André Maurois – G.K. CHESTERTON
Kipling, Wells y Shaw son, cada uno a su modo, unos aristócratas. Kipling piensa que sólo ciertas virtudes confieren el derecho de mandar; Wells cree en los privilegios de la inteligencia; Shaw aguarda el reinado del superhombre, que será un híbrido mezcla de Shaw, César y Matusalén. Chesterton, por el contrario, es un demócrata; exalta al hombre vulgar, al que cultiva su huerto y bebe cerveza en la taberna, y yo no creo que ame con exceso a los técnicos y tecnicistas de Wells, ciertamente. Shaw y Wells, ante el fracaso del siglo XIX, ven la salvación de la Humanidad en el futuro; Chesterton no detesta menos que ellos la sociedad que ha engendrado el maquinismo; pero ve, en cambio, la salvación de la Humanidad en la vuelta al pasado. Kipling invoca al Dios de los ejércitos; Wells al de las retortas y las estadísticas; Shaw al de la vida: Chesterton adora al Dios cristiano, tal como se le encuentra en los Evangelios. Wells y Shaw creen en el progreso; el mismo Kipling describe con una cierta admiración el Consejo de técnicos que gobernará un día el planeta; Chesterton es reaccionario; es brillante, violenta y jubilosamente reaccionario, y alaba con una apasionada admiración las libertades de la Edad Media. Wells describe mundos fantásticos y logra, a fuerza d<? talento, que nos parezcan reales. Chesterton describe el mundo real y logra, a fuerza de talento, que nos parezca fantástico. En la historia de las ideas de Inglaterra, al comienzo del siglo xx, Wells y Shaw son los modernos; Kipling es el eterno, y Chesterton el antimoderno, y su papel es, ciertamente, muy útil.
LA VIDA Y LAS OBRAS
Su vida es muy simple, como conviene a la vida de un hombre que ensalza siempre lo novelesco de las vidas vulgares. Gilbert Keith Chesterton nació en Londres, en el 1874. Hizo sus estudios en la Escuela de San Pablo, asombrando a maestros y condiscípulos por sus distracciones y su precocidad. Ya en aquel entonces escribía poemas, y en la revista de la escuela se encuentran numerosos artículos firmados con las iniciales Que ahora son ya célebres: G. K. C. Su padre, al ver que rellenaba las márgenes de los cuadernos con dibujos, creyó que tenía vocación pictórica y lo envió a una escuela de Bellas Artes. En ella no aprendió nada pero en cambio le proporcionó la ocasión, al verse obligado a reaccionar contra el cinismo de sus compañeros, de recogerse en sí mismo y encontrar el consuelo de la humildad y la religión. Aquel era el tiempo de la decadencia «fin de siglo» y de los epigramas desaprensivos de Wilde; todo esto horrorizaba a Chesterton, al que la lectura de los poemas de Whitman le devolvió el amor a la vida, su más natural sentimiento. «Pagano a los diez años y agnóstico a los dieciséis», a los veinte construyóse para su uso una filosofía religiosa que más tarde hubo de comprobar, con admiración, que era la filosofía cristiana.
Al salir de la escuela intentó ganarse la vida como crítico de arte. Publicó algunos poemas que fueron alabados por los peritos, pero que apenas se leyeron. En 1899 era Chesterton un joven periodista y poeta de veinticinco años, completamente desconocido; en 1900, todo Londres se preguntaba: «¿Quién es este G. K. C.? La guerra sudafricana que acababa de estallar le hizo célebre de pronto. Igual que otros muchos ingleses, él tomó partido por los «boers» y se declaró antimperialista. Pero su posición era original en cuanto a esto: mientras que de los no conformistas y de los «quakers» se declaraban hostiles a la guerra, porque reprobaban toda guerra y todo nacionalismo, Chesterton se declaraba partidario de los «boers», porque él era nacionalista. A los imperialistas les reprochaba, no el que fuesen patriotas, sino el que no lo fuesen suficientemente ya que – decía él –, así se tiene fe en la idea de nación no puede admitirse la idea de Imperio, que es una idea cosmopolita y que tiende a destruir la nacionalidad de los otros pueblos. Chesterton defendía esta doctrina con una pasmosa habilidad en un estilo erizado de fulgurantes imágenes y antítesis. Y en el término de muy pocos meses alcanzó la fama.
Su apariencia personal ayudaba a la rápida difusión de esta fama. Era un joven gigantesco, tan grande, que Bernard Shaw decía que, cuando se hablaba con Chesterton, la mitad del cuerpo de éste quedaba siempre fuera del campo visual de su interlocutor. Usaba un gran chambergo de fieltro y una romántica capa, y poseía una risa fresca, espontánea, casi infantil. Pensaba, como Dickens, que la aventura acecha al paseante detrás de cada esquina de las calles de Londres, y no se paseaba por Fleet Street, sino armado de un bastón-espada y de un revólver. Para ir de una casa a otra tomaba un simón. En fin, sus distracciones, su alegría, sus elogios de las tabernas, su afición por las novelas policíacas, y mil rasgos más, hacían de él un personaje legendario.
¿Hasta qué punto esta leyenda coincidía con la realidad? El Chesterton que nosotros conocemos hoy es un hombre sencillo, alegre, que ama notoriamente la vida, que puede recitar millares de versos y que habla, de un modo natural, en el mismo estilo brillante de sus escritos. No posee ninguna solemnidad. «¡Es tan fácil ser solemne — dice él y tan difícil ser frívolo! Que el lector honrado cierre por un momento los ojos y poniéndose la mano en el corazón se pregunte qué preferiría: ¿escribir la primera página del Times, repleta de largos artículos serios, o la primera página del Tit-Bits, repleta de pequeñas bufonerías? Si el lector es el hombre ecuánime que yo me imagino, responderá que preferiría cien veces improvisar diez artículos del Times a tener que escribir una sola de las chirigotas del Tit-Bits. La solemnidad, la pesada y plúmbea solemnidad de los discursos, es la cosa más asequible del mundo; todos pueden alcanzarla. Esta es la razón por la que los viejos fatigados y ricos se lanzan a la política; son serios porque no tienen la suficiente fuerza de espíritu para ser frívolos.»
Chesterton ha conservado a lo largo de su vida la suficiente fuerza de espíritu para ser frívolo. Desde 1905 a 1930 ha publicado cada semana un ensayo en la Ilustrated London News, y, a pesar de su prodigiosa continuidad, estos ensayos que tratan los más diversos temas son dignos de ser leídos en su mayoría. En ellos combate las ideas recibidas que en aquel tiempo eran ideas nuevas y «avanzadas». Existe un conformismo de la rebelión, contra el que siempre se ha rebelado Chesterton. En el tiempo en que reinaban Wells y Shaw, G. K. C. se proclamaba reaccionario con una independencia desenvuelta; en el tiempo de la abstinencia predicaba que se bebiese vino y cerveza; en el tiempo de la tristeza predicaba la alegría; en fin, aunque él no era católico, exaltaba el catolicismo. Puede comparársele, por el vigor de sus paradojas y por la brillantez de su estilo, a Joseph de Maistre, aunque éste era un aristócrata y Chesterton un demócrata, lo que no implicaba menos originalidad, ya que la mayor parte de los reformadores de 1905 no creían en la democracia.
Aparte de sus ensayos y poemas, publicó, sien-i do muy joven, una Vida de Browning y una Vida de Dickens, y mucho más tarde, una Vida de Cobbett. Estas biografías no se asemejan en nada a las tradicionales biografías. Chesterton no se podía reprimir, y en el decurso de cualquiera de estas vidas exponía sus propias opiniones sobre cualquier materia con la mayor desenvoltura. A menudo llamaba la atención de los lectores con paradojas como ésta: «Este poema presenta uno de los rasgos más característicos de todo poema juvenil, esto es, da la impresión de que el autor tiene mil años», o esta otra: «La única base de todo optimismo es el pecado original.» La idea oculta debajo de estas frases es relativamente simple, pero la forma elíptica zarandea al lector. Clarum per obscurius. El Dickens y el Browning son dos libros admirables, porque Chesterton tuvo la habilidad de escoger las vidas de esos hombres cuyas naturalezas tanto se asemejaban a la suya. El amor de Dickens hacia el hombre vulgar, su certeza de que lo verdaderamente trágico y novelesco se halla entre los seres ordinarios, son asimismo, sentimientos innatos en Chesterton. El optimismo de Browning era el resultado de su experiencia, de esa experiencia que por una causa misteriosa la mayaría de la gente cree que se debe tan sólo a la tristeza y la desilusión. Un anciano reprocha a un chicuelo, que está subido a un árbol, el peligro al que le expone su deseo pecaminoso de comer peras. He aquí la concepción común sobre la experiencia. Sin embargo, si el anciano señor deseara realmente tener una experiencia, se encaramaría al árbol y probaría las peras… La fe de Browning estaba cimentada en una experiencia jubilosa, no porque él escogiese las alegrías e ignorara las penas, sino porque estas alegrías se escogían ellas mismas y se fijaban en su memoria a causa de su extraordinario e intenso colorido.» Tal podría ser, sin duda, la fe de Browning; pero de lo que estamos seguros es de que tal era la fe jubilosa de Chesterton.
También, a propósito de Browning, expone Chesterton por primera vez una teoría a la que permanecerá fiel el resto de sus años, la de la simplicidad y antigüedad de los sentimientos del hombre. «Robert Browning era, indiscutiblemente, un hombre por completo convencional. Hay quien juzga este elemento del convencionalismo vergonzoso; los que piensan así han establecido la convención del anticonvencionalismo. Mas este odio hacia el convencionalismo, en la personalidad de un poeta, no puede existir sino entre aquellos que no guardan el más vago recuerdo del sentido de las palabras. Una convención significa tan sólo un acuerdo, y como todo poeta debe cimentar su obra sobre un acuerdo emocional entre todos los hombres, todo poeta cimenta, pues, su obra sobre una convención…» Si nos describe una emoción que nadie comparte, sus esfuerzos resultarán baldíos. Si un poeta siente una emoción completamente original, por ejemplo, si se enamora súbitamente de los resortes de un vagón, necesitaría muchos más años de los que le han sido asignados de vida para comunicar sus sentimientos.
«La poesía trata de las cosas primordiales y convencionales. El hombre, el amor a las mujeres, el amor a los hijos, el deseo de inmortalidad. Si los hombres tuviesen realmente sentimientos nuevos, la poesía no podría hablar de ellos. Si, por ejemplo, un hombre no sintiera el deseo de comer pan, sino que experimentara la ardiente y original necesidad de comer virutas de bronce o aserrín de caoba, la poesía no podría describirla. Si un hombre, en lugar de enamorarse de una mujer, se enamora de un fósil, o de una anémona, la poesía no podría expresar este sentimiento. La poesía no puede expresar lo original, sino en este sentido: en el sentido en que hablamos del pecado original. Ella es original, no en el sentido mediocre de ser nueva, sino en el sentido profundo de ser vieja; ella es original en tanto que ella trata de los orígenes.»
Estas ideas las encontramos en dos libros, que son más importantes aún para quien estudie a Chesterton que sus mismas biografías: son dos libros de doctrina. El primero, Herejes, constituía un ataque contra los escritores, a los que Chesterton consideraba como inficionados de modernismo, y en particular contra aquellos que él consideraba más relevantes, es decir, más peligrosos, Shaw y Wells. Después de este libro de polémica, sus adversarios le preguntaron cuál era su propia doctrina, y él entonces escribió Ortodoxia, que es el diseño de su doctrina positiva.
Las novelas de Chesterton no son realmente novelas, sino alegorías, en las que cada personaje representa uno de los temas chestertonianos. El hombre que se llamaba Jueves, que el autor designa con el nombre de «Pesadilla», es la historia de seis hombres que, habiéndose impuesto la obligación común de combatir la anarquía en el mundo, y no conociéndose los unos a los otros sino por sus seudónimos, que son los nombres de los seis primeros días de la semana, reciben conjuntamente las órdenes de un jefe misterioso que se llama Domingo. La voz, la gran voz de Domingo les daba las órdenes en sombrías cámaras, pero nunca vieron al hombre que los dirigía de este modo. Por último, concluyeron por verlo un día; era un gigante monstruoso, y descubrieron con sorpresa que era el mismo jefe de los anarquistas, al que habían perseguido diariamente. El policía y el criminal eran una misma persona.
El símbolo se entrevé: si Domingo es a la vez el gran anarquista y el jefe de las potencias del orden es porque en Dios, que ha creado todas las cosas, así el mal como el bien, se reconcilian las contradicciones. El hombre que se llamaba Jueves no es una novela, es una refutación simbólica del maniqueísmo, una defensa de la unidad de la naturaleza y de la unidad divina. La escena final, en la que Domingo y los seis policías celebran una asamblea, es un diálogo entre el Creador y las criaturas.
«—Más tarde comeremos y beberemos — dijo a los seis policías el monstruoso Domingo —; permanezcamos juntos aún un momento, ya que nos hemos amado tan tristemente y hemos combatido juntos tan largo tiempo… Yo he sido el que os enviaba al combate; yo permanecía a la sombra, en la que aún no hay nada creado, y no era para vosotros sino una voz tan sólo que os ordenaba el valor y las virtudes sobrenaturales. Vosotros habéis oído la voz de la sombra, y luego habéis dejado de oírla. El Sol de los cielos la ha negado, la tierra y el cielo la han negado; la sabiduría humana la ha negado, y cuando os encontré a la luz del día, yo mismo me negué.
En el jardín reinó el silencio, y el secretario de las cejas negras, implacable, se volvió hacia Domingo y le dijo con voz áspera:
—¿Quién es usted y qué es usted?
—Yo soy el Sábado — respondió el otro sin in-mutarse —. Yo soy la paz de Dios.
El secretario estremecióse, y estrujó con la mano la tela de su traje:
– Ahora comprendo — exclamó —, y precisamente ahora ya no puedo perdonarle. Sé que usted es la satisfacción, el optimismo… y ¿cómo se dice eso?… la reconciliación suprema. Pues bien, yo no estoy reconciliado; si usted es el hombre de las tinieblas, ¿por qué es, al mismo tiempo, una ofensa a la luz, el Domingo?; si usted era al comienzo nuestro padre y nuestro amigo, ¿por qué era también nuestro adversario? Nosotros hemos llorado, y el pavor ha entrado en nuestras almas. El hierro ha entrado asimismo en nuestras almas. ¡Usted era la paz de Dios! ¡Oh, puedo perdonarle a Dios su cólera, aunque ella destruya las naciones; pero no puedo perdonarle su paz!
Los discursos continuaron aún por cierto tiempo, luego, uno de los seis hombres, volviendo súbitamente sus ojos hacia el enorme rostro de Domingo, que se sonreía de un modo extraño, le preguntó con voz colérica:
—¿Ha sufrido usted alguna vez?
Y al tiempo que miraba el enorme rostro, éste se agrandó, alcanzando terribles dimensiones. Llegó a hacerse tan enorme, que cubrió todo el cielo; luego descendió la oscuridad, y antes de que ella destruyera su cerebro, el hombre creyó oír una voz lejana que pronunciaba una frase conocida, una frase que él había escuchado no sabía dónde: «¿Puedes beber tú de mi cáliz?»
Las otras novelas de Chesterton son, como ésta, alegorías. El Napoleón de Notting-Hill muestra que tan sólo por la vuelta al patriotismo local de la Edad Media puede salvarse la humanidad. La esfera y la Cruz es una larga discusión teológica en la que la Esfera representa o es el símbolo del conocimiento científico que se opone a la Cruz. Por fin, La inocencia del Padre Brown es una compilación de historias policíacas en cierto modo análogas a las de Sherlock Holmes pero en ella el detective es un padre católico, el padre Brown, que comprende y descubre los misterios más complejos porque los aborda con un espíritu simplista. Es curiosa la incapacidad de Chesterton, que tanto admira al hombre ordinario, para representar a éste en sus novelas. Casi todos sus héroes son, o llegan a ser, filósofos y teólogos, y la novela misma no es apenas más que una imagen al margen de la doctrina. Es a ésta a la que debemos atender preferentemente en el estudio de Chesterton. Tan sólo es preciso añadir, para completar la narración de esta vida, que Chesterton se casó en 1901 y vivió desde entonces en la encantadora aldea de Beaconsfield. Tuvo por amigo más íntimo a Hilario Belloc. No solamente estos dos hombres han estado unidos por la amistad durante mucho tiempo, sino que ambos han luchado juntos por causas casi idénticas; Shaw, que los combatía conjuntamente, aparentaba creer que ambos eran un solo monstruo, al que denominaba Cherterbelloc. Tal vez la influencia de Belloc llevó a Chesterton a convertirse al catolicismo, en 1922. En verdad, la misma inclinación lógica de sus ideas le hubiese conducido a Roma; existe escasa diferencia entre los libros anteriores a su conversión y los posteriores a ella.
II
MAGIA
Yo desearía exponer la doctrina de Chesterton, extractando un apólogo que él nos ha contado en forma de comedia; ésta me parece que será la más clara introducción a sus ideas. Esta comedia, cuyo título es Magia, es bella, poética y profunda. La acción transcurre en la campiña inglesa y en el salón de un castillo ducal. El duque tiene un sobrino y una sobrina, ambos nerviosos, frágiles y amenazados de locura por una temible herencia. El sobrino ha sido educado en América, cree tan sólo en la ciencia, y representa al mundo moderno. La sobrina ha sido educada en Irlanda, no cree más que en las hadas, y representa la tradición. En la casa del duque están hospedados dos amigos de éste: el médico y el pastor (la ciencia y la religión). En cuanto al duque, es un ecléctico, un espíritu de lo más angosto que cabe imaginarse; trata de hallar la bondad de todas las doctrinas — lo que le impide comprender ninguna — y de agradar a todo el mundo —, lo que le impide ser agradable con nadie —. El duque ha dado 50 libras para construir, en la aldea, un nuevo casino, y al mismo tiempo ha dado otras 50 libras para subvencionar la Liga que se opone a la construcción del nuevo casino. Para distraer a su sobrino y a su sobrina, que acaban de llegar a su casa, el duque invita a un prestidigitador. El mismo prestidigitador es un símbolo: es el hombre de los falsos milagros; se halla en el comedio del camino de los dos mundos, el de la ciencia y el de la religión.
«El duque, dice el doctor, es verdaderamente imposible de describir. Colocad ante él dos o tres hechos o ideas, y lo que él hará siempre es algo que nada tiene que ver con ninguna de las tres cosas. Habladle a cualquier ser humano de una joven que sueña con las hadas y de un joven práctico, su hermano, que llega de América, y él encontrará algún medio de satisfacer a uno de los dos. El duque piensa que un prestidigitador lo arreglará todo. Yo creo que él tiene vagamente la idea de que el prestidigitador sacia a la vez el interés que toma el creyente por las cosas sobrenaturales y el interés que toma el incrédulo por las cosas bien hechas. En realidad el creyente y el incrédulo juzgan que el prestidigitador es un impostor. El prestidigitador no satisface a nadie, y por esto satisface al duque.»
El prestidigitador entra, pues, envuelto en una inmensa capa negra; en cuanto extiende sobre la mesa sus instrumentos, el joven americano se abalanza sobre ellos y explica por adelantado los trucos, mofándose. «Yo conozco esto, y esto también, y aquello… ¡Ah!, dice el prestidigitador, mostrándole con el dedo una lámpara roja, al fondo del jardín. —Si usted pudiese, sin salir de esta habitación, trasformar esa lámpara en una lámpara azul, ¡ah!, entonces yo me sorprendería verdaderamente…» Al momento de decir esto, la lámpara, al término del paseo, se convierte en azul. Se ha producido el milagro.
Todos los asistentes se pasman. Morris, el joven americano, rompe el silencio con una voz angustiosa: «Espere, espere un momento… me parece que comprendo, se lo voy a explicar… Usted ha colocado un hilo… No, eso no puede ser…» El doctor intenta calmarlo: «Por el momento, no tenemos necesidad de comprenderlo. — ¿Y usted se dice un hombre de ciencia, repuso Morris, y usted se atreve a decirme que no es preciso encontrar la explicación?
¿Acaso se ha podido hacer esto con un juego de espejos? ¿Una mezcla de luz? ¿Usted mezcla una luz verde y una luz roja? — Esa combinación no da el azul, dijo tranquilamente el prestidigitador.»
¿Cómo se ha ejecutado el truco? El doctor ruega al prestidigitador que lo explique, porque sería peligroso abandonar a aquel joven tan desequilibrado. Pero el prestidigitador no puede explicar nada. El mismo no sabe cómo ha sucedido; sólo sabe que deseó vivamente que la luz cambiara de color, y la luz cambió de color: es la Magia, el milagro. Sin embargo, y como el joven comienza a dar señales demasiado ciertas de demencia, el doctor y el mago se ponen de acuerdo para inventar una explicación falsa, aparentemente científica, que lo calmara; tan absurdo es el hombre de estos tiempos, que para calmarlo es preciso negar la evidencia. El verdadero fanático es el materialista; esta idea ya la había entrevisto Flaubert.
Esta es la parábola. Ella nos ayudará a comprender la filosofía de Chesterton, que es esencialmente una reacción contra los excesos de la filosofía materialista.
III
HEREJES ([i]).
En la Edad Media, dice Chesterton, un hereje era un hombre que se alababa de no ser hereje; él afirmaba ser el único ortodoxo. Los ortodoxos eran los otros, los que le acusaban de ser un hereje. Pero el hereje se hubiera creído a sí mismo un loco si no hubiera estado íntimamente persuadido de que profesaba la verdadera religión. Ha sido necesario que llegaran nuestros tiempos para encontrar a gentes que se declaran heréticas; aún más, que están orgullosas de su incredulidad y que consideran que las teorías cósmicas, que la idea que un hombre tiene del universo, son cosas fútiles y sin importancia.
«El ateísmo es demasiado teológico para nosotros; la revolución se asemeja demasiado a un sistema, y la libertad, a una sujeción. No nos gustan las ideas generales. Míster Bernard Shaw ha expresado este juicio en una máxima perfecta: «La regla de oro es que no existe regla de oro.» Estamos dispuestos, cada vez más, a discutir sobre los más nimios detalles sobre arte, política o literatura. Las opiniones de un hombre sobre los tranvías nos interesan, sus ideas sobre Botticelli nos interesan, pero sus opiniones sobre la concepción del universo no nos interesan en absoluto. El puede tratar y explorar millones de temas, pero, en cambio, no puede tocar este objeto extraño, el universo, puesto que si lo hiciera crearía una religión, y estaba entonces perdido. Todo interesa, excepto el todo.»
De este terror a tener que decidir, de esta negativa a escoger, ha nacido la extraordinaria doctrina del arte por el arte. «La literatura se ha hecho menos política, la política menos literaria; las teorías generales sobre las relaciones de las cosas se hallan excluidas de las dos, y en este punto, podemos preguntarnos: ¿Hemos perdido, o ganado, con esta exclusión? ¿Son mejores la literatura y la política por haber llegado a suprimir de ellas al filósofo y al moralizador?»
Después de Flaubert y Wilde, los escritores no hablan ya de los principios de las cosas, sino de los principios de su arte. Y éste no es un síntoma de vigor; cuando el hombre siente su cuerpo es únicamente cuando comienza a hablar de su salud. Los organismos vigorosos no se ocupan de sus funciones, sino de sus acciones.
Chesterton no exige tan sólo a los artistas ser grandes artistas; les pide también cuenta de sus opiniones sobre los temas esenciales. «Yo no me intereso por míster Rudyard Kipling en tanto que es un gran artista o una personalidad vigorosa, sino en tanto que es un hereje, es decir, en tanto que su opinión sobre las cosas es altamente desemejante de la mía. No me interesa Bernard Shaw por ser uno de los hombres más brillantes y más honrados, sino que me interesa por ser un hereje, cuya doctrina es perfectamente congruente, perfectamente sólida, es decir, perfectamente falsa.» Y a renglón seguido, Chesterton la emprende contra los mayores herejes de su tiempo. ¿Cuál es la herejía de Wells? Es el renunciar a lo humano y al presente en favor de la utopía. El pretender ser un sabio, y hablar a menudo de la humildad del sabio; pero ¿dónde está la humildad de míster Wells?
«Comenzó su carrera literaria con feroces relatos visionarios (La máquina adivinadora del futuro, La guerra de los mundos). ¿Es posible que un hombre que comienza con tales visiones violentas sea humilde? Y ha seguido con una serie de historias a cual más extrañas, extrayendo hombres de las bestias y cazando a los ángeles como si fuesen pájaros. Desde entonces ha acometido cosas aún más arrojadas que esos sacrilegios que ha profetizado. Ha pretendido fijar el porvenir político de todos los hombres. Y lo ha hecho con una autoridad agresiva, con una sorprendente precisión de detalles. El profeta del futuro humano ¿es humilde? No, por cierto, ya que el hombre humilde es el que realiza las grandes cosas, las audaces cosas en el mundo real. Míster Wells carece de humildad mental, y las cosas que realiza, las realiza en un mundo real, en el que nadie ha realizado jamás nada. La debilidad de todas las utopías reside en que ellas consideran como trasmontada la más grande dificultad del hombre, el pecado original, y pasan en seguida a tratar sabiamente la manera de trasmontar las pequeñas. Ellas suponen primeramente que ningún ser deseará algo más que su parte estricta, y muestran luego su ingenio al explicar de qué manera esa parte les será entregada, si por automóvil o por globo.»
Ellas presuponen que ningún ser violará los pactos, y muy ingeniosamente intentan preverlo todo en esos pactos; todo, salvo el que los hombres seguirán siendo hombres. Míster Wells cree que un Estado universal impedirá la guerra; pero él no ve que en el interior de ese Estado universal se desencadenarían guerras civiles locales, aún más pavorosas.
Míster Wells ha escrito una novela muy divertida a propósito de esos hombres que llegan a ser grandes como árboles. Pero no debe pedírsenos, dice Chesterton, que tengamos ninguna consideración por seres tan desmesurados. Para que un ser nos interese, es preciso que se amolde a nuestras dimensiones. El alimento de los dioses es la historia de Pulgarcito contada por el gigante, y, sin duda, el gigante, al que Pulgarcito mata, considerábase un superhombre. El tenía, indudablemente, a Pulgarcito por un ser de espíritu raquítico, un ser estático, sin dinamismo, que pretendía detener la marcha arrolladora de la vida. Como míster Wells, el mundo moderno se muestra partidario de los gigantes; pero la eterna paradoja consiste en que tan sólo el débil puede ser denodado. La moral de los gigantes es harto fácil, y sobre todo, no es la nuestra. Los samurais de Wells son tal vez perfectos (y aun eso es muy improbable, ya que son también hombres), pero ellos desconocen al hombre vulgar.
Y como el problema social reside en gobernar una masa de hombres vulgares, el samurai es incompetente. De hecho, siempre ha fracasado.
La utopía de míster Shaw es, aunque en apariencia se halle en desacuerdo, poco más o menos, la misma que la de míster Wells. Míster Shaw ha sido siempre representado como un prodigioso acróbata, como un prestigioso payaso intelectual. En realidad es un hombre perfectamente consecuente, que defiende una teoría, que la defiende con medios placenteros, pero que la defiende muy bien, y por esto un hereje peligroso. Míster Shaw, que aparentemente se ha burlado de las creencias pretéritas, ha descubierto un nuevo dios en un futuro inimaginable; míster Shaw, que se ha mofado de cualquier idealismo, ha levantado el ideal más extravagante, el ideal de un ser nuevo. La verdad sea dicha, míster Shaw no ha visto nunca las cosas tal cual ellas son en la realidad; de otra forma, hubiera caído ante ellas de rodillas. No ha cesado de comparar en silencio la humanidad a algo que no era humano, al sabio de los estoicos, al hombre económico de los fabianos, a Julio César, a Sigfrido, al Superhombre. Mas no es ésta una forma justa de juzgar a los hombres comparándolos a algo que no es un hombre, a una divinidad que aparece vagamente en la penumbra del futuro.
El único elemento que falta a la grandeza de míster Shaw, la única objeción que puede dirigirse contra sus pretensiones de ser un gran hombre es que no se satisface fácilmente. Míster Shaw no puede comprender que la cosa más preciosa y la más cara para nosotros es, no el Superhombre, sino el hombre viejo bebedor de cerveza, creador de religiones, luchador, pecador, sensual. Las cosas que se cimenten sobre esta criatura real perdurarán; aquellas que se han levantado sobre la fantasía del Superhombre están condenadas a morir con las civilizaciones agonizantes, las únicas que pudieron insuflarles la vida. Reinos e imperios han caído por esa su debilidad inherente y perpetua, de haber sido fundados sobre los hombres fuertes y para los hombres fuertes. La Iglesia cristiana fue fundada sobre la debilidad, y por este motivo es indestructible. Ninguna cadena puede ser fuerte si uno de sus eslabones es débil.
Ya hemos indicado cuál era la dirección del ataque a Rudyard Kipling. De todas las excomuniones de Chesterton, ésta es, por otra parte, la más injusta. No es que Chesterton haya creído, como tantos aseguraron, que Kipling era «militarista», ya que si se sabe entender su obra, la profesión militar no sobresale en ella como la más importante ni la más atrayente. El no ha descrito a los soldados mejor que a los fogoneros, a los constructores de puentes o a los periodistas. De hecho, lo que lleva al combate a míster Rudyard Kipling no es la idea de la lucha, sino la idea de la disciplina. «Lejos de predicar que el soldado de nuestros Ejércitos merezca nuestra veneración por el militar, Kipling demuestra que el panadero al cocer el pan, y el sastre al cortar la tela, son tan militares como los mismos soldados.»
Pero Chesterton afirma que Kipling es naturalmente cosmopolita, precisamente por tener esa visión múltiple del deber. Toma con frecuencia sus modelos del imperio británico, cuando en realidad cualquier otro imperio podría proporcionárselos. «Lo que él admira en el Ejército británico, lo encontraría bajo una forma más perfecta en el Ejército alemán; lo que él anhela para la Policía inglesa, lo encontraría floreciente en la Policía francesa. La gran laguna de su espíritu es lo que podría llamarse su falta de patriotismo, es decir, la ausencia to-tal de esa facultad de ligarse a una causa o a una comunidad cualquiera de un modo irremisible, trágico, ya que toda finalidad debe ser trágica. Admira a Inglaterra por su poderío, pero no por ser inglesa.»
A esto sucede un ataque contra el exotismo de Kipling. «La verdad es, termina Chesterton, que la explotación y las conquistas empequeñecen el mundo: tan sólo el microscopio lo agranda»
Contra el exotismo, Chesterton alaba la aldea, la ciudad, que ofrece, frente al Estado moderno, ventajas tales, que sería preciso estar ciego para no verlas. El hombre que vive en una pequeña comunidad se mueve en un mundo mucho más vasto; conoce mucho mejor las variedades hostiles y las divergencias irreductibles de la especie humana.
Es dentro de nuestra familia y en nuestra propia calle donde podremos conocer verdaderamente a los seres humanos. «El hombre moderno huye de su calle. Primeramente inventa la higiene moderna. y se aleja hacia los balnearios: luego inventa la cultura moderna, y parte hacia Florencia; más tarde inventa el imperialismo moderno, y se dirige hacia Tombuctú, y, no obstante, desconoce por completo a las gentes que habitan su propia casa.» Nosotros escogemos a nuestros amigos, pero Dios nos depara a nuestro vecino. Por esta razón el vecino es un ser natural, una ventaja o un medio natural que es preciso no desdeñar.
Del mismo modo que este principio se aplica al imperio, a la nación dentro del imperio, a la ciudad dentro de la nación, y a la misma calle dentro de la ciudad, también se aplica a la casa dentro de la calle. La institución de la familia debe ser alabada, por las mismas razones que lo son la de la nación o de la ciudad. Es conveniente que el hombre viva en familia, como es conveniente y divertido que el hombre se encuentre alguna vez bloqueado por la nieve en medio de la calle. Esas experiencias le forzarán a comprender que la vida es una cosa, no externa, sino interna. Los escritores modernos que han criticado la familia han sugerido que no es una buena institución porque no es siempre armoniosa; pero la familia es una buena institución, precisamente porque no es armoniosa; es saludable por las divergencias y variedades que encierra en su seno. «Es una aventura, porque es una apuesta azarosa.» Lo verdaderamente novelesco nace en el momento en que el hombre se ve obligado a someterse a los hechos y las cosas; el motivo por el que la vida de los ricos es en el fondo tan insulsa y se halla desprovista de peripecias se debe a que los ricos pueden elegir los acontecimientos. Los ricos se aburren por ser poderosos. Son incapaces de disfrutar la aventura porque ellos mismos pueden crearla. Lo que hace la vida interesante es la gran limitación natural que nos fuerza a todos a doblegarnos ante los acontecimientos que no hemos previsto.
El vicio de la concepción moderna del progreso intelectual consiste en que se pretende a toda costa desde el siglo XVIII, traspasar los límites, romper las trabas, demoler las barreras y arrinconar los dogmas. Mas el hombre no puede vivir sin dogmas, el hombre es un animal que crea dogmas. El materialismo es el dogma de aquellos que creen haber escapado a los dogmas. Si en verdad puede existir un progreso intelectual, este progreso consistiría en la elaboración de una filosofía dogmática de la vida.
«Todos los escritores que he estudiado, dice por último Chesterton, tienen, al menos, una cualidad común: aunque todos se equivoquen en su concepción de la vida, todos han intentado tener una. Ni míster Rudyard Kipling, ni míster Bernard Shaw tienen amplitud espiritual. El oportunismo de míster Wells es mucho más dogmático que cualquier otro espiritualismo»; por eso son ellos grandes escritores. Los estilistas nos decían hacia el fin del siglo XIX que el arte sólo debe producir obras bien escritas, que escribir bien es la única cosa importante, que las ideas sólo sirven para perturbar y estropear la obra de arte y que el artista nunca debe ser, sobre todo, un moralista. Y estas reglas de buen gusto fueron aconsejadas a los hombres aquellos de 1900, y aquellos hombres fueron satisfechos por tres moralistas: Kipling, Wells y Shaw; y es porque cada hombre, cada inglés vulgar, siente la necesidad de poseer un sistema metafísico y permanecer fiel a él. No escuchemos, pues, a los estilistas; el tiempo de Wilde ha pasado, el tiempo de los teólogos le ha sucedido. Ahondemos y busquemos hasta que hayamos descubierto nuestras propias opiniones.
Tal es, poco más o menos, la idea general de Herejes.
IV
ORTODOXIA
Era natural que el hombre que había escrito este libro fuera desafiado a exponer su propia ortodoxia. «Yo comenzaré a dudar de mi propia filosofía, escribía un crítico, cuando míster Chesterton me haya expuesto la suya.» Esta era una imprudente sugerencia «a un hombre que se hallaba presto a contestar con un libro a la más ligera provocación.»
Ortodoxia comienza con un apólogo. «He pensado muchas veces, dice míster Chesterton, escribir una novela sobre un yachtman inglés que por un error de cálculo en su ruta descubriera Inglaterra creyendo descubrir una isla nueva.» Esto es lo que le ha ocurrido en su ruta espiritual a Chesterton. El se lanzó a descubrir una doctrina, y después de haber estudiado todos los aspectos nuevos y extraños de la doctrina que él había descubierto, vino a caer en la cuenta de que había vuelto a descubrir el catecismo. Nuestra generación ha querido adelantarse en algunos años, y lo que ha logrado es un retraso de dieciocho siglos.
¿Cuál era, pues, la filosofía redescubierta por Chesterton? Se puede bosquejar en pocos rasgos.
- a) La razón es una maravillosa herramienta del pensamiento, a condición de que tome de la realidad los materiales que ella necesita para su obra. Si trabaja en el vacío, enloquece. «Los poetas, jamás enloquecen; pero los jugadores de ajedrez, sí. Cuando un poeta enloquece, es porque su razón tiene una falla. Poe era un candidato a la demencia no porque fuese poeta, sino porque era analista. El loco es el hombre que lo ha perdido todo, menos la razón.» La explicación que un demente da de las cosas es racional y satisfactoria, él está tan sólo encerrado en la prisión neta y clara de una idea; no posee la complejidad del hombre saludable. Un hombre saludable vive para el cuerpo y es en el cuerpo y gracias al cuerpo cómo las ideas abstractas pierden su importancia y su virulencia.
Así, los pensadores modernos poseen una razón recia y un sentido común muy limitado. No piensan en las realidades de la tierra, en los pueblos que luchan, en el orgullo de las madres y en los primeros amores de los jóvenes. Ellos viven más allá de estas cosas, en el país de las palabras abstractas. Si se impusieran la regla de no escribir más que palabras monosilábicas, palabras concretas, casi todas sus ideas serían inexpresables. El materialista, por ejemplo, es una especie de loco, niega la evidencia. Quisiera explicar el pensamiento y el alma por oscuros movimientos del cerebro pero no puede, y si tuviese una pizca de sentido común, comprendería que el espíritu que lo contiene todo no podría encerrarse todo él en una de las pequeñas partículas de la materia que él comprende.
El determinista es otro loco; niega la voluntad en nombre de un razonamiento, pero la voluntad es un hecho; y, por otra parte, el determinista no cree, él mismo, en su sistema. Si creyera en él, no tendría la libertad de alabar, de maldecir, de agradecer, de justificarse, de exigir, de perdonar a los malvados, de injuriar a los tiranos, ni aun de decir «gracias» cuando le alargan el salero. Todos estos sistemáticos son unos dementes. La locura es la razón razonando en el vacío; sólo el misticismo vuelve a los hombres sanos de espíritu. Destruyendo el misterio, se crea un estado mórbido. El hombre vulgar goza de salud porque cree en los misterios. El se preocupa siempre de lo verdadero, y no de lo lógico; cuando ve dos verdades que se contradicen en apariencia, toma las dos verdades y la contradicción asimismo. El mundo tiene sus leyes, y esto es la ciencia; estas leyes se alteran a veces, y entonces es el milagro. Si el joven americano de Magia hubiera aceptado esas dos verdades evidentes, no se hubiera vuelto loco.
No pretende Chesterton atacar la razón, sino, por el contrario, defenderla. Lo que él sostiene es que la razón humana está en vías de destruirse a sí misma. Determinismo, pragmatismo, nietzscheísmo, son otras tantas formas de suicidio. La razón se destruye si ella acepta ordenar palabras que no tienen sentido definido, que no corresponden a las realidades corporales percibidas. Ella es una herramienta admirable cuando opera sobre hechos reales. Pero si niega lo real, si ella desea ser racionalista y revolverse contra la tradición, contra el sólido universo de las casas y de las iglesias, se convierte en perniciosa y absurda; es el despacho de la fábrica que se amotina contra la fábrica misma; es el artillero que piensa que el obús se equivoca porque no admite que la fórmula falle.
- b) Entre las realidades que la razón debe respetar y que debe hacer entrar en sus construcciones están, en primer término, las tradiciones y las leyendas. «Siempre he creído, dice Chesterton, que las cosas comunes a todos los hombres son más importantes que las cosas que conciernen a unos pocos. Una leyenda debe inspirar más respeto que un libro de historia. La leyenda ha sido generalmente elaborada por la mayoría de las personas del pueblo, por aquellas que gozan de buena salud. El libro ha sido escrito, generalmente, por el único hombre del pueblo que está loco… La tradición es la democracia de los muertos.»
Y entre las tradiciones de toda sociedad humana encontramos, en primer término, los cuentos de hadas. Toda existencia humana comienza por la creencia en las hadas. Esta es la prueba de que esa creencia es una necesidad verdadera. Y tal vez ese mundo de las hadas no sea otro que el mundo real. ¿Cuáles son las reglas de él? Primeramente, que la Magia puede existir. La madrina de la Cenicienta puede cambiar la calabaza en una carroza, y los ratones en caballos, del mismo modo que en el mundo real la bellota se trueca en encina y el huevo en pájaro.
—Es diferente — contestara el materialista —, el mundo real tiene leyes fijas.
— ¿Y cabe nada más mágico? — responde, a su vez, Chesterton —. Todo el materialismo moderno reposa sobre la idea falsa de que el mundo es una cosa muerta, una máquina de relojería en la que Dios no necesita intervenir porque todo en ella está determinado y se repite. La gente aparenta creer que, si el universo estuviese gobernado por un Dios personal, sus leyes cambiarían incesantemente; que si el Sol fuese un ser vivo, algunas mañanas no se levantaría. Pero la misma repetición puede ser el signo de la omnipotencia de Dios.
El Sol se levanta todas las mañanas, y yo, dice Chesterton, no me levanto todas las mañanas; pero esta variación se debe, no a mi actividad, sino a mi inactividad. Es posible que el Sol se levante diariamente porque nunca se ha cansado de levantarse; quizá su rutina se deba, no a una falta de vitalidad, sino a un desbordamiento de ella. Tal vez Dios es lo suficientemente fuerte para exultar en la monotonía. Tal vez Dios se diga cada mañana: «Todavía», y diga al Sol cada mañana, y a la Luna cada noche: «Todavía». Es posible que esto no sea una necesidad automática que fabrica en serie todas las margaritas; es posible que Dios haga cada una separadamente, pero que nunca haya sentido fatiga en hacerlo. Magia y milagro se hallan en el universo, como se hallan en los cuentos de hadas.
En otro punto se halla en desacuerdo el pensamiento moderno con la tradición humana; en aquel en que el pensamiento moderno rechaza el sentimiento de los límites y de las condiciones precisas que regulan el mundo de las hadas. En los cuentos de hadas existe siempre una regla que limita la acción del hombre. No se puede vivir con la princesa si antes no se le muestra una cebollita. Estas condiciones no se explican nunca… ¿Por qué debo abandonar el baile a medianoche? ¿Por qué puedo permanecer en él hasta esta hora?… Este diálogo es el símbolo de la vida, el diálogo del hombre con Dios. Es una nueva forma del diálogo al que asistimos en El hombre que se llamaba Jueves, entre la criatura y el Creador. «¿Por qué soy yo a veces infeliz?, pregunta el hombre. — ¿Y por qué, podría contestársele, es a menudo dichoso?» La respuesta a estas dos preguntas es la misma: «Tales son las condiciones que te han sido impuestas.» Y estas condiciones no aparecen en los libros de Wells y de otros muchos escritores modernos. El hombre se convierte en Dios. Pero esto es falso: el hombre no es un Dios; el hombre debe respetar las condiciones del mundo de las hadas, que es también este mundo, y que así debe de ser.
Chesterton no se ha unido nunca a la insurrección de la juventud de su tiempo. Optimismo y pesimismo le parecen, por igual, absurdos. Se comprendería estos juicios generales sobre el mundo si se pudiera cambiar de mundo como se cambia de casa; pero nosotros tenemos tan sólo un mundo, y debemos ser leales con él. El primer deber patriótico es amar al Universo. Si eres de Asniéres, es menester que no vayas contra Asniéres ni a favor de Asniéres; es menester que ames a Asniéres. Si estamos ligados a la tierra, es menester que amemos la tierra.
Tales eran mis sentimientos espontáneos, nos dice Chesterton; tales eran mis necesidades intelectuales; tal, mi aceptación de las condiciones que rigen el mundo de las hadas. Así, pues, cuando yo descubrí el cristianismo, encontré que esas ideas, esas necesidades, esa aceptación gozosa se compaginaba admirablemente con su doctrina. «Me aconteció igual que si desde la infancia me hubiese debatido con dos máquinas ingobernables y sin relación aparente, el mundo y la tradición cristiana. Acababa de descubrir esta ranura en el mundo; el hecho de que, de una manera o de otra, se debe encontrar un medio de amarlo sin esclavizarse. Por otra parte encontré este rasgo saliente de la teología cristiana, semejante a una punta, esta insistencia dogmática sobre el hecho de que Dios es personal y de que el mundo que ha creado es diferente a EI ([ii]). Esa punta dogmática se adaptaba exactamente a la ranura que existía en el mundo. Evidentemente, ella había sido hecha para entrar allí; y entonces se produjo este fenómeno extraño: Desde el momento en que las dos partes de esas dos máquinas se ensamblaron, las demás partes se adaptaron y ensamblaron, asimismo, con una exactitud prodigiosa.
El cristianismo es a menudo ilógico; mas el mundo es ilógico. Si una llave se adapta a una cerradura, nosotros sabemos que es su llave. El cristianismo, después de la antigua sabiduría, representó una nueva actitud del sabio mucho más compleja, mucho menos racional que la sabiduría griega y, por lo tanto, mucho más verdadera. El paganismo había sido como una bella columna de mármol que se mantenía enhiesta por sus simétricas proporciones. El cristianismo es como una roca enorme, deforme e irregular que, aunque oscila desde el momento en que se la toca, continúa, sin caerse, girando siglos y siglos porque sus enormes rugosidades se equilibran unas con otras.
Bien, dirá el agnóstico, usted habrá encontrado un acuerdo perfecto entre la tradición y la teología cristiana; perfectamente. Usted habrá encontrado una filosofía práctica en la doctrina del pecado original; perfectamente. Mas, admitiendo que esas doctrinas contengan algunas verdades, ¿por qué no quedarse con las verdades, aceptar lo bueno del cristianismo, lo que puede definirse como valores morales, y desechar los dogmas, cuya naturaleza es incomprensible?
¿Y por qué, responde Chesterton, no aceptar todo el cristianismo? ¿Cuáles son las razones para no creer? Unos rehúsan creer porque piensan (es la teoría de la evolución) que los hombres son tan sólo una especie del reino animal. Otros rehúsan creer porque, dicen, la religión primitiva fue engendrada por la ignorancia y el miedo; otros, porque «los curas han anegado el mundo de amarguras y tinieblas». La respuesta a estos argumentos, dice Chesterton, es que todos ellos son falsos. Si observamos a los hombres y los animales, notaremos que lo más sorprendente no es que el hombre se asemeje a las bestias, como dicen los evolucionistas, sino al contrario, que se difiere de ellas. Cuando comencé a estudiar las ideas modernas sobre la prehistoria, descubrí que la ciencia no sabe nada del hombre prehistórico, por la sencilla razón de que es prehistórico. En El hombre eterno, Chesterton intentará demostrarnos — como Kipling — que el hombre ha sido siempre el hombre.
El agnóstico duda porque la Edad Media fue bárbara; pero la Edad Media no fue bárbara (y míster Chesterton ha escrito una historia completa de Inglaterra para convencernos); porque el darwinismo está probado, pero el darwinismo no está probado; porque los milagros no acaecen, pero los milagros acaecen; porque los monjes eran perezosos, no obstante, ellos eran trabajadores; porque las religiosas son desdichadas, pero ellas son felices; porque la ciencia moderna se distancia de lo sobrenatural, mas la ciencia moderna se dirige hacia lo sobrenatural con la rapidez de un expreso.
Resta el hecho objetivo de lo sobrenatural, la creencia en los milagros, la creencia en la creación del mundo por Dios. En esto, dice Chesterton, yo creo como creo en el descubrimiento de América. Estos hechos han sido afirmados por un gran número de hombres, y los que creen en los milagros me parecen más razonables que los que no creen en ellos. Los que creen en los milagros los aceptan porque tienen de ellos testimonios; los que no creen en ellos los niegan porque tienen una doctrina contra los milagros. Cuando les digo a los eruditos: «Los documentos medievales atestiguan algunos milagros», se me contesta: «La gente de la Edad Media era supersticiosa.» Y si pretendo saber por qué era supersticiosa, la única respuesta que se me da es: «Porque creía en los milagros.» Del mismo modo podría decirse que Islandia no existe porque tan sólo unos marineros estúpidos la han visto, y que los marinos son estúpidos porque afirman haber visto a Islandia.
Además, lo que yo no comprendo hoy ya lo comprenderé mañana. Lo importante para mí es saber que la Iglesia es una fuente viva de verdad. Cuando vuestro padre os dijo paseando por el jardín que las abejas picaban y que las flores perfumaban, vosotros sólo intentasteis conservar lo mejor de su filosofía; y cuando las abejas os picaron no pensasteis que eso fuera una divertida coincidencia; cuando la rosa os prodigó su aroma, vosotros no dijisteis: «Mi padre es un símbolo grosero y bárbaro que encierra esta verdad profunda y delicada de que las flores exhalan un agradable aroma.» No, vosotros creisteis a vuestro padre, porque estabais persuadidos que él era una fuente viva de verdad, de que sabía más que vosotros, y que os diría la verdad hoy lo mismo que ayer y que mañana. Del mismo modo la Iglesia tiene, como mi padre en el jardín, siempre razón; ella me explica todas las cosas, ella es una fuente viva e inagotable de verdad.
Tal es, poco más o menos, la fe de Chesterton, como ha sido expuesta en Ortodoxia, libro único por la fuerza del pensamiento y la brillantez del estilo. No soy yo el indicado para juzgar la teología; a aquellos que esta discusión interese, les recomiendo el libro del padre de Tonquedec. Este alaba en Chesterton el que haga que la razón discursiva se humille ante el buen sentido, pero le reprocha el ir, en su crítica del determinismo hasta el exceso contrario, hasta la arbitrariedad. Entre lo fatal y lo arbitrario está, dice el padre de Tonquedec, lo natural. Dios puede crear lo que desee; pero el ser creado tiene su naturaleza y sus leyes. El manzano no está dispuesto naturalmente a dar tulipanes. En este punto, el teólogo rehabilita la ciencia.
V
El mayor pecado de los dos últimos siglos ha sido el orgullo. La inteligencia humana, embriagada por sus éxitos, ha llegado a desdeñar las limitaciones del mundo real, sus leyes, y también a despreciar las tradiciones de la especie. Ha concluido por encerrarse igual que las larvas antes de la metamorfosis, en un determinismo que ella misma había segregado, en una prisión que ella misma había tejido, y por dejarse gobernar por los monstruos que ella misma había creado. Chesterton se ha esforzado, con un vigor y un estilo admirables, por reconciliar la inteligencia y la tradición. El representa un indispensable contrapeso frente a Shaw y a Wells, y, diría él mismo sonriéndose, este contrapeso es macizo; por consiguiente, eficaz.
Puede reprochársele el ser a veces la víctima de su propio virtuosismo; así como el físico desarrolla las fórmulas simétricas y encuentra en ellas las leyes que rigen el mundo porque Dios es un geómetra, Chesterton, yuxtaponiendo paradojas, constituye una imagen de la realidad porque la realidad es, precisamente, una suma de paradojas. También a veces este continuo balanceo llega a agotar al lector, que siente un malestar espiritual; ve tan claramente que Chesterton es brillante, que concluye por no ver que es profundo. En sus frases danzarinas no podemos reconocer siempre esa vida vulgar que Chesterton quisiera que amásemos, y que, leyendo a Dickens o a Tolstoi topamos desde la primera página. En sus novelas, Chesterton alcanza el más vivo reflejo intelectual; pero en ellas falta la vida, y esto es grave en un escritor que desea llevamos de la inteligencia a la vida. En la misma Ortodoxia, tan sólo cuando el centelleo de la forma se apaga podemos descubrir el bello edificio de sus doctrinas.
Es menester, al llegar a este punto, decir de Chesterton lo mismo que se ha dicho de Dickens: Muchos críticos hubieran deseado que Dickens fuese distinto de como era; también muchos visitantes del parque zoológico, al mirar al hipopótamo, al elefante, apetecerían que estos gigantescos animales fuesen más pequeños; pero el hipopótamo y el elefante son hechos como están ahí; Dickens y Chesterton son igualmente hechos. Chesterton, sin sus paradojas, sin sus bromas, sin la montaña rusa de sus frases, sería tal vez un filósofo más claro, pero indudablemente no sería Chesterton. Muchos han creído que él no era serio porque era alegre; en realidad, él es alegre porque es serio. Seguro de su verdad, podía bromear sobre ella. Los tiranos y pensadores tristes son, por lo regular, aquellos que tienen miedo. La certidumbre engendra la serenidad.
En una época de malsano racionalismo, Chesterton ha recordado a los hombres que la razón es un maravilloso instrumento; pero un instrumento exige una materia en que emplearse, y si la razón no tiene al mundo por objeto, no produciría nada. La fábula de la cual se sirve para explicar la concepción del universo de Browning puede servirnos también para comprender la suya.
<<La concepción del universo de Browning no puede explicarse mejor que por la vieja fábula de los cinco ciegos que se encontraron un día en presencia de un elefante. Uno de ellos cogió la trompa y aseguró que el elefante era una especie de serpiente; otro abrazó una pata, y afirmó que el elefante era una especie de árbol; un tercero se apoyó contra el elefante y dijo que estaba dispuesto a morir si no se le creía que éste era un muro; el que cogió el rabo aseguró que era una cuerda, y el que tocó sus colmillos, que era una lanza peligrosa. Tal es toda la filosofía de Browning. Difiere de los psicólogos decadentes e impresionistas en este punto importante; él piensa que, aunque los ciegos hayan encontrado pocas cosas verdaderas en el elefante, el elefante no deja de ser un elefante, un todo sólido y vivo.»
Para Chesterton, como para Browning, a pesar de todas las teorías edificadas por la inteligencia, y que son tan diferentes entre sí como el relato que los ciegos daban del elefante, el universo sigue siendo el universo, sólido y maravilloso. En este universo, Chesterton nos ayuda a echar profundas raíces y a no permitir a los cuatro vientos del espíritu que nos arranque del suelo, con sus vuelos breves y espléndidos, al cual le siguen inminentes caídas.
NOTAS:
[i] N. del A. – He intentado en los dos capítulos siguientes exponer las ideas de Chesterton, sirviéndome, en la medalla de lo posible, de sus mismas frases. Naturalmente, me he visto obligado a condenar, a abreviar y suprimir.
[ii] Paul Claudel acostumbraba a citar una frase de Chesterton: <<La naturaleza no es una madre, sino una hermana.>>
Fuente: Maurois, André: Mágicos y lógicos,
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