renán, Ernst, ¿Qué es una nación? Traducción y estudio preliminar de Rodrigo Fernández Carvajal. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 27. Renán pronunció esta conferencia en La Sorbona el 11 de marzo de 1882.

[8] Renán, Ernst, ¿Qué es una nación? Traducción y estudio preliminar de Rodrigo Fernández Carvajal. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p.40.

[9]La presentación de Ugarte fue publicada en Ideas. Buenos Aires, año I, tomo II, Núm. 6, octubre de 1903, y la de Rojas, en el núm. 8 de diciembre de 1903, ambas en la sección “Letras Argentinas”.

[10]Al analizar La Victoria del Hombre de Ricardo Rojas, describe cómo Moisés, Cristo, Colón emergen como símbolos a lo largo del poema. Emilio Becher, “‘La Victoria del Hombre’, de Ricardo Rojas.” Ideas, Buenos Aires, diciembre de 1903, año I, tomo II, Núm. 8, sección “Letras argentinas”.

[11]Emilio Becher, “‘Verité’, de Emile Zolá”. Ideas, Buenos Aires, año I, tomo I, Nº 1, mayo 1º de 1903, pp. 72-77.

[12]Emilio Becher, “‘L’Eau profonde’, de Paul Bourget.” Ideas, año II, tomo III, nº 9, enero 1904

[13]Ideas. Revista mensual. Buenos Aires, 1º de mayo de 1903, Tomo 1º- Núm. 1, 1903, p. 85.

[14]En Amigos y maestros de mi juventud, Manuel Gálvez recuerda cómo Ortiz Grognet se había fugado a Chile con una dama. Al contrario de su amigo, a Becher “no se le conoció aventura alguna, ni flirt, ni siquiera un ocasional contacto… Ni habló tampoco nunca de temas mujeriles, pecaminosos o no.” T. I. Hachette, 1961, p. 81.

[15]La práctica del viaje intelectual era una constante de esta generación de escritores hispanoamericanos. El viaje a Europa cumplía varias funciones: era al mismo tiempo un rito iniciático, una carta de presentación y un modo de ingresar al campo intelectual asegurándose el comentario o la crítica ilustre. El viaje tenía como derrotero principal la visita al escritor o ensayista ya consagarado, la entrevista con los editores, la presentación en el ateneo o círculo literario, la colaboración en la prensa local: todas estas prácticas servían para introducir al escritor en el mercado editorial y acercarlo, a su vez, a su público lector.

[16] A fines del siglo XIX, la lucha antialcohólica fue un tópico común entre los higienistas: médicos y científicos sociales y aún intelectuales dirgieron su cruzada contra esta patología que principalmente minaba la clase obrera. El caso de Zolá fue un ejemplo de esta tendencia: en su novela L’ Assommoir describe puntillosamente los efectos de una borrachera, y la conexión que estos intelectuales progresistas podían apreciar entre pobreza, marginalidad y alcoholismo. Liberadora más que moralizante, Zolá proponía, además, fundar escuelas allí donde fueran cerradas las tabernas. Rafael Huertas García Alejo, Locura y degeneración, Madrid, C.S.I.C., 1987, pp. 94 y ss.

[17]Carta de Emilio Becher a Ricardo Rojas. Buenos Aires, Ca. 1907. En: Archivo Casa Museo Ricardo Rojas, Buenos Aires. B 07.

[18]Carta de Emilo Becher a Ricardo Rojas. Buenos Aires, 9 de marzo de 1908. En: Loc. cit. B 8

 

Andrea Pasquaré

Universidad Nacional del Sur

Actualizado, julio 2005

Fuente: https://www.ensayistas.org/critica/generales/C-H/argentina/becher.htm#_ednref1




Comentarios