Enrique De Gandía – La revisión de la historia argentina (fragmentos)
“No son estas páginas de introducción un estudio de las ideas de Justo. En el capítulo que comentamos declara, como era de costumbre en aquellos años, y aún lo es entre mucha gente, su admiración por la Revolución Francesa. La revisión de la revolución de 1789 comenzó hace aproximadamente un siglo. Hoy la crítica ha destruido las leyendas gloriosas que se atribuyeron a aquel desastre que se llamó revolución de la libertad y fue, simplemente, el asesinato de todas las libertades; pero la moda de atribuir al 1789 y a los años sucesivos, hasta el Terror inclusive, todo cuanto de bueno se ha hecho en el mundo era y es demasiado fuerte para romper con su sugestión. Justo creía en la lucha de clases y pensaba que su punto culminante fue la revolución de 1789. Un error más. No se trató de lucha de clases, sino de lucha de ideas políticas, bien conocidas y definidas. Tan cierto es esto que, como es archisabido, en muchas partes de Francia las clases pobres se opusieron a la Revolución mientras que en otras partes se declararon a favor. Y lo mismo ocurrió con las clases ricas: en unas partes la combatieron y en otras la sostuvieron. Las verdaderas luchas de clases empezaron en Europa medio siglo después.
El gran mérito de Justo fue el de darse cuenta que teníamos una historia hecha a gusto de ciertos paladares y su método no era correcto ni convenía para la exacta interpretación de nuestro pasado.”
(De Gandía, Enrique: La revisión de la historia argentina, Ediciones Zamora, Bs. As., 1952, p.12)
“La historia, como muy bien ha dicho Huizinga, “es la interpretación del sentido que el pasado tiene para nosotros”. La historia de todos los libros de historia es una idea que los historiadores se forjan con hechos, más o menos bien conocidos, que sobreviven de un pasado sumergido en su mayor parte. No hay pruebas, nunca, concluyentes, de que esa idea sea la verdad del pasado que se evoca o se cree conocer. Por ello los historiadores se han conformado, durante tantos siglos, y aun se conforman, con los aspectos exteriores, con describir un personaje en su figura, las costumbres callejeras o jurídicas de un pueblo, una batalla, su arte, sus viajes, etcétera: todo lo que sea actividad material o establecida en leyes, y no han penetrado, ni penetran, cómodamente, y, menos, con seguridad, en los conceptos, porque los conceptos, si se analizan en hondura y, lo que es difícil, con espíritu sincero, dejan ver misterios insondables y obscuridades impresionantes.”
(De Gandía, Enrique: La revisión de la historia argentina, Ediciones Zamora, Bs. As., 1952, p.18)
Capítulo II
NUESTRO NACIONALISMO
Antes de entrar en el estudio de nuestro nacionalismo y de nuestros ideales, debemos tener en cuenta que nadie puede inventar un género de nacionalismo. El nacionalismo, en primer término, no debe ser confundido con patrioterismo ni aún con patriotismo. Nacionalismo es deber, obligación de seguir el destino que nos impone nuestro pasado, nuestra historia, el ideal que hizo lo que somos. Patrioterismo es borrachera, inconsciencia, estupidez de patriotismo, y patriotismo es, simplemente, amor a la patria, a la tierra de los padres —de acuerdo con la etimología de la palabra—, a la tierra donde también hemos nacido: como tierra, como lugar de recuerdos, como rincón de nuestro hogar, como amor de sus ciudades y de sus campos, de sus hombres y de sus animales; no como fuerza histórica, como mandato del destino histórico. Esto último es nacionalismo. El nacionalismo, por tanto, es lo que impone la historia; no lo que imponen la naturaleza, las características y las necesidades de cada nación. Esto último es política, es conveniencia internacional o económica, etcétera. Los estadistas, no obstante, confunden a menudo los términos, un poco porque les conviene y otro poco porque no saben lo que dicen. Los nacionalismos que no coinciden con los mandatos de la historia de cada nación, traídos de afuera, son traiciones a la patria. No puede haber dudas sobre el verdadero nacionalismo que corresponde a cada nación si se conoce a fondo su historia. Los problemas del nacionalismo son, en síntesis, problemas de ignorancia. Para ser un buen nacionalista es preciso, en consecuencia, ser un buen historiador. No es, por tanto, nacionalismo, como suponen algunos brutos, aislamiento. Este nacionalismo podría ser reivindicado por los chinos, el día que crean que su muralla puede volver a serles útil; pero no por naciones que han nacido y crecido gracias a los contactos con otras naciones. Tampoco debe suponerse que nacionalismo es totalitarismo. Se puede ser totalitarios y no nacionalistas, y viceversa. Nacionalismo ya hemos dicho que es obediencia a los mandatos de nuestra historia. Totalitarismo es una forma política que puede ser impuesta por razones mundiales o conveniencias momentáneas. No obstante, si el totalitarismo cambiase la vida que creó la tradición histórica y en vez de ser pasajero pretendiese ser eterno, entonces se convertiría en una traición al nacionalismo. Por ello mientras existan patrias deben existir nacionalismos y cada patria debe tener su nacionalismo y no otros nacionalismos. Los políticos que creen posible adoptar, de pronto, como propio, un nacionalismo extranjero o inventado, que no tiene raíces en la historia ni justificativos nacionales, son, también, puros traidores a sus patrias.
Nuestro nacimiento como nación independiente es presentado, por muchos historiadores, como el resultado de una larga cadena de hechos que empieza en la remota colonia y termina el 9 de Julio de 1816. Estos hechos, indiscutiblemente, han existido y los historiadores los colocan bien en fila en sus manuales y en sus obras de especialización; pero estos hechos no son, en realidad, una cadena de causas y efectos ineludibles, una continuidad histórico-política sin interrupciones, como el crecimiento de una semilla en un árbol frondoso. A los historiadores y a los niños les es agradable estudiar la historia de esta manera. Nosotros somos lo que somos porque mil causas, imprevistas e impensadas, nos hicieron de este modo y no de otro modo. No tuvimos, como no tuvo ningún pueblo de la tierra, una voluntad o una orden superior de desenvolvernos como nos desenvolvimos. Todo cuanto ocurrió pudo no ocurrir. En otras palabras: cada hecho de nuestra historia no es el generador ineludible del hecho que le sigue. En todos los casos se trata de apariencias. La expulsión de los jesuitas, en plena colonia, por causas europeas, no es un antecedente de la independencia, originada por razones infinitamente diversas. Las luchas por la Colonia del Sacramento no determinaron, en ningún instante, las invasiones inglesas. Las invasiones inglesas, a su vez, nada tienen que ver con el sistema de las Juntas, creado en España a raíz de la revolución contra Napoleón. Ni las Juntas, instaladas para defender el pueblo contra cualquier ataque francés, nacieron con el fin de llevar a la independencia nacional a las ciudades, virreinatos, etcétera, donde se asentaron. Quienes buscan los antecedentes de la independencia en todos los pormenores y grandes hechos de la historia colonial argentina parten de principios filosóficos falsos y pierden lamentablemente el tiempo. Nosotros mismos, cuando creímos en la palabra de muchos de nuestros sabios colegas, hablábamos de una mayoría de edad en la cual el pueblo, como un pájaro, se sintió con fuerzas para independizarse. España era la madre, la gallina o un ave cualquiera, y las colonias eran los polluelos. Así enseñaban y siguen enseñando historia, cándidamente, tantos buenos maestros sin imaginarse la concepción falsa que crean en tantas mentes. Del mismo modo nada tienen que hacer con el hecho máximo de nuestra independencia, los accidentes geográficos, las mezclas de razas y las mismas cuestiones comerciales. Creer en estas cosas, repetimos, es ignorar la esencia de nuestra historia y de la Historia en general; pero esta historia falsa, de cerebros estrechos e incultos, es y seguirá siendo la base de nuestra educación. Quienes estamos un poco por encima de tanta mediocridad, contemplamos con dolor estos hechos de nuestra cultura fosilizada y tratamos, con empeño, contra ataques de todo orden, de imponer la verdad. Sabemos que nuestra historia la hizo, como a todas las historias, una infinidad de causas imprevistas que sólo se ligan en el papel. Debemos confesar que no tuvimos, de un modo amplio, en ningún instante de la colonia, el deseo de llegar a constituir una nueva nación. Alcanzamos la independencia después de mil acontecimientos, pero no por causa de ellos, sino, simplemente, porque estuvieron antes que el 9 de Julio de 1816. Meses antes, unas palabras diferentes del viejo rey Carlos IV o un cambio en la mentalidad absolutista de Fernando VII habrían retardado la independencia o nos habrían convertido en una región autónoma del gran imperio español. No olvidemos que fuimos un pueblo fiel, que cumplió su palabra, no un pueblo de traidores, como pretenden presentamos tantos historiadores que hoy, con nuevas luces, resultan anti-argentinos. La historia tradicional enseña que al constituirse la última Junta del 25 de Mayo de 1810, juramos fidelidad a Femando VII; pero que esos juramentos eran todos mentidos y que nuestros próceres obraban como cínicos, embusteros y traidores. Además, habrían sido adivinos, pues sólo ellos, en el mundo, habrían conocido con anticipación de años los acontecimientos que se produjeron más tarde y llevaron a la independencia de nuestra Patria. Contra esta interpretación que tanto daño hace a las conciencias honestas de los hombres de Mayo, fundada en el desconocimiento de sucesos capitales, en el verdadero significado de muchas palabras y en equivocaciones sorprendentes, se levanta la nueva historia que dice la verdad y acepta los juramentos de aquellos hombres, buenos católicos y buenos españoles, dispuestos a seguir formando parte del imperio español, pero con un nuevo régimen institucional, de origen peninsular y liberal. En 1815, los hombres que estaban al frente de nuestro gobierno, después de haber combatido, nuestro pueblo, cinco años por el sistema liberal, lo mismo que en España y otras partes de América, cumplieron su palabra, de devolver al rey de España sus tierras intactas, y enviaron a Europa, a cumplir el ofrecimiento y la vieja promesa de 1810, a Rivadavia, a Belgrano y a Sarratea. Estos hombres presentaron al rey sus colonias, libres de todo poder extranjero, independientes en el sentido civil de su autogobierno, pero siempre fieles a la monarquía, y le ofrecieron constituir con ellas un reino con un hijo de Carlos IV o seguir formando parte del gran imperio, pero con un sistema liberal. Carlos IV y Fernando VII, mal aconsejados, seguros que podrían imponer en España y en América sus ideas absolutistas, no quisieron la paz, sino el sometimiento por la fuerza, fueron intransigentes, incomprensivos, y los hombres de Tucumán, al enterarse de estos hechos, antes de vivir en la esclavitud moral, sin libertad civil prefirieron dejar de formar parte del imperio más poderoso del mundo y declararon su independencia nacional. Hemos nacido pues a nuestra vida independiente, no por odios de hijos a sus padres ni por bajos afanes económicos, sino por el más grande y bello ideal que el hombre puede tener sobre la tierra: por amor a la Libertad.
Este resultado, que hemos expuesto en contadas líneas, nos hace descartar, como infantil y venenoso, el prejuicio del criollismo. Nuestra condición de criollos en nada influyó en nuestras ideas políticas Criollo era Juan Manuel de Goyeneche, que aplastó y cubrió de sangre las juntas, hechas por criollos y españoles del alto Perú, en 1809. Criollo era el general Tristán, que combatió contra ese otro criollo que se llamaba Belgrano. Criollo fue el Yturbide que creo un imperio absolutista en México antes que vivir en un régimen liberal. Las ideas arraigan en los cerebros sin tener en cuenta el color de la piel de cada individuo. Si en algunos países hay partidos políticos que coinciden con colores de piel o nacionalidades, no se debe a las nacionalidades ni a los colores, sino a las ideas que crean prejuicios o conceptos de carácter racial o nacionalista. Los antecedentes de nuestra conciencia nacionalista pueden ser buscados en mil detalles y confundidos con el vulgar amor al terruño —que en Europa se dice al campanario— propio de todos los hombres y de todos los rincones; pero esa conciencia nacionalista, hecha a base de sensiblerías y descripciones geográficas, no es una verdadera conciencia nacionalista, puesto que el nacionalismo, como explicamos anteriormente, es un conjunto de ideas y quienes hablan, entre nosotros, de ideas nacionalistas son, precisamente, quienes están del lado de los antinacionalistas, son los intransigentes absolutistas, los herederos espirituales de los enemigos de los liberales que hicieron la Patria. Nuestro nacionalismo es el liberalismo español, de pura e indiscutible raigambre española. La tierra americana, como tierra, no como hombres, en nada contribuyó a la vigorización de este nacionalismo. Fueron las obras teológicas y políticas españolas, anteriores al clericalismo político del siglo XVIII, las que forjaron una conciencia democrática y liberal entre nosotros y prepararon los espíritus para ese sacrificio, tan grande e inaudito, de preferir vivir en libertad, en una nación relativamente pequeña, antes que sin libertad en el imperio más grande del mundo.
LA CONCIENCIA LIBERAL
Nuestra conciencia nacional es una conciencia liberal. Tiene las bases de la libertad interior expuesta por San Agustín y explicada y defendida por Santo Tomás. Desde el punto de vista internacional sigue, a veces sin saberlo, los principios de Francisco de Vitoria. Y en lo que respecta a la política interna se fundamenta en los derechos naturales del hombre, tan antiguos como la filosofía socrática y el cristianismo. No hemos recibido, pues, influencias extrañas a nuestra nacionalidad hispanoamericana. En nada influyó en nosotros la Revolución Francesa. Tuvo, en cambio, una influencia, como ejemplo y como enseñanza ideológica, la revolución de Estados Unidos. Historiadores de cultura mediocre, con una comprensión total de nuestros problemas históricos, dicen y repetirán que la Revolución Francesa influyó decisivamente en nuestra independencia. Empiezan por confundir las noticias que llegaban de todo el mundo a nuestras tierras con verdaderas influencias; ignoran que esas noticias causaron horror entre los buenos católicos y no se dan cuenta que la muerte de María Antonieta o la toma de la Bastilla nada tienen que ver con la invasión de España por Napoleón, la revolución que estalló contra él el 2 de mayo de 1808, el sistema vasco de las juntas que inmediatamente se adoptó, las luchas entre quienes querían gobernarse por medio de juntas o seguir los dictados del Consejo de Regencia, las rivalidades de napoleonistas y fernandistas y la obstinación de Carlos IV y Femando VII, en 1815 y 1816, en no dar la más mínima libertad a los americanos, que terminó por decidir la declaración de la independencia. Hoy en día basta oír hablar a un historiador de influencias de la Revolución Francesa en América para saber que se trata de un ignorante. Perder tiempo en refutarlo es descender demasiado. Asimismo es perder tiempo el discutir con quienes nos dicen que la colonia fue una larga noche, una edad media, etcétera. Así como estos sujetos no saben que la edad media europea no fue ninguna larga noche, sino una antorcha maravillosa en arte y en ideas de todo orden, también ignoran que la colonia americana vivió intensamente una riquísima cultura. Ha pasado el tiempo en que se despreciaba toda una inmensa bibliografía por el único hecho de ser española o haber salido de imprentas del Nuevo Mundo. Esa bibliografía, que para mucha gente aún sigue siendo un misterio, encierra en historia, en poesía, en literatura, en filosofía, en teología y en ciencias políticas verdaderos tesoros. Su conocimiento es realmente difícil, pero cuando un espíritu de nuestro tiempo se pone en contacto con ella descubre una sensibilidad, un gusto, una erudición y unos fundamentos ideológicos que le explican a la perfección nuestro pre-nacionalismo o, mejor dicho, las raíces de nuestro auténtico nacionalismo liberal. Un ejemplo lo tenemos en el caso del doctor Benito González de Rivadavia, padre del Presidente argentino Bernardino Rivadavia. Nosotros hemos descubierto que él fue el autor de dos memorias magistrales en que se expone, por primera vez en nuestro país, el principio hispánico de la substitución del gobernante indeseado. Los escritos fueron presentados al Cabildo cuando fue preciso quitar el mando al virrey Sobremonte y darlo a un conductor que, en aquel caso, resultó Liniers. González de Rivadavia interpretó maravillosamente el sentido democrático y liberal de la tradición jurídica e histórica española y logró con sus razones, unidas a la acción del vasco don Martín de Álzaga, que el pueblo, reunido en Cabildo abierto, substituyese a Sobremonte por Liniers. Fue una gran conquista liberal y democrática. Los historiadores no suficientemente instruidos en otros pormenores creerán que este hecho tiene una gran importancia en la declaración de nuestra independencia, etcétera, y lo unirán, en esas cadenas históricas a que estamos tan acostumbrados, a otros sucesos posteriores. Pues bien: el hecho sólo explica unas ideas reinantes y nada más. Con esas ideas no se produjo ningún acontecimiento posterior, pues fueron, todos, producidos por otras razones. Las ideas, solamente los hicieron posibles; pero, repetimos, no los originaron. En cuanto a don Benito González de Rivadavia sabemos a la perfección, por el testimonio del general don José de San Martín, que siempre fue contrario a la independencia y hasta enemigo de su hijo, don Bernardino, que, en cambio, la defendió grandemente.
Había en Buenos Aires y en otras ciudades de la actual Argentina hombres de grandes luces políticas. A fines de la llamada colonia existían entre nosotros verdaderos talentos jurídicos y políticos como don Pedro Medrano, que defendió a unos franceses e italianos acusa-dos de conspirar; el citado González de Rivadavia, autor de los escritos en que se fundamenta el principio de la substitución del gobernante indeseado; don Martín de Álzaga, que conocía a fondo las cuestiones políticas de Europa y América; su defensor, cuando fue acusado de querer la independencia política de esta parte de América, el teniente coronel de Urbanos, don José Domingo de Urien y Basavilbaso; Mariano Moreno, íntimo amigo de Álzaga y abogado del Cabildo mientras Álzaga era alcalde de primer voto; Manuel Belgrano, Cornelio Saavedra y otros muchos. Todos ellos —salvo Álzaga— no concibieron en ningún instante la constitución de un nuevo Estado. El presbítero Juan Manuel Fernández de Agüero, autor de un hermoso tratado de ciencia política, publicado por nosotros, tampoco imaginó una idea nacional de Estado. Sus ideas se movían en muchos círculos, excepto en el de una futura independencia. La idea de la nacionalidad era la idea española. No debemos hacernos ilusiones acerca del significado de la palabra argentinos que echa a circular, en 1617, don Martín Barco de Centenera en su poema La Argentina, impreso en Lisboa. Los argentinos, según Centenera, eran los extranjeros, principalmente españoles, que vivían en la tierra argentina, en el Río de la Plata. Los nativos de estas tierras eran los pampas, los chanás, los timbúes, los guaraníes, los guaycurúes, etcétera: no los argentinos. Cuando se empleaba la palabra nación no era para indicar una unidad política, sino un grupo de hombres pertenecientes a una misma raza o con unas mismas ideas o costumbres. El mismo significado siguió teniendo la palabra nación en los primeros años que siguieron al 1810, antes del 1816; pero una infinidad de historiadores, que desconocen las sutiles diferencias que caracterizan una misma palabra según los momentos históricos en que es pronunciada, supone, ingenuamente que al decir nación, alguna que otra vez, para referirse a un pueblo, se decía, nada menos, que Estado independiente y soberano. Son errores en los cuales no caen los estudiosos europeos. Ellos están enterados que dentro de una misma nación, tal cual entendemos hoy su significado, había muchas naciones, por ejemplo, de una misma lengua. En España los vascos eran una nación. En Holanda eran naciones los frisones, los flamencos, los güeldreses, etcétera. El patriotismo nada tenía que ver con la idea del Estado. Patriotas fueron los indígenas de las misiones que en 1750 se rebelaron a pasar al dominio portugués y con la guerra guaránica dieron origen al primer acto de autodeterminación de los pueblos de América. El patriotismo es instintivo; el nacionalismo o conciencia política es fruto del estudio, de pasiones, de conveniencias. Los argentinos, a fines de la colonia y aun en los primeros años que siguieron al 1810, eran fieles al rey de España, a Fernando VII, aguardaban su regreso y no pensaban que dejarían de formar parte del imperio más grande del mundo. Los sentimientos de católicos, de españoles o hispanoamericanos y de súbditos de la corona española se mezclaban armoniosamente en un patriotismo que no concebía otro nacionalismo que el español. El afecto al rey era intenso en todos los súbditos, y desaparecido el monarquismo como institución nacional, cuando las Provincias Unidas declararon su independencia de todo poder peninsular y extranjero, quedó el amor por el sistema monárquico a tal punto que, eliminado también, por las circunstancias, el peligro de una monarquía, siguió subsistiendo un conjunto impresionante de formas monárquicas que aún hoy se hallan enclavadas, como herencias insospechadas, en nuestra Constitución republicana y liberal.
ABSOLUTISMO Y LIBERTAD
El aspecto medieval del odio de ciudad a ciudad lo hallamos también en América y, en especial, en nuestra patria. Estos odios de ciudades se advierten, en primer término, entre Buenos Aires y Montevideo. Aparecen, a fines de la colonia, entre todas las ciudades argentinas. Las causas son muchas; pero pueden reducirse a dos. Primeramente están las causas que podríamos llamar personales o caudillísticas. Desde los primeros tiempos de la colonia cada ciudad secundaria era gobernada por un teniente de gobernador que muy pronto se transformaba en caudillo y señor semiabsoluto frente a las protestas, muy pronto vencidas, del Cabildo. Con la independencia, cada gobernador de ciudad se hizo un reyezuelo y quiso gobernar sin leyes y sin frenos todo el tiempo que le fuese posible. Hubo, pues, un mandón, tiranuelo o sátrapa en cada ciudad argentina que miró con malos ojos al tiranuelo de la ciudad vecina. Y en segundo término vino a justificar o legalizar esta situación el sistema político del federalismo, nacido primero en las provincias argentinas y luego en el Uruguay, a imitación del régimen de gobierno propio de los Estados Unidos. Los federales se hallaron, de pronto, en lucha con los unitarios y los odios medievales de ciudad a ciudad no sólo tuvieron la razón de las ambiciones personales de los caudillos, sino los ideales opuestos del federalismo y del unitarismo.
(De Gandía, Enrique: La revisión de la historia argentina, Ediciones Zamora, Bs. As., 1952, 25-32)
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