Ludwig von Mises – El tratado de Versalles (Gobierno Omnipotente)
Los cuatro tratados de paz de Versalles, Saint Germain, Trianon y Sévres forman el arreglo diplomático más torpe que jamás se haya concertado y serán recordados siempre como relevantes ejemplos de fracaso político. Se proponían establecer una paz duradera, pero el resultado fue una serie de guerras menores y por último una nueva guerra mundial más terrible que la anterior. Se proponían salvaguardar la independencia de los pequeños países, y el resultado fue la desaparición de Austria, Abisinia, Albania y Checoslovaquia. Iban a asegurar al mundo la democracia, y los resultados fueron Stalin, Hitler, Mussolini, Franco y Horthy.
Sin embargo, uno de los reproches que generalmente se le hacen al tratado de Versalles carece totalmente de fundamento. La propaganda alemana consiguió convencer a la opinión pública de los países anglosajones de que los términos del tratado eran muy injustos para Alemania, de que las privaciones que impuso a los alemanes los llevaron a la desesperación y de que el nazismo y la guerra actual son fruto del mal trato impuesto a Alemania. Todo eso es completamente falso. El orden político establecido en Europa por los cuatro tratados era muy insatisfactorio. Los problemas de la Europa oriental fueron zanjados con tal descuido de las verdaderas condiciones, que el resultado fue el caos. Pero el tratado de Versalles no fue injusto para Alemania ni sumió al pueblo alemán en la miseria. Si sus disposiciones se hubieran llevado a la práctica, Alemania no habría podido rearmarse y volver a atacar. El mal no estuvo en que el tratado fuera malo para Alemania, sino en que las potencias victoriosas le permitieron burlar sus cláusulas más importantes.
El tratado obligaba a Alemania a ceder los territorios no alemanes conquistados por Prusia y cuya mayoría de población no alemana se oponía resueltamente a la dominación alemana. El único título que Alemania tenía respecto a aquellos países era la conquista. Que al Reich se le obligara a devolver territorios de los que se habían apoderado los Hohenzollern no fue, como solían decir los propagandistas alemanes, el robo más escandaloso que jamás se haya cometido. El tema favorito de la propaganda alemana era el corredor polaco. ¿Qué habrían dicho los ingleses o los franceses, gritaban los oradores nazis, si se les hubiera cortado un trozo de su país y dividido en dos partes separadas para ceder paso a otro país? Los gritos impresionaron a la opinión pública de todo el mundo. Los propios polacos arrojaron poca luz sobre el asunto. En aquellos años estaban gobernados por una incompetente y corrompida oligarquía, y a la camarilla dirigente le faltaba vigor intelectual para combatir la propaganda alemana.
La verdad es la siguiente. En la Edad Media los Caballeros Teutónicos conquistaron el país que hoy es conocido como provincia prusiana de la Prusia oriental. Pero no consiguieron conquistar el territorio que en 1914 era la provincia prusiana de la Prusia occidental. La Prusia oriental no estaba, pues, unida al Imperio alemán. Entre los límites occidentales de la Prusia oriental y los orientales del Sacro Imperio había un trozo de tierra gobernado por los reyes de Polonia, de la que formaba parte, y que estaba habitado por polacos. Este trozo de tierra, es decir, la Prusia occidental, fue anexionado por Prusia en el primer reparto de Polonia, e importa fijarse en que esta anexión, lo mismo que la de la provincia prusiana de Posen, la hizo Prusia, y no el Imperio alemán. Estas provincias no pertenecían ni al Sacro Imperio, que se disolvió en 1806, ni a la Confederación Germánica, que fue de 1815 a 1866 la organización política de la nación alemana. El hecho de que el rey de Prusia, en su calidad de electormarqués de Brandeburgo y de duque de Pomerania, fuera miembro del Sacro Imperio y de la Confederación Germánica no tenía para aquellas provincias orientales más significado que el que en otro tiempo tuvo para Inglaterra el hecho de que el rey, en su calidad de elector (y después de rey) de Hannover fuera príncipe del Sacro Imperio y posteriormente miembro de la Confederación Germánica. Hasta 1866 la relación de estas provincias con Alemania era como la de Virginia o Massachusetts con Alemania entre 1714 y 1776 ó como la de Escocia entre 1714 y 1837. Eran países extranjeros gobernados por un príncipe que al mismo tiempo gobernaba un país alemán.
Fue en 1866 cuando el rey de Prusia, por su propia decisión soberana, incorporó estas provincias al Norddeutscher Bund, y en 1871 cuando las incorporó al Deutsches Reich. A los habitantes de estos países no se les pidió su conformidad. En realidad no estaban conformes. Al Reichstag alemán enviaron diputados polacos, y siempre expresaron su deseo de conservar su idioma polaco y sus tradiciones polacas, y durante cincuenta años se resistieron a todos los esfuerzos que el gobierno prusiano hizo para germanizarlos.
Cuando el tratado de Versalles restableció la independencia de Polonia y le devolvió las provincias de Posen y de Prusia occidental, no le concedió un corredor. Lo que hizo fue simplemente anular los efectos de conquistas prusianas (no alemanas) anteriores. Ni quienes elaboraron la paz ni los polacos tenían la culpa de que los Caballeros Teutónicos hubieran conquistado un territorio que no estaba unido al Reich.
El tratado de Versalles devolvió Alsacia-Lorena a Francia y el Schleswig septentrional a Dinamarca. Tampoco en estos casos robó nada a Alemania. Los habitantes de estas regiones se oponían violentamente a la dominación alemana y querían librarse de su yugo. Alemania no tenía más que un título para oprimir a estos pueblos: la conquista. El lógico resultado de la derrota fue tener que ceder el botín de conquistas anteriores.
La segunda disposición del tratado que se solía criticar severamente se refería a las reparaciones. Los alemanes habían devastado gran parte de Bélgica y del norte de Francia. ¿Quién había de pagar la reconstrucción de aquellas zonas? ¿Francia y Bélgica, que eran las agredidas, o Alemania, que era la agresora? ¿Los victoriosos o los derrotados? El tratado decidió que fuera Alemania.
No necesitamos analizar detalladamente el problema de las reparaciones. Nos basta con determinar si impusieron a Alemania la miseria y el hambre. Veamos la renta de Alemania y los pagos por reparaciones entre 1925 y 1930.
Año per cápita en marcos | Renta de reparaciones per cápita en marcos | Pago a título de reparaciones en porcentaje sobre la renta | Pagos a título |
1925 | 961 | 16,25 | 1,69 |
1926 | 997 | 18,30 | 1,84 |
1927 | 1118 | 24,37 | 2,18 |
1928 | 1185 | 30,75 | 2,60 |
1929 | 1187 | 38,47 | 3,24 |
1930 | 1092 | 26,10 | 2,39 |
* Renta per cápita: Statistiches Jahrbuch für das Deutsche Reich. Reparaciones per cápita: cifras obtenidas dividiendo por 65 000 000 los pagos por reparaciones. Como la población de Alemania fue aumentando levemente durante ese periodo, la verdadera proporción debería ser un poco menor que la indicada.
Afirmar que esos pagos la empobrecieron y la condenaron al hambre es desfigurar grotescamente los hechos. Ni siquiera en el caso de que los alemanes hubieran hecho esos pagos de su bolsillo, y no, como los hicieron, con dinero prestado por el extranjero, habrían afectado al nivel de vida de su país.
Disponemos de cifras del aumento del capital alemán entre 1925 y 1929. Los aumentos, en millones de marcos, fueron [117]:
1925 | 5.700,00 |
1926 | 10.123,00 |
1927 | 7.125,00 |
1928 | 7.469,00 |
1929 | 6.815,00 |
Desde septiembre de 1924 hasta julio de 1931 Alemania pagó en concepto de reparaciones, bajo los planes Dawes y Young, 10 821 millones de marcos. No volvió a pagar nada más. Contra esa salida, sus deudas públicas y privadas en el extranjero, originadas en el mismo periodo, importaban aproximadamente 20 500 millones de marcos, a los que se pueden añadir unos 5000 millones de marcos de inversiones extranjeras en Alemania. Es evidente que Alemania no sufría de falta de capital. Si necesitáramos más pruebas, las tendríamos en el hecho de que en el mismo periodo invirtió en el extranjero unos 10 000 millones de marcos [118].
No fueron las reparaciones la causa de la mala situación económica de Alemania. Pero si los aliados hubieran insistido en cobrar, habrían dificultado seriamente su rearme.
La campaña contra las reparaciones acabó en un completo chasco para los aliados y en un completo triunfo de Alemania para no pagar. Lo que pagaron lo pagaron contrayendo deudas exteriores que luego repudiaron, con lo que toda la carga recayó sobre los extranjeros.
Respecto a las posibles reparaciones futuras, importa mucho conocer las causas fundamentales del fracaso anterior. Los aliados se vieron desde el principio de las negociaciones con el lastre de su adhesión a las falsas doctrinas monetarias de los economistas partidarios del estatismo de nuestro tiempo. Estaban convencidos de que las reparaciones representaban un peligro para el mantenimiento de la estabilidad monetaria en Alemania y de que Alemania no podría pagar mientras no tuviera una favorable balanza comercial. Les preocupaba un falso problema de «transferencias». Estaban dispuestos a aceptar la tesis alemana de que los pagos «políticos» producen efectos radicalmente distintos de los pagos originados por transacciones comerciales. Y esa maraña de falacias mercantilistas los llevó a no fijar en el Tratado de Paz el importe de la deuda, reservando la decisión a negociaciones posteriores, y además los indujo a estipular pagos en especie, a insertar la cláusula de «protección de transferencias» y por último a acceder, en julio de 1931, a la moratoria Hoover y a cancelar todos los pagos en concepto de reparaciones.
La verdad es que el mantenimiento de la estabilidad monetaria y de un sólido sistema monetario no tiene nada que ver con la balanza de pagos ni con la comercial. No hay más que una cosa que ponga en peligro la estabilidad monetaria: la inflación. El país que no emite cantidades adicionales de papel moneda ni expande el crédito no tendrá problemas monetarios. El pago de reparaciones no exige el requisito previo de contar con un exceso de la exportación sobre la importación. La relación causal es más bien la inversa. El hecho de que una nación efectúe esos pagos genera la tendencia a crear un tal exceso de exportaciones. El problema de las «transferencias» no existe. Si el gobierno alemán recauda por medio de impuestos la cantidad necesaria para los pagos (en marcos), cada contribuyente deberá reducir correlativamente su consumo de productos alemanes o importados. En el segundo caso, se dispone de las divisas extranjeras que de otra manera se hubieran utilizado en la compra de artículos importados. En el primero, bajan los precios de los artículos nacionales, lo que producirá una tendencia a aumentar la exportación y por lo tanto la cantidad de divisas extranjeras. De esta manera, la recaudación interior de los marcos necesarios para el pago proporciona automáticamente la cantidad de divisas extranjeras necesarias para la transferencia. Nada de esto depende en absoluto de que los pagos sean «políticos» o comerciales.
Cierto que el pago de las reparaciones habría perjudicado al contribuyente alemán. Le habría obligado a reducir el consumo. Cualesquiera que fueran las circunstancias, alguien tenía que pagar los daños. Lo que no pagaran los agresores tenían que pagarlo las víctimas de la agresión. Pero nadie compadecía a las víctimas mientras cientos de escritores y políticos derramaban en todo el mundo lágrimas —de cocodrilo y también lágrimas verdaderas— por los alemanes.
Quizá hubiera sido más sensato políticamente elegir otro método de fijar la cantidad que debía pagar Alemania. Se pudo haber establecido una relación fija, por ejemplo, entre la cantidad pagadera anualmente y la que Alemania destinara en el futuro al rearme. Por cada marco gastado en el ejército y en la marina se le pudo haber fijado un múltiplo en concepto de cuota de reparaciones. Pero ningún plan podía resultar eficaz mientras los aliados estuvieran bajo el hechizo de las falacias mercantilistas. La afluencia de los pagos alemanes hizo fatalmente que los países perceptores tuvieran una balanza comercial «desfavorable». Sus importaciones superaban a sus exportaciones porque cobraban las reparaciones, cosa que, desde el punto de vista de las falacias mercantilistas, produjo un efecto alarmante. Los aliados manifestaron inmediatamente deseos de que Alemania les pagara y al mismo tiempo no les pagara. No sabían realmente lo que querían. Pero los alemanes sabían en cambio muy bien lo que ellos querían. No querían pagar.
Alemania se quejó de que las barreras comerciales de los demás países le hacían más onerosos los pagos. La queja tenía sus buenas razones. Los alemanes habrían tenido razón si hubieran intentado obtener con un aumento de las exportaciones los medios necesarios para pagar. Pero lo que pagaban en dinero lo obtenían mediante préstamos del extranjero.
Los aliados estaban tan equivocados que la culpa del fracaso de las cláusulas de reparaciones del tratado se la echaban a los alemanes. Debieron habérsela echado a sus propios prejuicios mercantilistas. Las cláusulas no habrían fracasado si entre los aliados hubiera habido un número suficiente de intelectuales influyentes que hubiesen sabido refutar las objeciones suscitadas por los nacionalistas alemanes.
Los observadores extranjeros se equivocaron de arriba abajo al interpretar el papel que el tratado de Versalles desempeñó en la agitación nazi. El núcleo de su propaganda no fue la injusticia del tratado, sino la leyenda de «la puñalada por la espalda». Somos, solían decir, el pueblo más poderoso de Europa y hasta del mundo. La guerra ha demostrado de nuevo nuestra invencibilidad. Si quisiéramos, podríamos derrotar a todos los demás países, pero los judíos nos han dado una puñalada por la espalda. Los nazis no mencionaban el tratado más que para demostrar toda la villanía de los judíos.
«A nuestro país, que era el victorioso —solían decir—, le ha obligado a rendirse el crimen de noviembre. Nuestro gobierno paga reparaciones aunque no haya nadie lo bastante fuerte para obligamos a pagarlas. Nuestros dirigentes judíos y marxistas aceptan las cláusulas de desarme porque quieren que paguemos ese dinero al judaísmo mundial». Hitler no combatió el tratado. Combatió a los alemanes que votaron en el parlamento su aprobación y que se oponían a violarlo unilateralmente. Porque los nacionalistas opinaban que lo de que Alemania era lo bastante fuerte para anular el tratado había quedado probado con la leyenda de «la puñalada por la espalda».
Muchos críticos del tratado de Versalles, tanto aliados como neutrales, solían decir que había sido una equivocación permitir que Alemania tuviera motivos de agravio, en lo que se equivocaban. Aunque el tratado no hubiera tocado al territorio europeo de Alemania, aunque no le hubiera obligado a entregar las colonias, aunque no hubiera impuesto el pago de reparaciones y la limitación de su armamento, no se hubiese podido evitar una nueva guerra. Los nacionalistas alemanes estaban resueltos a conquistar más «espacio vital». Querían conseguir la autarquía. Estaban convencidos de que las perspectivas de victoria militar eran excelentes. Su agresivo nacionalismo no fue consecuencia del tratado de Versalles. Los agravios de los nazis tenían que ver poco con él. Tenían que ver con el «espacio vital».
Se ha comparado frecuentemente el tratado de Versalles con los de los años 1814 y 1815. El sistema de Viena logró que en Europa hubiera paz durante muchos años. Al parecer, el generoso trato dispensado a los franceses derrotados impidió que Francia planeara guerras de revancha. Y se afirma que si los aliados hubieran tratado a los alemanes de una manera parecida, los resultados habrían sido mejores.
Francia era hace siglo y medio la primera potencia de la Europa continental. Su población, su riqueza, su civilización, su eficiencia militar eclipsaban a los demás países. Si los franceses de aquel tiempo hubieran sido nacionalistas en el sentido moderno, habrían tenido la posibilidad de dominar el continente durante algún tiempo. Pero el nacionalismo les era ajeno a los franceses del periodo revolucionario. Eran, ciertamente, chovinistas. Se enorgullecían de su libertad recién adquirida. Creían que tenían el deber de ayudar a otros países en su lucha contra la tiranía. Eran chovinistas, patriotas y revolucionarios. Pero no eran nacionalistas. No tenían deseos de conquista. No empezaron ellos la guerra, sino que les atacaron unos reyes extranjeros, derrotaron a los invasores y fue entonces cuando unos generales ambiciosos, el primero de los cuales era Napoleón, los empujaron a la expansión territorial. Al principio les pareció bien, pero poco a poco fueron resistiéndose y comprendieron que se estaban desangrando por la familia Bonaparte. Después de Waterloo se sintieron aliviados. Ya no tendrían que preocuparse de lo que sería de sus hijos. Pocos franceses se quejaron de la pérdida de Renania, de los Países Bajos o de Italia. Ningún francés lloró porque José dejara de ser rey de España o Jerónimo rey de Westfalia. Austerlitz y Jena se convirtieron en recuerdos históricos. El ciudadano francés se sentía halagado por la poesía que ensalzaba al Emperador y sus batallas, pero no tenía ninguna gana de subyugar a Europa.
Posteriormente, los acontecimientos de junio de 1848 atrajeron la atención hacia el sobrino del Emperador. Muchos esperaban que resolviera los nuevos problemas internos como había resuelto su tío los de la primera revolución. No hay duda de que el tercer Napoleón debió su popularidad únicamente a la gloria de su tío. Nadie le conocía en Francia ni él conocía a nadie. Había visto el país a través de los barrotes de la cárcel y hablaba francés con acento alemán. No era más que el sobrino, el heredero de un gran nombre; nada más. Los franceses no le elogiaron, indudablemente, porque querían volver a guerrear. Los atrajo convenciéndoles de que con él tendrían paz. El lema de su propaganda era: el imperio significa paz. Sebastopol y Solferino no le ganaron popularidad, sino que más bien le perjudicaron. Víctor Hugo, paladín literario de la gloria del primer Napoleón, vilipendió implacablemente a su sucesor.
La obra del Congreso de Viena pudo durar porque Europa amaba la paz y entendía que la guerra era un mal. La obra de Versalles estaba condenada a fracasar en esta época de nacionalismo agresivo.
Lo que intentó conseguir realmente el tratado de Versalles estaba contenido en sus cláusulas militares. La restricción de la fuerza militar alemana y la desmilitarización de la zona del Rin no perjudicaron a Alemania, porque ninguna nación se atrevía a atacarla. Pero habrían podido capacitar a Francia e Inglaterra para impedir una nueva agresión alemana si hubieran estado seriamente dispuestas a impedirla. No tiene el tratado la culpa de que las naciones victoriosas no intentaran llevar a la práctica sus disposiciones.
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